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Cuando pensamos en la universidad, imaginamos a una multitud de jóvenes llenando aulas y paraninfos con el ávido deseo de formarse en una profesión de prestigio. También nos vienen a la cabeza laboratorios de investigación, bibliotecas enormes y atestadas en época de exámenes, becas (siempre insuficientes) para estudiantes, un enorme jolgorio en los bares que rodean a las Facultades y un intercambio de ideas y argumentos sin fin. En ese imaginario, donde los jóvenes reciben el saber de los mayores, profesores sesudos y a menudo despistados que aman la enseñanza y la investigación, ¿dónde encajan las personas que ya no aspiran a obtener una capacitación profesional que les reporte un salario por encima de la media ni a descubrir la molécula que ayudará a curar el cáncer? ¿Dónde encajan los estudiantes de más de 55 o 65 o 75 años, pensionistas la gran mayoría, que se mezclan con la juventud en las aulas y los campus durante el día, pero regresan a sus hábitos reposados al caer la noche? Cuesta imaginar a un alumnado jubilado con una carrera laboral y profesional concluida recibiendo clases de jóvenes docentes con sueldos y vidas todavía precarias. Sin embargo, esa es también la universidad del presente, una universidad que abre sus aulas a las personas mayores gracias a programas especiales que les permiten entrar sin numerus clausus ni obligación de examinarse para la obtención del título, aulas a las que acuden por el mero gusto de acceder al conocimiento de alto nivel.

Según la Ley de Universidades 6/2001, las funciones de la universidad son cuatro: 1) la creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, de la técnica y de la cultura; 2) la preparación para el ejercicio de actividades profesionales que exijan la aplicación de conocimientos y métodos científicos y para la creación artística; 3) la difusión, la valorización y la transferencia del conocimiento al servicio de la cultura, de la calidad de vida, y del desarrollo económico; y 4) la difusión del conocimiento y la cultura a través de la extensión universitaria y la formación a lo largo de toda la vida. En otras palabras, las funciones de la universidad son la investigación, la docencia, la capacitación profesional y la formación continuada. Todas ellas, funciones útiles, económicas o monetarizables (con el lenguaje más actual). Pero ¿son esas todas las funciones reales o deseables de la universidad?

Lo primero que cabe señalar es que las cuatro funciones recogidas por la ley española no son la base de los ránquines universitarios al uso. Estos, como el ranquin de Shangai, el Times Higher Education o el conocido como QS suelen fijarse casi exclusivamente en la investigación y la docencia rentable. Así, puntúan destacadamente variables como el número de antiguos alumnos o profesores que han ganado un premio Nobel, las citas académicas recibidas por los profesores, el número de publicaciones en revistas científicas de los cuartiles altos, el número de patentes e ingresos que la universidad obtiene de la industria, o las encuestas de satisfacción de los usuarios. Todo muy medible y de fácil rentabilización y, a su vez, alejado de otros valores menos materiales y más inútiles (en el sentido noble de la palabra, que lo hay, como veremos). Como recuerda Virgilio Zapatero en su conferencia publicada en mayo de 2023 ¿Para qué sirve la Universidad?, los ránquines más prestigiosos no valoran otras funciones que tiene y debería tener una buena universidad como la transmisión del conocimiento por el conocimiento (el legado que pasa de generación a generación y que conecta la conciencia de lo que somos con lo que hemos sido y con lo que queremos ser como comunidad y como cultura), el acceso generalizado al conocimiento más elaborado (más allá de la mera alfabetización de la población), el acceso equitativo a ese conocimiento y a la meritocracia que ha permitido superar las tradicionales barreras clasistas de nuestro país para acceder a los puestos socialmente relevantes, la formación de buenos profesionales (aunque no ganen premios Nobel) y la formación de ciudadanos tolerantes y comprometidos con la pluralidad y la libertad de pensamiento, que no es poco para encarar los tiempos oscuros que se avecinan en el terreno de las libertades y la ciencia.

Pero la universidad es algo más. Además de su innegable utilidad y del compromiso moral con la justicia social, con la libertad de circulación de las ideas y con la ciencia, el acceso a la universidad es también el acceso al conocimiento por el conocimiento, al placer de saber, a la puesta en práctica de la máxima kantiana e ilustrada del «atrévete a pensar». Y no solo eso. Acceder al conocimiento es también alcanzar la máxima felicidad que Aristóteles vinculaba a la mera contemplación. El asombro por el descubrimiento, sin más utilidad inicial que la felicidad que le acompaña, es la base del conocimiento en los seres humanos. Claro que después aprovechamos lo sabido para satisfacer nuestros intereses, pero no hay mayor interés que ser feliz con lo que hacemos, y sin científicos y científicas encandilados por el asombro de los descubrimientos aparentemente inútiles no tendríamos el formidable desarrollo científico, tecnológico y económico que habitualmente les sigue. Primero hay que mirar a las estrellas con admiración, curiosidad y libertad para imaginar después de qué modo llegar hasta ellas y finalmente hacerlo.

Esa función es tan inútil como necesaria, y no deberíamos olvidarla ni marginarla a la hora de valorar o incluso evaluar la universidad. Sin esa finalidad verdadera, buena y bella no tendrían sentido los programas de acceso a la universidad de las personas mayores, unos programas que no aspiran a aumentar la investigación ni la productividad de la universidad, sino a cumplir la función suprema de conocer por conocer y que el conocimiento esté al alcance de todos y todas, a cualquier edad mientras el aprendizaje sea posible. No me gusta la expresión «vejez productiva» ni las proclamas a favor de un «envejecimiento activo». Estar activo no es sinónimo de simplemente mover el culo, de un mero ir de aquí para allá. Estar activo puede significar sentarse tranquilamente ante un telescopio, un buen libro o un observatorio de aves y gozar de la belleza del conocimiento que uno tiene delante. Y ser productivo no significa forzosamente rentabilizar el esfuerzo. También se produce cuando se intercambian ideas, cuando se incentiva la libertad de pensamiento, cuando se desvela lo desconocido, cuando se acercan las generaciones entre sí. El acceso de las personas mayores a la universidad es un signo de cultura y de bienestar de una sociedad, y un prestigio indudable para la universidad, aunque ni los ránquines ni los balances contables de las universidades (públicas o privadas) lo reconozcan. Es en este sentido que también podemos dar cumplimiento a la función de la universidad «a lo largo de toda la vida» que recoge la ley española 6/2001.

JUBILARE

Organizado por el Colegio de Registradores en su iniciativa Jubilare, el próximo 10 de abril a las 17,00 h. tendrá lugar en el salón de actos del Colegio de Registradores (C. Príncipe de Vergara, 70, Madrid), un nuevo seminario que también podrá seguirse por TEAMS.

«La Universidad al alcance de las Personas Mayores».

Programa de la jornada e inscripciones en este enlace. Puedes confirmar tu asistencia en el telf. 912 721 858 o enviando correo a secretariasdireccion@corpme.es

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