
- Comentario al documentoLa Ley Orgánica 1/2025, de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia, ha apostado por la introducción y potenciación de los medios adecuados para la solución de conflictos (los conocidos ADR del derecho norteamericano), como cauce para proporcionar un «servicio público de justicia sostenible» (sic). La propuesta parte de una doble paradoja. En primer lugar, en un Estado de Derecho administrar justicia es función sólo de los jueces, por lo que no se entiende bien cómo se puede conseguir hacerlo, y hacerlo mejor, desde fuera del Poder Judicial. En segundo término, se acepta acríticamente como solución para mejorar un «servicio público» su privatización: algo que se censura en relación con otros servicios públicos, como la sanidad o la educación. En definitiva, se promueve la mejora de la calidad del «servicio público» de la Justicia por el método de poner más obstáculos a los ciudadanos para servirse de la administración de Justicia. Y se hace de forma falaz, pues la evitación del «proceso» mejorará la estadística judicial, pero no eliminará la existencia del «litigio»: el número de conflictos no se va alterar con el cambio legal, con la particularidad de que ahora, para su solución, no intervendrá exclusivamente el Estado, sino decenas de profesionales liberales y de entidades, de forma no gratuita, y en ocasiones ajenas al orbe jurídico.Sin negarse el valor de estos mecanismos alternativos, la voluntad bienintencionada del legislador se ve ensombrecida por una discutible regulación legal, que impone su uso obviando el fracaso de dicho modelo en nuestra propia experiencia histórica. Y también por la percepción peyorativa que en todo el texto legal se desprende hacia lo procesal o jurisdiccional, algo insólito en una norma parlamentaria, tratándose del ejercicio de un derecho fundamental de los ciudadanos y de uno de los pilares del Estado. Acceder a un juez ya no es algo directo, sino que exige peajes previos. I. Lo que nos trae la propagación de los MASC
Cuando esta reflexión vea la luz probablemente habrá entrado ya en vigor la mayoría de las novedades previstas en la Ley Orgánica 1/2025, de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia (LA LEY 20/2025). Como es sabido, el pasado diecinueve de diciembre de 2024 el Pleno del Congreso de los Diputados alumbró la Ley Orgánica de medidas de eficiencia del Servicio Público de Justicia, publicada en el Boletín Oficial del Estado del viernes 3 de enero de 2025, ya iniciado el año. Entre sus aportaciones más destacadas por los responsables políticos y los medios de comunicación, con destacado despliegue de adorno y oropel, se encuentra la nueva regulación que en ella se hace de lo que la Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025) ha denominado «medios adecuados de solución de controversias en vía no jurisdiccional» (rúbrica del capítulo I de su título II), dieciocho artículos a los que corresponderá, a partir de su entrada en vigor, ocupar un lugar central en nuestro sistema de Justicia. Las normas que se contienen en estos preceptos dan una nueva disciplina a lo que los procesalistas hemos denominado tradicionalmente, en nuestros programas académicos, como «otras formas para restaurar la paz jurídica» o con expresiones equivalentes, dentro de las cuales era posible integrar todas las alternativas a la Jurisdicción admisibles en un Estado de Derecho.
Ha de advertirse, para empezar, que éste no ha sido el primer intento de dotar a los «medios adecuados para la solución de controversias» (los llamados MASC) de una regulación general y sistemática. La mayoría de la reforma que ahora se presenta formaba parte ya de la propuesta legislativa contenida en el Proyecto de Ley de medidas de Eficiencia procesal del Servicio Público de Justicia (LA LEY 8039/2022) (PLEP), una de las tres patas sobre la que se asentaba la reforma integral de la Justicia promovida en la decimocuarta legislatura, junto con otros dos proyectos estrella impulsados desde el Ministerio de Justicia (me refiero a los Proyectos de Ley deeficiencia digital y de Ley Orgánica deeficiencia organizativa del Servicio Público de Justicia), que caducaron durante su tramitación parlamentaria a consecuencia de la convocatoria anticipada de elecciones generales en mayo de 2023. Muchas de las previsiones contenidas en estos tres proyectos de ley se han ido recuperando en los Reales Decretos-Ley 5/2023 (LA LEY 17741/2023) y 6/2023 (LA LEY 34493/2023); y, ahora, en la Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero (LA LEY 20/2025), un reconocimiento póstumo (o si se prefiere, para evitar connotaciones ajenas a lo político, postrero) a la labor de la exministra Pilar Llop y su equipo.
La Ley orgánica 1/2025, de 2 de enero (LA LEY 20/2025), de medidas en materia de eficiencia del Servicio Público de Justicia, integra, junto con otras importantes reformas legales (como es el caso de la nueva organización de los juzgados y tribunales y la creación de los Tribunales de Instancia), la totalidad de los artículos que se referían a la solución extraprocesal de controversias en el caducado PLEP (LA LEY 8039/2022), con el añadido de su novedoso art. 19. Este se incorporó en la última fase de su tramitación parlamentaria y regula lo que la ley denomina el «proceso de Derecho colaborativo» (más adelante volveremos brevemente sobre él). Desde un punto de vista general, y al margen de la concreta valoración individual de sus especificas novedades, la Ley presenta grandes peculiaridades y plantea no pocas incertidumbres, como suele ocurrir en toda reforma legal que afecta al núcleo central de cualquier institución del Estado.
Entre los rasgos singulares de la reforma se encuentran, desde luego, su extensión y la heterogeneidad y variedad de su contenido: en la Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025) se incorporan normas de organización judicial de gran calado –de carácter estructural, deberíamos decir— que hubieran justificado un texto legal independiente, y normas procesales y otras que inciden en otros textos legales como la Ley Hipotecaria (LA LEY 3/1946) o la Ley del Notariado (LA LEY 2/1862), y carecen de rango de Ley Orgánica.
Algunas de sus disposiciones modifican normas tan variopintas como la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio (LA LEY 1596/1985), delrégimen electoral general (hecho que, salvo error, no ha merecido especial atención por parte de los habituales comentaristas), en una materia (la implantación de forma retroactiva de un régimen legal nuevo para la tener derecho a subvención pública por los gastos originados a las candidaturas que hubieran concurrido a las pasadas elecciones generales convocadas por el Real Decreto 400/2023, de 29 de mayo (LA LEY 7626/2023)) que nada tiene que ver con la eficiencia del «servicio público» de la Justicia, aunque probablemente sí con la obtención de los apoyos parlamentarios necesarios para la aprobación de la Ley Orgánica que lo contiene.
