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I. Consideraciones generales

La libertad de expresión de los jueces es uno de los temas más discutidos por la doctrina actual en Europa. Se trata de una materia de enorme relevancia por incidir directamente en los principios de independencia, integridad e imparcialidad en la administración de justicia que requiere un estudio detallado. La independencia judicial consagrada en el artículo 117 CE (LA LEY 2500/1978) constituye un principio básico dentro de nuestro Estado de Derecho con el fin de garantizar la democracia y el respeto a los derechos humanos de los ciudadanos. Según lo señalado por varios de los principales estándares de referencia sobre la independencia judicial, la libertad de expresión de los jueces se constituye como un componente fundamental que asegura la autonomía e independencia del poder judicial.

A lo largo de este trabajo, se realiza un examen de la normativa internacional en la materia, así como los pronunciamientos jurisprudenciales más relevantes del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que nos ayudan a comprender el contenido y alcance de este derecho, pudiendo en este momento avanzar que los jueces tienen reconocido el derecho a la libertad de expresión, sin embargo, no puede considerarse como un derecho de carácter absoluto, sino que ha de estar limitado por los propios deberes y responsabilidades inherentes a su profesión.

II. Exposición de la normativa

Con el objetivo de elaborar un marco teórico sobre la libertad de expresión de los jueces, en primer lugar, hemos de acudir a lo dispuesto en los distintos textos internacionales. La libertad de expresión es un derecho humano universalmente reconocido que ha sido reflejado en numerosas declaraciones y tratados internacionales y regionales.

Así, el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (LA LEY 22/1948) (2) recoge el derecho de «todo individuo a la libertad de opinión y de expresión» y apostilla que «este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión». En idéntico sentido, el artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (LA LEY 129/1966) (3) lo reconoce y garantiza su ámbito de aplicación, circunscribiéndolo a la libertad de «buscar, recibir, y difundir informaciones e ideas de toda índole» sin limitación y afirma en el último apartado que no se trata de un derecho absoluto, sino que puede verse restringido en determinadas circunstancias y situaciones (4) . A su vez, este derecho se reconoce en los artículos 1 (5) y 3 (6) de la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (LA LEY 2640/1979) (7) , hecha en Nueva York el 18 de diciembre de 1979; la Observación General 34 (artículo 19) del Comité de Derechos Humanos (8) ; o la Observación General 11 (artículo 20) del Comité de Derechos Humanos (9) .

Ligado a esta normativa, han surgido ciertas propuestas con carácter de soft law (10) con vocación de generalidad, inspiradas en decisiones de tribunales internacionales y que aspiran a convertirse en principios que han de regir la conducta de jueces y magistrados. En el ámbito de la ONU, Los Principios Básicos relativos a la Independencia de la Judicatura (11) son una de las herramientas clave para comprometer a los Estados a tomar medidas que aseguren la autonomía del poder judicial (principio 1). A continuación, proclama la libertad de expresión, creencias, asociación y reunión de los jueces, al igual que los demás ciudadanos, con la única condición de que al ejercer y disfrutar de estos derechos, deben actuar respectando la dignidad de sus funciones y la imparcialidad e independencia del sistema judicial (principio 8). A continuación, en el siguiente principio (9) se prevé el derecho de los jueces de constituir y pertenecer a asociaciones judiciales u otras organizaciones que representen sus intereses, promuevan su desarrollo profesional y protejan su independencia.

Especial mención merecen los Principios de Bangalore sobre Conducta Judicial (12) que, en la disposición 4.6 (13) reconoce a los jueces el derecho a la libertad de expresión y de creencias, derecho de asociación y de reunión, con la salvedad de que «cuando ejerza los citados derechos y libertades, se comportará siempre de forma que preserve la dignidad de las funciones jurisdiccionales y la imparcialidad e independencia de la judicatura». Este compendio de principios aspira a guiar la conducta judicial y fue en el año 2006 cuando el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas aprobó una resolución en la que reconoció que los «Principios de Bangalore» constituían un nuevo desarrollo de los Principios Básicos relativos a la Independencia de la Judicatura aprobados en 1985 por las Naciones Unidas y eran complementarios a ellos. Acto seguido, el Consejo invitó a los Estados a que alentaran a sus respectivas judicaturas a tomar en consideración estos principios al examinar o elaborar normas con respecto a la conducta de los miembros de la judicatura. Uno de los motivos que motivaron su redacción fue la búsqueda de una judicatura acreedora de una integridad encomiable que sirva a la ciudadanía frente a los ataques de derechos y libertades reconocidos en la ley.