Un texto que es fruto del acarreo legislativo
Todo ello nos enfrenta a un texto que es fruto del acarreo legislativo, tan presente en otras normas de nuestro ordenamiento jurídico (véase si no nuestro Código civil), más que de un plan sistemático, imperado además por el apremio del calendario para su rápida promulgación bajo el proclamado riesgo de la pérdida de cuantiosos fondos europeos de cooperación.
Por lo que se refiere a los preceptos relativos a la nueva ordenación de los medios alternativos a la jurisdicción para la solución de controversias, la Ley no sólo no contribuye a poner fin a la dispersión de las fuentes, sino que la incrementa, toda vez que no se nos ofrece una regulación unitaria de ellos, al mantenerse extramuros de la Ley Orgánica 1/2015 (LA LEY 4993/2015), por ejemplo, la mediación en asuntos civiles y mercantiles o el acto de conciliación judicial (por no hablar de las numerosas oportunidades de negociación y acuerdo a lo largo del proceso antes de la audiencia previa del juicio ordinario civil o de la posibilidad de búsqueda del acuerdo, incluso con suspensión de los plazos procesales –art. 19 de la LEC (LA LEY 58/2000)—, al comienzo de los juicios y vistas), que también aportan soluciones alternativas a la sentencia y cuya regulación se mantiene en las respectivas leyes procesales.
El único denominador común en lo que se regula en la Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025), y que lo diferencia de lo regulado en la LEC o en la Ley de la jurisdicción voluntaria (LA LEY 11105/2015), es que se trata de instrumentos en los que no participa la autoridad judicial, pero la mediación de la Ley 5/2012, de 6 de julio (LA LEY 12142/2012), es una institución tan ajena a la función jurisdiccional como las que se contemplan en la nueva regulación, por lo que perfectamente se podrían haber dado a todas el mismo cobijo legal. En resumen, no están en la nueva Ley todos los medios existentes ni todos los posibles, lo que aleja la norma de los deseables objetivos de simplificación legal e integración normativa, dificulta el trabajo de los profesionales del derecho y de estudiantes e investigadores y producirá una indeseable inseguridad al intérprete.
Por cierto, en el Preámbulo de la Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025), § IV, se califica a las leyes procesales de forma despectiva cuando se las denomina como leyes «rituarias», arrastrando una vieja nomenclatura propia de una concepción de lo procesal trasnochada, obsoleta en los tiempos que corren y que evidencia la pervivencia de una concepción caduca del Derecho procesal y orgánico en los redactores del texto legal (o, al menos, su Preámbulo), con el triste y acrítico aval de las Cortes Generales. Se trata de una expresión frecuente en muchas resoluciones judiciales del siglo pasado, ignorantes de la autonomía conceptual que ya había adquirido el Derecho procesal entre las ramas del Derecho, que por fortuna se encontraba en retroceso cuando ahora recibe el respaldo revivificante de un legislador que se dice innovador y con pretensión de eficacia y eficiencia, pero que en realidad revela desde el propio preámbulo del nuevo texto legal una tendencia a devaluar la trascendencia del proceso jurisdiccional como piedra clave del Estado de Derecho (no digamos ya de la reserva de ley). Un síntoma de una enfermedad presente, por cierto, en numerosos pasajes a lo largo de la norma.
Es coherente que Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025) regule las instituciones previstas entre sus arts. 2 y 19 bajo la señalada rúbrica de «medios adecuados de solución de controversias en vía no jurisdiccional», puesto que en realidad eso es lo que se regula en dicho capítulo; no lo es tanto que todo ello se enmarque en una norma que, según su título, establece medidas para la eficiencia del «servicio público» de Justicia, cuando todas esas medidas están orientadas no a conseguir una Justicia más eficiente, sino a reducir el papel de la Justicia en la tutela de los derechos. Es decir, realmente se pretende conseguir la eficiencia de la Justicia desde la invitación a los ciudadanos (1) a que eviten la administración de Justicia, algo que no parece llamar la atención de los destinatarios de la norma.
Por aplicar un símil de comprensión fácil para ciudadanos de toda clase de formación, lo que regula la Ley Orgánica para la Justicia equivaldría a pretender la eficiencia de la Sanidad pública disuadiendo a la ciudadanía de acudir a sus servicios mediante la imposición de una obligación de acudir previamente a unos medios alternativos (rellene el lector esta noción como considere oportuno) adecuados para la solución de problemas de salud en vía no sanitaria (entendiendo por sanitaria la que aplican a diario los profesionales de la medicina en consultorios, centros de salud y hospitales).
La solución sería prometedora, brillante y hasta revolucionaria, según el criterio de los redactores de nuestra Ley Orgánica: en lugar de imponer al Estado la onerosa carga de proporcionar a los ciudadanos unos servicios públicos de salud eficaces y eficientes, dictamos una Ley que, ya que no puede prohibir la enfermedad, imponga un filtro previo al acceso al centro de salud o a las urgencias hospitalarias, pues debido a la abundante información que difunden las redes sociales al respecto, bien podíamos automedicarnos antes de contribuir a colapsar un servicio público tan necesario o, al menos, acudir a medios alternativos o personas cualificadas que abundan tradicionalmente en nuestra sociedad (chamanes, curanderos, homeopatía o simple meditación, por qué no). La clave está en configurar estos medios alternativos (o por lo menos, la certificación del intento previo) como condición necesaria para acceder al saturado sistema público de salud.
No parece que nuestra sociedad esté aún madura para extender el mecanismo a otros servicios públicos saturados por el empeño de los ciudadanos en hacer un uso intensivo de ellos. Y esperemos que no llegue a estarlo, como al parecer se considera por los responsables públicos que lo está para resolver sus conflictos al margen del servicio público de administración de Justicia.
Hecha esta comparación, un tanto hiperbólica pero creo que suficientemente ilustrativa, no deja de llamar la atención que en tiempos de reivindicación ciudadana de lo público, y en especial de la sanidad pública, como es claramente perceptible, con constantes manifestaciones de asociaciones profesionales y sindicatos así como de ciudadanos en contra de la privatización de los servicios públicos sanitarios, la sociedad acepte impasible y con tanta normalidad, como si de algo inevitable se tratara, la privatización de algo tan esencial como es la administración de Justicia; y que se haga en una ley que proclama pretender precisamente lo contrario, que es la eficiencia de lo público en materia de Justicia. ¿A nadie le interesa, ni le preocupa, que lo que contiene esta Ley Orgánica sea, implícitamente, la privatización de algo que en su título se denomina servicio público? Y además, de forma obligatoria y como requisito previo para el acceso a la jurisdicción, que la Constitución de 1978 (LA LEY 2500/1978) reconoció como derecho fundamental.
Todo ello se nos vende como un cambio de paradigma cultural, pero a mi juicio lo que realmente se encierra detrás de la reforma, nada improvisada ni impremeditada, es el tácito reconocimiento por quien ostenta el poder del fracaso del Estado para hacer real y efectivo el Estado de Derecho, mediante el concurso del que debería ser su principal garante, que es el Poder Judicial, a través de un instrumento construido a base de garantías que es el proceso jurisdiccional.
Detectado el problema disfuncional de la Justicia, los titulares del poder disponían de diferentes soluciones: la primera de ellas tal vez sería la de dotar a los tribunales de medios personales (en número adecuado y cualificación suficiente) y materiales para que las decisiones se produzcan en tiempo razonable y sin demoras injustificadas. Esta debería ser la respuesta lógica y razonable en un Estado de Derecho, y en una nación como es España, en la cual el número de jueces por habitante se encuentra en los últimos lugares de las naciones de la OCDE. Pero también es la solución más costosa, en una materia que no parece estar entre las prioridades ciudadanas si nos atenemos a los sondeos demoscópicos, en donde la percepción que el ciudadano medio tiene sobre la Justicia parece edificarse sobre la experiencia particular sufrida (de existir esta) o en la inquietud generada por determinados casos de corrupción política o por la dificultad de perseguir y castigar ciertas modalidades delictivas que generan alarma social (delincuencia contra la libertad sexual o contra menores y mujeres, inseguridad ciudadana, por ej.) o situaciones jurídicas anómalas y de gran sensibilidad pública (lucha contra la usurpación de viviendas u «okupación», desahucios, procedimientos de ejecución hipotecaria, control de cláusulas abusivas en contratos con consumidores y usuarios), pero que afectan a un porcentaje limitado del total de la actividad jurisdiccional.
Lejos de ello, se opta por la otra solución posible, que es la de buscar más eficiencia en la jurisdicción a través de la interposición de nuevos obstáculos para acceder a ella; en realidad, a través de la reducción de la entrada de asuntos. Se trata de un modelo más económico para el erario público pero que, como decimos, implica una tácita privatización del modelo universal de tutela de los derechos. Podemos admitir que esto no sea necesariamente negativo, acudiendo al tópico de que más vale un mal acuerdo que un buen pleito. Pero que, si se impone como requisito obligatorio de procedibilidad, con consecuencias además en la futura condena en costas, aparece como un nuevo escalón dentro del largo camino hacia la tutela definitiva del derecho en el caso concreto, un nuevo obstáculo que necesariamente debe superar el ciudadano que pretende restaurar la paz jurídica en su asunto. Es decir, en un trámite más, de necesaria observancia, y no en una reducción de cargas para quien se ve en situación de reclamar el reconocimiento de un derecho.
Es probable que el resultado aplicativo de la Ley sea positivo una vez normalizado el sistema y generalizado el uso de estos nuevos instrumentos, pero hasta que ese momento se produzca es razonable que mantengamos un prudente escepticismo, que no se basa en la mera intuición del fino jurista, sino en el reconocimiento –de acuerdo a nuestra experiencia— de que cuando dos sujetos cualesquiera de los que intervienen en el tráfico jurídico no han sido capaces de ponerse de acuerdo en su controversia, hasta el extremo de tener que someterse al asesoramiento o intermediación de terceros, difícilmente lo harán por mucho que les obliguemos a hacerlo: lo normal será que lo intenten, sobre todo si se les obliga a ello, pero no necesariamente que de ahí salga un acuerdo. Y si el acuerdo se consigue con el solo objeto de evitar los perjuicios se pueden ocasionar a la parte que se niegue a adoptarlo –como resulta de la lectura de los preceptos de la ley— cualquier graduado en Derecho con una mínima formación en Derecho civil (cualquier estudiante del grado en Derecho medianamente concernido por el objeto de su estudio –me atrevería a decir—) estaría en condiciones de poner en cuestión, fundadamente, su legitimidad. Y es que todo acuerdo obtenido bajo la amenaza de evitar un mal que se produciría si dicho acuerdo no se obtiene, puede viciar la autonomía de la voluntad, base de nuestro Derecho privado, y nos enfrenta a un problema desde el punto de vista de la libertad del consentimiento que se ha prestado al cerrar el acuerdo: no se precisan profundos conocimientos jurídicos e incluso cualquier lego en Derecho es capaz de alcanzar esa conclusión. Los acuerdos obligatorios o forzados no suelen ser jurídicamente libres, por mucho que la ley les dé virtualidad.