A su vez, los Comentarios a los Principios de Bangalore fueron publicados por el Grupo de Integridad Judicial en el año 2007, bajo el patrocinio de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), donde desarrolla la disposición antes mencionada 4.6. Así, se reconoce que «los jueces gozan de derechos en común con los demás ciudadanos», prevé la incompatibilidad de los jueces con ciertas actividades políticas, la recomendación de «ignorar los ataques» a la figura del juez, así como que «no deben participar en polémicas públicas», admitiéndose su participación en debates legales o aquellos que afecten a la judicatura o en otras cuestiones con las que el juez se sienta especialmente comprometido, sin perjuicio de la posibilidad de abstención posterior en caso de ver el propio juez comprometida su imparcialidad. Además, destacamos el Estatuto Universal del Juez (14) , en el marco de la Unión Internacional de Magistrados (15) (UIM) que también proclama la libertad de expresión de los jueces con la salvedad de que esta libertad se ejerza con respecto a la dignidad de su cargo y a la independencia e imparcialidad del Poder Judicial.

Como podemos ver, no sólo se han hecho eco de este derecho los instrumentos internacionales, sino que en el ámbito europeo también contamos con textos que lo han desarrollado. Así, el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (LA LEY 16/1950) (16) , en su artículo 10 (17) prevé que «toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o de comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber injerencia de autoridades públicas y sin consideración de fronteras». Asimismo, el Consejo de Europa y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (18) han previsto un marco normativo con el fin de garantizar la independencia judicial, la libertad de expresión y el derecho a formar asociaciones profesionales.

A su vez, el Consejo Consultivo de Jueces Europeos a la luz de su Dictamen nº3 subraya la importancia de equilibrar la libertad de expresión de los jueces y la necesaria neutralidad. Precisa que, aunque participen de ciertos debates públicos sobre los grandes problemas de la sociedad, se abstengan al menos de una actividad política que pueda comprometer su independencia y atentar contra su imagen de imparcialidad. No obstante, considera adecuado que el juez participe en debates sobre política judicial del Estado y aquellas relativas al funcionamiento de la justicia. Atendiendo al reconocimiento de los derechos de libertad de expresión y de opinión, se permite al juez ejercer ciertos derechos de asociación, sin perjuicio de las reservas en cuanto al derecho de huelga. Por otro lado, el Consejo estima que cualquier otra actividad profesional o fuera del ámbito judicial realizada por los jueces puede estar sujeta a limitaciones si existe el riesgo de que pueda comprometer la imparcialidad e independencia del poder judicial.

En el año 2019, el Relator de las Naciones Unidas presentó un informe al Consejo de Derechos Humanos (19) y reconoció que los jueces y fiscales tienen el deber de «lealtad, reserva y discreción con respecto a su empleador, y se espera que actúen con moderación en el ejercicio de su libertad de expresión en todos los asuntos en los que sea probable que se cuestionen la autoridad y la imparcialidad de la judicatura». En este sentido, la jurisprudencia del TEDH se ha pronunciado con ocasión del caso Kudeshkina c. Rusia (20) , donde hizo hincapié en la necesidad de que los funcionarios públicos, comprendiéndose jueces y magistrados, están obligados por un deber de lealtad y discreción hacia su empleador.

De igual manera, la Carta Europea sobre el Estatuto del Juez (Consejo de Europa) sostiene en el punto 4.2 que los «jueces podrán llevar a cabo libremente actividades ajenas a su mandato, incluyendo las que son expresión de sus derechos como ciudadanos con la única limitación de que estas actividades no sean incompatibles con la confianza en la imparcialidad o independencia del juez o en su disponibilidad para resolver atentamente y dentro de un plazo razonable los asuntos que le correspondan. A continuación, en el 4.3 prohíbe a los jueces realizar cualquier «conducta, acción, o expresión susceptible de afectar de un modo efectivo a la confianza en su independencia e imparcialidad».