Un argumento añadido al anterior lo encontramos en la experiencia legislativa española. Como dijo el filósofo español Jorge Santallana, en frase atribuida a otros pero que es suya, «los pueblos que no conocen su Historia están condenados a repetirla». Y lo que nuestra Historia nos enseña, en este asunto, es que en nuestro sistema jurídico procesal la conciliación judicial, antecedente destacado de los instrumentos para tratar de evitar el proceso desde la búsqueda del acuerdo preliminar entre las partes, y que se regulaba en los arts. 460 y siguientes de la derogada Ley de enjuiciamiento civil de 1881 (LA LEY 1/1881) (en la actualidad, en la Ley 15/2015, de la jurisdicción voluntaria (LA LEY 11105/2015)), era obligatoria, como requisito de procedibilidad para la admisión a trámite de la demanda, hasta el año 1984. Fue la reforma operada por la Ley 34/1984, de 6 de agosto (LA LEY 1944/1984), la que la convirtió en facultativa y, de entonces hasta la actualidad. Como bien nos explicó entonces uno de nuestros grandes procesalistas, Manuel Serra Domínguez [cfr. «Observaciones críticas sobre el Proyecto de Reforma urgente de la Ley de Enjuiciamiento Civil», en Justicia: Revista de Derecho procesal, n.o 4, 1983, pp. 775-822], el carácter obligatorio del acto de conciliación lo convertía en un mero trámite más, en el primer obstáculo que tenía que sortear el justiciable antes de acceder a la jurisdicción, normalmente celebrado sin avenencia o sin efecto; de ahí que, hace ahora cuarenta años, el primer gobierno socialista de Felipe González optase por darle carácter facultativo, consciente de que la mejor solución para que fuera un acto realmente efectivo es que las partes acudieran a él con voluntad de llegar a un acuerdo, y no compelidos por la ley.
Desde entonces, el carácter obligatorio del acto de conciliación se ha mantenido tan sólo en el proceso laboral, extrajudicializado en los servicios públicos de mediación, arbitraje y conciliación (SMAC), con resultados que los laboralistas conocen de primera mano, pero que no evitan el elevado volumen de asuntos de los que conoce la jurisdicción social. Es posible, con todo, que a la hora de aplicar los medios alternativos en la Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025) nos encontremos con una versión evolucionada de la sociedad española, más inclinada a someterse al acuerdo, o de ceder de sus derechos subjetivos en favor del acuerdo con la contraparte. Está por ver; o eso o enfrentarnos a una nueva versión del Gatopardo: que todo cambie para que todo siga igual.
Es de justicia reconocer que la reforma cuenta con partidarios entusiastas. Son muchos los colegas de la Academia y los jueces y abogados partidarios de la generalización de estos instrumentos alternativos a la jurisdicción, y bien está que sea así. Conceptualmente, como decimos, no se debe hacer una enmienda a la totalidad a la idea de que, en el Derecho, que es un instrumento para la paz, la jurisdicción ocupe su debido lugar como último remedio cuando han fracasado todos los intentos de obtener una solución no basada en la contienda procesal y de que no sea la primera solución que se le ocurre al abogado al chasquido de los dedos de su cliente. Hasta aquí, compartimos la valoración positiva del acuerdo, específicamente aplicado a los ámbitos en los que están en juego derechos subjetivos que pertenecen a la soberanía de las partes; no así con tanta claridad cuando de lo que el individuo dispone es de lo que no le pertenece o no es exclusivamente suyo, como ocurre con el ius puniendi del Estado, puesto también en cuestión a través de la denominada Justicia penal restaurativa.
Favorecer el acuerdo con el simple objeto de mejorar la estadística judicial no nos parece de recibo
A nuestro juicio, si una conducta merece un reproche tan grave como para ser tipificada en el Código penal, sólo se justificaría la posibilidad de disponer de la pena o de no perseguir el delito, por decisión discrecional de la autoridad, tras un juicio de ponderación que confronte el ius puniendi (que no es más que el poder que los ciudadanos confiamos al Estado, como titular del monopolio del uso de la fuerza en los sistemas civilizados de poder, para que persiga y castigue el delito) con otros intereses públicos igualmente dignos de protección, como ocurre con el interés de reeducación de los menores delincuentes o, incluso, podría aceptarse, en ciertas modalidades delictivas en caso de delincuencia primaria, en caso de delitos de menor gravedad y de existir reparación del mal causado y contando con el consentimiento de la víctima. Fuera de estos casos, favorecer el acuerdo con el simple objeto de mejorar la estadística judicial o para evitar a las partes los elevados costes derivados de la defensa procesal (como pasa en las naciones neoliberales en las que impera el sistema del Análisis económico del Derecho) no nos parece de recibo; creemos más honesto, por parte del legislador, si no le es posible reducir los costes (por ejemplo, ¿estarían los abogados y procuradores dispuestos a reducir sus honorarios profesionales, en beneficio del abaratamiento de la Justicia?), despenalizar esas conductas que someter la aplicación de la ley a la discrecionalidad decisoria de la autoridad, o que se use la negociación como amenaza para la evitación de una acusación por delito o pena más grave, solución que devalúa el imperio de la ley y abona la aparición de rebrotes de autoritarismo por parte de los titulares públicos de la acción penal (y si no me cree, estimado lector, ojee los periódicos en los últimos meses).
No se puede ocultar, discúlpeseme este pequeño apunte crítico, que muchas de las voces favorables a la implantación de mecanismos de solución de controversias alternativos a la jurisdicción se integran en colectivos o grupos intelectuales que han ejercido en los últimos decenios una potente labor de influencia y lobby entre los responsables políticos de los que depende la toma de decisiones legislativas. Muchas veces se trata de personas que actúan desde el convencimiento pleno de las ventajas de las soluciones privadas para controversias jurídicas (en no pocos casos de ideología progresista, lo que no deja de ser una paradoja tratándose de colectivos que promueven la privatización de servicios públicos). En otras, sin embargo, el interés por la implantación de esta nueva Justicia privada alternativa a la estatal es meramente comercial y así debe decirse; puesto que la desjudicialización de ciertas controversias evita el proceso, pero no elimina el litigio. El apoyo a la implantación de los mecanismos que se regulan en los arts. 2 a 19 de la Ley Orgánica 1/2015 (LA LEY 4993/2015) no siempre se basa en la convicción sobre sus ventajas sobre la jurisdicción, sino muchas veces también en su concepción como oportunidad de negocio. Ocurrió en 2012 con la publicación de la Ley de mediación en asuntos civiles y mercantiles (LA LEY 12142/2012) y ocurre en la actualidad.
Son muchos los centros de grado y postgrado o institutos, públicos y privados, que albergan titulaciones oficiales o diplomas que se centran en los medios alternativos a la Justicia, me consta que algunos de ellos con una elevada subvención pública, nacional o comunitaria, o donde se desarrollan proyectos de investigación igualmente con financiación pública. La entrada en vigor de esta Ley va a ser una gran oportunidad para decenas de centros de formación, desde colegios de abogados y procuradores hasta universidades, academias, asociaciones de gestores, trabajadores y graduados sociales, entre otros, haciendo real el universo descrito por Lorenzo Martín-Retortillo Baquer en su conocido e irónico trabajo titulado «Keynes y la nueva Ley sobre las Administraciones Públicas» (publicado en la Revista Española de Derecho Administrativo, n.o 82, 1994, pp. 201-206), de lectura altamente recomendable, a pesar de su tono ligero y jocoso, y en el que se describe en forma nada exagerada la incidencia de toda reforma legislativa como estímulo de la economía nacional.
II. Las propiedades taumatúrgicas de los MASC
En otro orden de cosas, la apuesta de la Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025) por los MASC lo es también, como hemos avanzado en líneas anteriores, por la llamada cultura del acuerdo; de hecho, la palabra acuerdo aparece 283 veces en el texto de la ley (tutela judicial, ocho veces, en una ley que lleva en su rúbrica la palabra Justicia con mayúsculas, y que se dirige a su eficiencia). Se parte de la premisa de que, en España, los litigantes (no quiero atribuir el «mérito» tan sólo a los abogados) confían en exceso en la administración de Justicia para poner remedio a sus situaciones de controversia. Ese exceso de confianza –si lo podemos llamar así— es motivo de la ineficiencia de la administración de Justicia y causa destacada de sus retrasos.
El remedio que se alumbra para revertir la situación y para que la eficiencia sea una realidad es poner a disposición de los ciudadanos una batería de instrumentos que permitan obtener la solución jurídica sin necesidad de llegar a la jurisdicción. Y ello se hace mediante la generalización de estos instrumentos extraprocesales de solución de conflictos, que se desvinculan del control de los jueces y magistrados y de las oficinas judiciales, aunque paradójicamente se les quiere dotar de eficacia jurídico procesal (por ejemplo, en materia de condena en costas, para el caso de que alguna de las partes frustre, evite el acuerdo impida su efectividad).
No vamos nosotros a plantear objeciones a la implementación de la llamada cultura del acuerdo, insistimos. Todo jurista de bien ha de pretender, antes de otra solución más traumática, la consensuada, en la medida en que esta sea posible; y así lo desean ordinariamente los litigantes ante el lógico vértigo que les produce el mero contacto con la administración de Justicia. De hecho, cuando los ciudadanos acuden al asesoramiento legal de un abogado para demandar, es porque han fracasado sus intentos previos de acuerdo o de solución pactada, y no porque les surja directamente de los hechos controvertidos y ex abrupto la voluntad de demandar. Visto así (cualquiera que tenga experiencia como abogado puede asumir con normalidad el razonamiento anterior), la exigencia legal del intento de acuerdo a través de cualquiera de los MASC previstos en la Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025), como requisito de admisibilidad a trámite de la demanda, por regla general se producirá en un contexto en el que las partes en litigio ya lo hayan intentado previa y privadamente.
Pero no nos desviemos del razonamiento principal: estamos hablando de la cultura del acuerdo, como fin pedagógico anejo a la nueva ordenación legal de los MASC. En efecto, a ella hay que tender y hay que comprender que se trata de un argumento irrebatible (y en cierta medida diabólico), puesto que ¿quién se atreve a defender públicamente lo contrario, esto es, que debe prevalecer como forma de solución de controversias la cultura de la contienda procesal?
Volviendo al símil sanitario, sería como defender la preferencia de la cirugía (que debe ser siempre el último remedio) a otras soluciones, como la prevención, la atención por especialistas, el tratamiento con medicamentos o paliativo u otra clase de terapias sanitarias.
En el debate público, no hay representante político o forjador de opinión capaz de defender públicamente lo contrario a la cultura del acuerdo, es decir, negar la virtualidad, en un sistema democrático, del acuerdo frente a la confrontación, y así se ha reflejado en el resultado parlamentario de la Ley, con amplio respaldo en número de votos (al menos, a lo largo de su tramitación en las Cortes). Por tanto, hasta ahí, todos de acuerdo.
En donde no lo estoy o, al menos, en donde me surgen dudas es en que la mejor forma de fomentar la cultura del acuerdo sea mediante su imposición. Como se ha expuesto, la decisión de litigar ante la jurisdicción ordinaria no es una decisión fácil y normalmente se adopta desde la aceptación de la imposibilidad del acuerdo o desde el fracaso de este, normalmente no desde su negación o evitación primaria.
La desjudicialización de muchos litigios no los hace desaparecer de la realidad
A mi juicio, este debate se nos presenta de forma desenfocada. Tratar de fomentar el acuerdo como de una fórmula mágica para dar más eficiencia a la jurisdicción implica negar un hecho evidente. Nos referimos a que la desjudicialización de muchos litigios no los hace desaparecer de la realidad, sino tan sólo de las cifras que nos proporciona el Centro de Documentación Judicial, dependiente del Consejo General del Poder Judicial y organismo responsable de la estadística judicial: podremos decir, por tanto, que se reduce el número de procesos, pero no el número de litigios (de controversias), que seguirá siendo el mismo. ¿Y qué pasa con los asuntos que quedan fuera de la estadística judicial? Que habrán de ser resueltos a través de los MASC, fuera del sistema judicial, pero mediante procedimientos o expedientes de carácter privado, sumariamente regulados en la ley o deslegalizados por la habilitación conferida a las instituciones que se dedican a la solución extrajudicial de controversias para autorregularse o a las propias partes, dentro de su libertad de contratación.