En este sentido, la Resolución sobre Ética Judicial del TEDH (21) (2008) ha sido clave para perfilar el contenido y límites del derecho a la libertad de expresión de jueces y magistrados. No se refiere únicamente a su obligación de ejercer su libertad de expresión con respecto a la dignidad de su posición, sino que han de ejercer su función con imparcialidad y garantizarán una apariencia de imparcialidad. Han de abstenerse a la hora de expresarse de manera que pudieran socavar la autoridad del Tribunal o se generen dudas sobre su independencia e imparcialidad.

Y, por último, la Comisión Europea para la Democracia por el Derecho (Comisión de Venecia) se ha dedicado al estudio sobre ejercicio de las libertades fundamentales de los jueces y magistrados en diferentes países. En su Opinión nº806/201552, en el punto 80 refiere que los jueces gozan de libertad de expresión, así como las garantías atenientes a este derecho, si bien, reconoce que dada la particularidad de sus funciones y de su responsabilidad provoca que pueden imponerse limitaciones al ejercicio de este derecho.

En España, podemos destacar los Principios de Ética Judicial, aprobados por el Consejo General del Poder Judicial en sesión celebrada el día 16 de diciembre de 2016. No hacen mención expresa a la libertad de expresión de jueces y magistrados, pero el principio nº19 (22) sí que hace referencia a la posibilidad de los jueces a expresar su reflexiones y opiniones, sin dejar de lado la prudencia con el objetivo de que no quede afectada su apariencia de imparcialidad con sus declaraciones públicas, manteniendo además una reserva respecto de los datos que pueden perjudicar a las partes o al desarrollo del proceso.

La Comisión de Ética Judicial, en Dictamen (Consulta 4/2020) de 14 de enero de 2021, dispuso que las intervenciones de los jueces en «entrevistas, coloquios, participaciones públicas y redes sociales» deben ajustarse al concepto de neutralidad política que impregna los principios de imparcialidad, independencia e integridad. Incide en que la prudencia y moderación son las dos actitudes sobre las que pivota la libertad de expresión de los jueces y magistrados, tanto en los principios del Código ético español como en el ámbito internacional en el marco de los programas de la Organización de Naciones Unidas para promover una cultura de la legalidad y de la integridad judicial dignificando la función.

III. Exposición de la jurisprudencia

Como hemos expuesto en anteriores líneas, la libertad de expresión es un derecho fundamental proclamado para todos los ciudadanos, de manera que también será predicable para los jueces al no existir ninguna restricción en los textos legales o en su propio estatuto que motive una limitación de tal derecho.

No podemos exponer la materia sin referirnos a determinadas resoluciones del TEDH que se consideran esenciales para auxiliarnos en el estudio de la cuestión. Los textos internacionales que han abordado como temática la conducta judicial, relacionan ésta con los principios de imparcialidad e independencia sobre la base del ejercicio de la libertad de expresión de los jueces.

Así, ambos términos de independencia e imparcialidad están íntimamente relacionados, puesto que la independencia deriva del propio estatuto judicial y es una garantía del Estado del Derecho con la consiguiente separación de poderes. La independencia judicial es un principio básico dentro del sistema democrático, asegura el respeto a la democracia y a los derechos humanos. De acuerdo con varios de los principales estándares internacionales sobre independencia judicial, la libertad de expresión de los jueces es un elemento clave para asegurar su autonomía. Por otro lado, la imparcialidad deriva de la independencia, refiriéndose al comportamiento del juez en relación a los asuntos a los que debe resolver. No sólo hablamos de una imparcialidad real, sino que ha de existir una apariencia de imparcialidad, es decir, no sólo serlo, sino también parecerlo.

El primer caso digno de mención es el Wille c. Liechstenstein, de 20 de octubre de 1999 (23) . Esta disputa nació en 1992 cuando se planteó una controversia entre el Príncipe Hans-Adam II de Liechtenstein («el Príncipe») y el Gobierno de Liechtenstein sobre competencias políticas con relación al referéndum sobre la adhesión de Liechtenstein al Espacio Económico Europeo. Cuando se produjeron los hechos, el demandante formaba parte del Gobierno de Liechtenstein. A raíz de un debate en el que se enfrentaron el Príncipe y varios miembros del Gobierno en una reunión celebrada el 28 de octubre de 1992, el caso fue resuelto mediante una declaración común del Príncipe, la Dieta y el Gobierno. El demandante no se presentó a las elecciones legislativas de mayo de 1993 y es en diciembre de ese mismo año cuando fue nombrado presidente del Tribunal Administrativo (Verwaltungs-beschwerde-instanz) de Liechtenstein por un período de tiempo determinado.