Privatizamos pues la solución de la controversia pero también privatizamos las reglas de juego que conducen al acuerdo: no parece que sea un gran avance social, desde el punto de vista del derecho de igualdad de los ciudadanos ante la ley. Esta solución tendrá la ventaja de que evita llegar a la jurisdicción, pero no será necesariamente menos costosa para las partes en términos económicos. Como se puede ver de la sola lectura de los arts. 2 a (LA LEY 20/2025)19 de la Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025), en la implementación de la mayoría de los expedientes que ellos se regulan se contempla la intervención de abogados, potestativa u obligatoriamente (art. 6) u otros profesionales: expertos independientes (¿de quién?), mediadores, conciliadores privados (art. 7), profesionales informáticos (art. 8), «terceras personas neutrales» (art. 9.2), asesores profesionales (art. 10), «facilitadores de la comunicación» (art. 19), por poner algunos ejemplos. En cuanto el rango profesional que exige la ley, este se expande. De acuerdo con el art. 15, para ser conciliador privado no se exige ser jurista obligatoriamente, sino que además de a los colegios oficiales de la abogacía, procura, notariado o de registradores, las partes pueden acudir a colegios profesionales de graduados sociales, economistas o, mediante una fórmula abierta y ambigua, a «cualquier otro colegio que esté reconocido legalmente» (por ejemplo, de psicólogos o trabajadores sociales; a los colegios de ingenieros y arquitectos, que ya asumen competencias arbitrales, pues lo de «cualquier otro» da cabida a agrandar la imaginación del intérprete): sorprende que los colegios de abogados hayan tenido la generosidad de compartir esta porción del negocio con tantos otros colectivos profesionales.
Incluso en el caso en el que la parte tenga solamente la potestad –y no la obligación— de acudir a un abogado u otro asesor profesional, parece razonable y prudente que lo haga y que no lo confíe todo a su mero instinto o capacidad para alcanzar acuerdos en una negociación. En otras palabras, hemos liberado al Estado de la carga de tramitar y resolver el litigio, pero no hemos liberado a las partes del litigio ni de los costes derivados de enfrentarlo, y quizás nos encontremos con la sorpresa de que estos costes se incrementen por el uso de los medios privados alternativos con respecto a los costes de la jurisdicción; y muy probablemente con ello tampoco hayamos evitado, de no alcanzarse el acuerdo, el proceso posterior.
III. La paradoja del eterno retorno
Por completar el razonamiento, cuando decimos que el debate se nos presenta desenfocado es porque entendemos que, por encima del fomento de la cultura del acuerdo, que compartimos, todos los esfuerzos públicos, desde la ley hasta sus aplicadores, debería centrarse y concentrarse en el fomento de la cultura del cumplimiento. El problema que nos debe preocupar no es tanto por qué hay tantos procesos (y, consecuentemente, se tarda tanto en resolverlos con los recursos disponibles), sino por qué hay tantas controversias jurídicas, lo que es lo mismo que decir por qué hay tantos incumplimientos normativos o infracciones de deberes públicos y de obligaciones; de los deberes que nacen de la ley, públicos o privados, o de los deberes jurídicos que nacen de cualquier negocio privado entre partes. Es ahí donde, en mi opinión, se encuentra el punctum dolens (que me perdonen los defensores de la simplificación del lenguaje jurídico por emplear expresiones latinas) de todo nuestro sistema de efectividad de los derechos.
La ciudadanía, los sujetos jurídicos nos hemos concentrado tal vez en exceso en defender como idea clave de nuestro sistema de convivencia la noción de derecho subjetivo (todos somos en efecto, titulares de derechos en el plano jurídico), arrinconando la idea de que, como en su momento significó el ilustre civilista Federico de Castro, tal vez la noción jurídica básica, la base de nuestro sistema de convivencia, no sea la noción de derecho, sino la de deber jurídico, una idea de honda raíz ética. Si la sociedad funciona dentro de parámetros de normalidad y como entidad ordenada a la convivencia pacífica y para beneficio de sus integrantes es en la medida en que los ciudadanos y las instituciones aceptemos que tenemos que cumplir nuestros deberes y obligaciones; sin voluntad de cumplimiento –que es un valor jurídico pero también un valor moral—, y sin medios para hacerlo efectivo por cauces coactivos si no hay voluntad libre de hacerlo, el Derecho, los derechos se convierten en realidades puramente platónicas.
Si no estimulamos en la ciudadanía la cultura de que los compromisos que asumimos hay que cumplirlos, difícilmente seremos capaces de reducir el número de controversias ni el de los litigios, independientemente de que su resolución sea asignada a las jurisdicciones estatales o a entidades privadas. Es, por consiguiente, un estadio en el que hemos de poner nuestro empeño, previa o simultáneamente al fomento de la cultura del acuerdo. Máxime considerando que, si el sujeto ya incumplió su deber una primera vez, no hay razones para pensar que no pueda incumplirlo también con posterioridad a alcanzar el acuerdo.
Un par de ideas personales más para concluir esta reflexión. La primera de ellas –por más que resulte incómoda no deja de estar presente— es que, a pesar de que los medios y los promotores de la reforma nos presenten los MASC como una flamante novedad jurídica, además de como una eficaz alternativa a la jurisdicción estatal, no se puede ocultar que no nos hallamos ante un descubrimiento al nivel de la invención de la rueda –si vale la gráfica comparación— ni ante una sorpresiva ni reciente invención del ser humano, que remediará todos los problemas de la Justicia.
En realidad, lo que se nos presenta como algo novedoso no es más que una recopilación de instrumentos jurídicos que o bien eran previos a la existencia de un aparato estatal (que por algo se habrá construido y desarrollado precisamente sobre el monopolio del ejercicio y aplicación de la Justicia) o bien se empleaban para evitar la Justicia estatal, obviando que desde que el hombre se ha organizado socialmente ha tenido capacidad para resolver sus disputas mediante el acuerdo (igual que sobre la imposición de la voluntad del más fuerte), en aquellas materias que pertenecen a su esfera de disposición.
La autotutela y la justicia privada son fórmulas de solución de conflictos tan antiguas como la civilización
La autotutela y la justicia privada son fórmulas de solución de conflictos tan antiguas como la civilización; la autocomposición y la autotutela, caracterizadas por la solución de controversias mediante la voluntad de las partes del litigio, forman parte de nuestra tradición jurídica, al menos, desde el Derecho romano, a cuya tradición pertenece el Derecho español. La posibilidad de resolver problemas jurídicos mediante convenio es la esencia misma de nuestro Derecho privado y siempre ha sido posible con el único soporte de las reglas generales del más que centenario Código civil sobre obligaciones y contratos, y desde el reconocimiento de efectos jurídicos a la autonomía de la voluntad (art. 1255 del Código civil (LA LEY 1/1889) (2) ), y a la libre prestación de consentimiento por parte de los sujetos.