El 16 de febrero de 1995, en el marco de una serie de conferencias sobre cuestiones de competencia constitucional y derechos fundamentales, el demandante pronunció una conferencia pública en un instituto de investigación, el Liechtenstein- Institut, con el título «Naturaleza y Funciones del Tribunal Constitucional de Liechtenstein». En el curso de esta conferencia, el demandante expresó la opinión de que el Tribunal Constitucional tenía competencia para resolver sobre «la interpretación de la Constitución en caso de desacuerdo entre el Príncipe (el Gobierno) y la Dieta». La prensa local se hizo eco de esta conferencia.

Posteriormente, el 27 de febrero de 1995, el Príncipe dirigió una carta al demandante con referencia a dicha conferencia en la que expresaba su desacuerdo con la declaración del señor Wille sobre la competencia del Tribunal Constitucional y mencionaba, además, la controversia política anterior. A continuación, el Príncipe afirmaba tener razones para creer que el demandante no se consideraba vinculado por la Constitución y defendía opiniones que, manifiestamente, eran contrarias a la Constitución. En consecuencia, el interesado era no apto para desempeñar funciones públicas. En esta situación, el Príncipe deseaba informarle con tiempo que se negaría a nombrarlo para cualquier cargo público si nuevamente era propuesto por la Dieta o por cualquier otra institución pública. El 20 de marzo de 1995, el demandante justificaba su opinión jurídica y denunciaba que el anuncio del Príncipe vulneraba su derecho a la libertad de expresión y a la libertad de cátedra. En otra carta de 4 de abril de 1995, el Príncipe respondía al demandante que le había comunicado lo antes posible su decisión mediante misiva personal con la intención de evitar un debate público. En abril de 1997, la Dieta de Liechtenstein propuso renovar al demandante en sus funciones de presidente del Tribunal Administrativo. Sin embargo, el Príncipe rechazó su nombramiento.

El TEDH consideró que la carta del Príncipe de fecha 27 de febrero de 1995, puede interpretarse como una injerencia en el ejercicio por el demandante de su derecho a la libertad de expresión. El Tribunal no suscribe, por tanto, el argumento del Gobierno de que las cartas del Príncipe se circunscribían al ámbito de la correspondencia privada y no constituían actos de Estado y recuerda que tal injerencia supone la violación del artículo 10, salvo si se puede demostrar que estaba «prevista por la ley», perseguía uno o varios fines legítimos a los efectos del artículo 10.2 y era «necesaria dentro de una sociedad democrática» para lograr dichos fines. Sin embargo, precisa que aun suponiendo que la injerencia estuviera prevista por la ley y persiguiera un fin legítimo, a saber, el mantenimiento del orden público, garantizar la paz civil y preservar la independencia y la imparcialidad del orden judicial, como sostiene el Gobierno, el Tribunal considera, sin embargo, que no era «necesaria dentro de una sociedad democrática». Para apreciar si la medida adoptada por el Príncipe en reacción a la declaración hecha por el demandante respondía a una «necesidad social apremiante» y era «proporcionada al fin legítimo perseguido», el Tribunal debe examinar a la luz del caso en su conjunto otorgando especial importancia al cargo desempeñado por el demandante, a su declaración, a las circunstancias en las que se formuló y a la reacción que provoco. Así, el Tribunal observa que el demandante era, en la época de los hechos, un magistrado de alto rango y estima que cuando la libertad de expresión de personas que ocupan tales cargos se encuentra en juego, los «deberes y responsabilidades» contemplados en el artículo 10.2 revisten una importancia particular; en efecto, cabe esperar de los funcionarios del orden jurisdiccional que muestren cierta mesura en el ejercicio de su libertad de expresión en todos los casos en donde la autoridad y la imparcialidad del poder judicial puedan ser puestas en entredicho.

No obstante, el Tribunal estima que cualquier vulneración de la libertad de expresión de un magistrado en la situación del demandante exige de su parte un escrutinio minucioso. Además, dicho tribunal observa que la conferencia pronunciada por el demandante el 16 de febrero de 1995 formaba parte de una serie de conferencias universitarias sobre cuestiones de competencia constitucional y derechos fundamentales. Al tratar sobre ciertos puntos de Derecho constitucional y, más particularmente, sobre la cuestión de si uno de los poderes soberanos del Estado estaba sometido a la jurisdicción de un Tribunal Constitucional, dicha conferencia tenía obviamente implicaciones políticas. El Tribunal considera, no obstante, que este solo elemento no podía legítimamente impedir al demandante formular comentarios sobre el caso. La opinión expresada por el demandante no puede calificarse de proposición indefendible, puesto que es compartida por un número considerable de personas en Liechtenstein y, por otra parte, no podría afirmarse que durante la conferencia el demandante comentara casos en curso, criticara duramente a personas o instituciones públicas, o injuriase a altos funcionarios o al Príncipe.

De este modo, el Tribunal considera que la reacción del Príncipe, expresada en su carta de 27 de febrero de 1995, se basaba en conclusiones generales extraídas de la conducta que había adoptado el demandante cuando era miembro del Gobierno, en concreto, en el conflicto político de 1992, y de su breve declaración, tal y como fue reflejada por la prensa, sobre una cuestión constitucional precisa, pero objeto de controversia, de competencia jurisdiccional. No se mencionó ningún incidente que pueda sugerir que la opinión vertida por el demandante en la conferencia en cuestión haya tenido repercusión alguna en el desempeño de sus funciones como presidente del Tribunal Administrativo o en cualquier procedimiento pendiente o inminente. El Tribunal concluye que la injerencia litigiosa no era «necesaria en una sociedad democrática» y que ha habido violación del artículo 10 del Convenio.

En segundo lugar, destacamos el caso Baka c. Hungría (24) , donde la Gran Sala confirmó la decisión adoptada por parte de su Sección Segunda. El demandante, en el momento de los hechos, era presidente del Consejo Nacional de Justicia y presidente del Tribunal Supremo de Hungría y tenía entre sus funciones la de expresar su opinión sobre los proyectos legislativos que afectaran a la judicatura. Dado lo anterior y tras expresar su opinión sobre ciertas reformas que afectaban a la judicatura —la anulación de sentencias ya dictadas; la edad de jubilación de los jueces; el procedimiento penal, y la organización y administración de los tribunales—, determinados grupos parlamentarios optaron por finalizar su mandato como presidente del Tribunal Supremo, tras mostrarse especialmente beligerantes con él, siendo relevado tres años y medio antes de la expiración de su cargo, tras acusaciones acusándole incluso de pretender quebrar la división de poderes y de haber vulnerado el principio de neutralidad política que debe presidir toda actuación llevada a cabo por un juez.

El TEDH entendió que se había vulnerado su derecho a la libertad de expresión, puesto que, atendiendo a su cargo, el demandante no solo tenía el derecho sino también el deber de manifestarse sobre las reformas normativas promovidas por el legislador, sin que las críticas excedieran el ámbito propiamente profesional. Además, el TEDH entiende que su cese también vulnera el principio de inamovilidad de los jueces y, por extensión, la independencia del Poder Judicial. En concreto, estima que con su relevo se estaba atacando la división de poderes característica del Estado democrático liberal y afirma que la destitución del magistrado puede producir también un indeseable efecto disuasorio en los demás jueces, respecto a su intervención en aquellos debates públicos sobre reformas legislativas que puedan afectar al Poder Judicial.

El tercer caso es el Pitkevich c. Rusia, de 8 de febrero de 2001. En este asunto una jueza pertenecía a la Unión de las Iglesias Evangélicas de Rusia. Se acordó su cese como jueza tras tramitar un expediente disciplinario y ser acusada de llevar a cabo acciones de publicidad y proselitismo en favor de la secta a la que pertenecía. Tal y como se desprende de la documentación obrante en el caso, parece que al inicio de las vistas rezaba públicamente siguiendo sus ritos, se dedicaba a reclutar para su Iglesia a diferentes funcionarios judiciales e incluso llegó a prometer a algunos justiciables un resultado judicial favorable si se unían a su congregación.