Por ir a lo concreto, y como hemos adelantado ya en líneas anteriores, nuestra legislación procesal reconocía la posibilidad de evitar procesos mediante el acto de conciliación ya en la anterior Ley de Enjuiciamiento civil de 1881 (LA LEY 1/1881) (arts. 460 y siguientes) y en la legislación procesal laboral, al menos, desde el hoy derogado Real Decreto legislativo 1568/1980, de 13 de junio (LA LEY 1212/1980), por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Procedimiento Laboral (art. 50 y siguientes), y se ha mantenido en las normas que lo han sustituido. Que no nos hallamos ante algo novedoso lo atestigua la abundante literatura jurídica existente sobre el asunto; ver, como obra de referencia, la monografía clásica de Niceto Alcalá-Zamora y Castillo, Proceso, autocomposición y autodefensa. Contribución al estudio de los fines del proceso, uno de nuestros procesalistas clásicos, cuya primera edición se produjo en México, en 1947, desde el exilio, y en el que se da cuenta de abundante bibliografía anterior así como de numerosos hitos históricos sobre el juego de la autocomposición en la tutela de los derechos, desde el Derecho romano hasta la actualidad. También hemos mencionado la más cercana en el tiempo Ley 5/2012, de 6 de julio (LA LEY 12142/2012), de mediación en asuntos civiles y mercantiles, pero hay numerosas disposiciones reguladoras de diversas formas de mediación en materia familiar, en diferentes comunidades autónomas.
No tiene por tanto mucho sentido que los juristas aceptemos hoy la legalización de los MASC como si del descubrimiento de la imprenta se tratase, cuando los sujetos jurídicos siempre hemos tenido la libertad para alcanzar acuerdos, tanto para contratar y obligarnos frente a terceros, como para resolver nuestras controversias de forma pactada, privadamente o con la intermediación de terceros.
Muy probablemente, en este redescubrimiento de lo obvio y existente haya influido la expansión de la cultura jurídica propia del Derecho angloamericano, especialmente del Derecho norteamericano, en el que el fomento del acuerdo (bargaining, agreement) incluso en el terreno criminal (plea bargain) ha adquirido mucha visibilidad en los sistemas jurídicos de Europa continental desde la Segunda Guerra Mundial.
A finales de los pasados años ochenta adquirieron cierta popularidad en sectores jurídicos los llamados ADR (abreviatura de la expresión inglesa alternative dispute resolution) o medios de resolución de controversias de carácter alternativo al proceso judicial, implementados en los Estados Unidos de América desde los años setenta del pasado siglo, y que están implantados en diferentes sectores del Derecho para la resolución de cierto tipo de controversias (de carácter patrimonial en las relaciones conyugales o familiares o en disputas de carácter vecinal), con gran éxito, pero que se desarrollaron como solución coadyuvante a la Justicia tradicional, nunca como requisito obligatorio antes de acceder a la jurisdicción, como ahora se propone.
IV. El inacabable dilema entre la técnica y la ideología
Una última consideración crítica sobre la reforma. Tal y como se nos presenta la nueva regulación, se deja ver una potente carga ideológica que favorece una visión peyorativa de la jurisdicción, esto es, de uno de los poderes del Estado, concretamente del poder del estado del que depende la pervivencia y virtualidad del Estado de Derecho, como es el Poder Judicial. Las palabras no son inocentes y menos en un texto legal con tramitación tan dilatada en el tiempo, y durante el procedimiento legislativo se ha producido un cambio de paradigma acríticamente aceptado por los autores y comentaristas, que se ha patentizado en el cambio de la denominación de los MASC.
Si tradicionalmente el acrónimo designaba los «medios alternativos para la solución de controversias», el legislador español ha consagrado la nueva fórmula propuesta por el gobierno, de acuerdo con la cual los MASC son, ahora y en la ley, los «medios adecuados para la solución de controversias»: resaltamos en el texto el adjetivo, porque es en él en donde se centra nuestra crítica (es verdad que el legislador a veces parece pretender ocultar dicho sesgo al referirse a medios adecuados para resolver controversias «en vía no jurisdiccional»). Aceptar la conveniencia de esta redenominación de los MASC lleva implícita la consideración de todo lo que no sea un MASC como un medio inadecuado para la solución de conflictos, y ello abarca a la propia función jurisdiccional y la labor decisoria de los jueces y magistrados, constitucionalmente reconocida. Y aceptarlo así es negar la legitimidad de todo un poder del Estado, constitucionalmente reconocido en el título VI de nuestra Carta magna (LA LEY 2500/1978), y cuyo ejercicio se atribuye a los tribunales de justicia en régimen de monopolio.
Es verdad que nuestro sistema constitucional admite que el propio Estado, en libre ejercicio de su soberanía, introduzca límites a su propia jurisdicción y autorice que los ciudadanos puedan someter voluntariamente la resolución de sus controversias por cauces alternativos, incluso obligatorios (STC 11/1981 (LA LEY 6328-JF/0000) y las que la siguen), pero siempre a condición de que con ello no se excluya el control jurisdiccional, y siempre en referencia a la tutela de derechos de carácter disponible.
La aplicación de los MASC en los términos que establece la Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025) no implica la exclusión de la jurisdicción –se mantiene, por tanto, dentro de los términos constitucionales—, pero sí se construye desde su consideración como algo menos adecuado que la tutela que se brinda por cauces privados de negociación, y eso no podemos compartirlo.
Fundamentalmente, porque en nuestro sistema, con la excepción del arbitraje, que es concebido como equivalente jurisdiccional y es de libre elección por los sujetos que actúan en el tráfico privado, la más perfecta tutela del Derecho es la que se obtiene a través del proceso y de la labor de jueces y tribunales. La jurisdicción ha sido concebida siempre como una conquista de la civilización, y a pesar de las disfunciones que en ella podamos advertir, no hemos encontrado de momento un medio mejor para resolver una controversia aplicando normas jurídicas, respetando la igualdad procesal y el derecho de defensa de las partes, por un tercero imparcial e independiente.
La confrontación que se desprende en la Ley entre los MASC y la jurisdicción implica una mixtificación de la realidad, toda vez que a través de los MASC nunca será posible obtener una tutela semejante a la jurisdiccional, por mucho que sea negociada y pacífica. Y así se confirma de la equívoca y deliberada mención en la ley al «servicio público de Justicia»: no podemos confundir eso –el «servicio público» de Justicia— con la administración de Justicia, o función jurisdiccional: esta segunda es exclusiva de los jueces y tribunales (art. 117.3 de la Constitución (LA LEY 2500/1978)), por lo que nunca podrá procurarse al ciudadano justicia alguna que no sea impartida por los integrantes del Poder Judicial. El enunciado de la Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025) deliberadamente induce a la confusión, integrando dentro del servicio público de la Justicia instituciones que sí resuelven controversias, pero no mediante la administración de Justicia en el caso concreto. Por tratar de salir de la aporía legal, de lo que se nos habla no es del servicio público de la Justicia cuando se regulan los MASC, sino de un inexistente servicio público de tutela alternativa de los derechos; decimos que inexistente, porque no se trata de un servicio público, sino de una relación de instituciones de carácter privado: a lo sumo, se pretende establecer límites legales y efectividad al ejercicio de una potestad privada de los ciudadanos.
La percepción peyorativa del proceso no es original de la reforma, sino que responde a un movimiento de cierta antigüedad. Como simple muestra, en el Congreso Mundial de Derecho procesal celebrado en Ciudad de México en 2003, tuve ocasión de rebatir una ponencia general en la que se trataba sobre la «huida del proceso», y fomentaba las soluciones alternativas a las controversias jurídicas como solución preferible a la jurisdiccional. En una intervención breve hube de poner de manifiesto mi punto de vista y mi sorpresa por el hecho de que un congreso de procesalistas tuviera como materia de debate la huida de lo que se considera su objeto de estudio y la razón que justifica la misma existencia del Derecho procesal; no mejorarlo, sino huir de él.
Que el proceso judicial, como toda obra humana, tenga defectos, no quiere decir que debamos entenderlo como inadecuado y ontológicamente perjudicial: desde luego, lo ideal sería no tener que llegar a él, pero en la mayoría de las ocasiones en que se llega es porque las partes no han tenido otro remedio, o no han encontrado un instrumento que les ofreciera las garantías más elementales para confiar en la resolución definitiva de su conflicto.
La aplicación de la jurisdicción no es un mal, sino la respuesta al ejercicio de un derecho fundamental
La aplicación de la jurisdicción no es un mal, sino la respuesta al ejercicio de un derecho fundamental: el derecho a la tutela judicial efectiva y a no sufrir indefensión. Y lo que en el proceso se decide lo es por órganos soberanos, imparciales y sometidos al imperio de la ley: garantías que difícilmente se pueden reproducir en ninguna institución de carácter privado, con idéntico rango de intensidad. Como en su momento señaló el procesalista español Miguel Fenech, los males de la Justicia no se deben imputar en exclusiva a factores endógenos del proceso, sino normalmente a elementos exógenos, principalmente por la escasa atención de los responsables del presupuesto público para que funcione con eficiencia y rapidez.
Asimismo, el hecho de denominar a los instrumentos que se describen en la ley como los adecuados, constituye una restricción clara de la autonomía de la voluntad de las partes, dándose a entender tácitamente que los únicos mecanismos viables para alcanzar acuerdos o soluciones negociadas a las controversias son los propuestos entre los arts. 2 (LA LEY 20/2025) y 19 de la Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025), en una evidente restricción de la autonomía de la voluntad de los ciudadanos, para el caso de que seamos capaces de alumbrar otros mecanismos privados diferentes a los legalmente regulados.
Las novedades que propone la Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025) van desde la negociación privada (art. 7), la mediación, con remisión a la regulación completa de la Ley 5/2012 (LA LEY 12142/2012) o normativas autonómicas aplicables (art. 14), la conciliación privada –alternativa a la regulada en la Ley de la jurisdicción voluntaria (LA LEY 11105/2015)— (art. 15), la oferta vinculante confidencial (art. 17), la opinión de persona experta independiente (art. 18) y, de nueva aparición e introducido en el último momento del trámite parlamentario en el Congreso de los Diputados, el «proceso de Derecho colaborativo» (art. 19). Este último es un expediente con denominación equívoca, puesto que el nombre de proceso lo reservamos usualmente para la serie de actos regulados en la ley del que se sirven los tribunales de justicia para ejercer la jurisdicción, esto es, para resolver controversias jurídicas mediante la aplicación de la ley en el caso concreto, de forma irrevocable e irrebatible (con fuerza de cosa juzgada) y con respeto de las más elementales garantías de justicia, incluidas la imparcialidad y la independencia.
Esta circunstancia, aceptada de forma pacífica por los autores desde hace siglos, es desafiada por el art. 19 de la Ley Orgánica 1/2025 (LA LEY 20/2025), habida cuenta de que en él se regula una herramienta extraprocesal dirigida a que las partes pueden encontrar una solución al conflicto jurídico que las enfrenta mediante el acuerdo, a través de un cauce en el que no existe formalmente enfrentamiento jurídico –de forma no contenciosa, por tanto—. Es decir, el «proceso de Derecho colaborativo» a priori no es un proceso, pues en él nada se decide ni concluye mediante resolución de autoridad pública alguna, sino por acuerdo de las partes que se hace constar en un acta final redactada por los profesionales de la abogacía que hayan intervenido en él: es decir, un cauce formal para lo que toda la vida hemos denominado autotutela privada.
V. Conclusión
Concluyo apelando al espíritu crítico del lector, ante esta y ante cualquier novedad legislativa, y agradeciendo su paciencia por haber llegado hasta aquí: lo que se ofrece no es más que una reflexión personal, inevitablemente teñida de las lecturas y experiencia de una persona dedicada a lo largo de toda su vida profesional al estudio y aplicación del Derecho procesal.
Este texto responde a la necesidad de cumplir con uno de los mandatos éticos que se asume todo profesor universitario, que es el de observar la realidad con espíritu crítico y a no aceptar cualquier hecho novedoso que se nos ofrece como si se tratara del bálsamo de fierabrás. La visión crítica que proporciona la universidad es un eficaz contrapeso frente a los entusiasmos, a veces desmedidos, de las novedades y ocurrencias del legislador: algo que desgraciadamente cada vez brilla más por su ausencia en la actividad de la Academia.