La jueza acudió al TEDH, el cual, inadmitió la demanda y entre sus principales argumentos alegó: a) la importancia del papel de los jueces en una sociedad democrática, b) la apariencia de parcialidad del juez al hacer múltiples referencias a la moralidad de las partes, c) su reclamación giraba en torno a su afectación como jueza y no en su vida privada —en la que se expresaba libremente—, y d) las actividades probadas afectaron a su actuación como jueza al ubicar en posición preferente sus creencias religiosas frente a su profesión. Se afirma que se aprovechó de su condición de magistrada para llevar a cabo acciones de publicidad y proselitismo religioso y no se le sancionó por profesar determinadas creencias religiosas.

En dicha resolución se pone de manifiesto la imparcialidad del juez y el derecho a su libertad de expresión de sus creencias religiosas. El TEDH efectúa una ponderación entre los intereses estatales frente a las decisiones judiciales impregnadas por las ideas religiosas del juez y menciona el principio 6.1 de los Principios de Bangalore que exige al juez que las obligaciones judiciales primen sobre el resto de sus actividades, lo que incluye también el ejercicio de sus derechos religiosos. Considera el TEDH que actuaciones lesionan la apariencia de imparcialidad, aminoran el prestigio de la institución y ponen en cuestión la autoridad judicial.

Con ocasión del caso Kayasu c. Turquía, de 13 de noviembre de 2008, el TEDH concluyó que todo ataque dirigido a la libertad de expresión de un juez ha de ser examinado cuidadosamente y de forma individualizada.

De forma paralela, este mismo tribunal también se ha pronunciado en supuestos de críticas efectuadas por un magistrado frente a otros. Aquí apreciamos un doble criterio: por un lado, la postura que considera que la sociedad debe conocer el funcionamiento anormal de la Administración de Justicia, como ocurre en la STEDH de 26 de febrero de 2009 (LA LEY 365286/2009), caso Kudeshkina c. Rusia (JUR 2009\86101).Y, por otro lado, la que estima que la confianza de la ciudadanía en el Poder Judicial es primordial, existiendo un deber de reserva de los magistrados al efectuar críticas hacia sus pares (STEDH de 9 de julio de 2013 (LA LEY 130106/2013), caso Di Giovanni c. Italia (JUR 2013\250366 o STEDH de 7 de diciembre de 2010 (LA LEY 243857/2010), caso Poyraz c. Turquía (JUR 2010\396595).

De igual manera, constan pronunciamientos que niegan a los jueces legitimación para responder a provocaciones realizadas en medios de comunicación (STEDH de 16 de septiembre de 1999 (LA LEY 214242/1999), caso Buscemi c. Italia (TEDH 1999\35), si bien, afirma que será preciso proteger a los magistrados ante abusos periodísticos (STEDH de 26 de abril de 1995 (LA LEY 29494/1995), caso Prager y Oberschlick c. Austria (TEDH 1995\12).

IV. Conclusiones

La independencia judicial engloba el derecho de los jueces a ejercer su libertad de expresión de manera autónoma. Al igual que para todos los ciudadanos, este derecho no es absoluto y se imponen ciertos límites derivados del respeto a los derechos de los demás sin perjuicio de los derivados del propio ejercicio de su profesión.

En un sistema democrático, el ejercicio de la libertad de expresión por parte del juez tiene dos dimensiones: a) la externa, que se refiere a la protección del Estado de derecho y a la relación del juez con la sociedad en la que se encuentra, con el fin de garantizar su independencia, lo que implica la recusación, b) la interna, que consiste en la valoración que el propio juez hace de su situación frente al litigio, especialmente después de haber ejercido su libertad de expresión en relación con el proceso, lo que lleva a la abstención.

En este sentido, el TEDH ha aplicado un «test objetivo y subjetivo» con el fin de evaluar cómo el juez ejerce su derecho a la libertad de expresión y cómo ese ejercicio puede afectar su imparcialidad, equiparada a la ausencia de prejuicio. Una perspectiva subjetiva, consistente en examinar la convicción personal de un juez en un caso específico, y la objetiva, que implica verificar si el juez proporciona garantías suficientes para eliminar cualquier duda legítima sobre su imparcialidad.

Resulta lógico pensar que aquel que ejerce su libertad de expresión ha de enfrentarse a las consecuencias que se deriven de su propio ejercicio, sin embargo, no podemos considerar que toda expresión vertida por un juez sobre ciertas convicciones políticas, económicas, culturales o sociales implique generar dudas razonables en torno a su imparcialidad por haberse posicionado previamente sobre una cuestión particular, haciendo uso de su libertad de expresión. La capacidad de emitir pensamientos de carácter político y público no debe apreciarse como una amenaza a la imparcialidad judicial, sino como una muestra del derecho de los jueces a participar en el debate social. Es fundamental entender que la independencia e imparcialidad judicial no debe implicar la supresión de las opiniones personales de los jueces, sino en la obligación de tomar decisiones basadas exclusivamente en la ley en base al artículo 117 CE. (LA LEY 2500/1978)

El derecho a la libertad de expresión de los jueces presenta una doble justificación (25) : por un lado, se muestra como un atributo inherente por el hecho de ser personas, y por otro, se apoya en la necesidad de garantizar la imparcialidad e independencia del Poder Judicial, así como promover su aportación al desarrollo democrático de las sociedades.

Es natural que los jueces posean opiniones diversas sobre asuntos políticos o de otra índole, sin embargo, no puede considerarse que esto comprometa seriamente su imparcialidad en el ejercicio de sus funciones. Limitar su capacidad para expresarse públicamente sobre estos temas podría no sólo ser un atentado contra la libertad de expresión, sino también contra su identidad y su capacidad para participar activamente en el discurso público. Los jueces, como cualquier otro ciudadano, tienen el derecho de ser partícipes de la vida política, sin que ello afecte a su capacidad para desempeñar su labor en el ámbito judicial. Jueces y magistrados integran el denominado «tercer poder» del Estado, sirviendo su actuación de control a los otros dos poderes: legislativo y ejecutivo, lo que conlleva, en ocasiones, la necesidad de intervenir en el debate público con el fin de salvaguardar la protección de los derechos y libertades de los ciudadanos.

Por si fuera necesario recordarlo, la imparcialidad no implica la eliminación de opiniones particulares, sino la capacidad de separar esas opiniones de la función de juzgar. El hecho de permitir que los jueces mantengan distintas convicciones es un reflejo de su autonomía e independencia, dos valores que son esenciales para el sistema judicial. Por ello, estimamos que los ataques a la libertad de expresión de los jueces han de ser cuidadosamente examinados y estudiados caso por caso. En el caso de los jueces, dada la relevancia de su función (117 CE) podemos afirmar que el ejercicio de este derecho estará supeditado a los deberes y responsabilidades derivados de su profesión.

Ha de protegerse la libertad de expresión de los jueces, puesto que, de lo contrario, se genera desconfianza de la ciudadanía hacia el Poder Judicial, así como se permite crear una novedosa situación en la que la justicia quede supeditada a un sistema de vigilancia constante de sus opiniones. La imparcialidad judicial y su apariencia de imparcialidad son el límite principal al ejercicio de la libertad de expresión. La confianza ciudadana es fundamental para el Poder Judicial y ésta únicamente se mantiene cuando jueces y magistrados actúan de forma imparcial. Por consiguiente, la independencia judicial, la imparcialidad y su apariencia conforman límites básicos de la libertad de expresión de los jueces. No hemos de pasar por alto que la legitimidad del poder judicial depende de la confianza que la ciudadanía tenga en él. Por lo tanto, no es suficiente con que los jueces actúen de manera imparcial e independiente, sino que es necesario que la sociedad perciba que realmente lo hacen.

Para el caso de apreciar sospechas de parcialidad en la actuación de un juez o magistrado se prevén en el artículo 219 LOPJ (LA LEY 1694/1985) las causas de abstención y recusación que se conciben como un mecanismo de protección del Estado de Derecho que comprende la independencia del Poder Judicial y garantizan frente a la sociedad la imparcialidad de sus integrantes, si bien, no deben convertirse en una sanción tras hacer uso de la libertad de expresión.

En definitiva, la libertad de expresión es un derecho que debe ser garantizado a los jueces como a cualquier otro ciudadano. Imponer limitaciones más allá de las mencionadas podría comprometer la confianza en la justicia y poner en peligro los derechos fundamentales en una sociedad democrática. La verdadera imparcialidad se refleja en el proceso de toma de decisiones, no en la supresión de las opiniones personales. Por tanto, la libertad de expresión de los jueces no debe ser vista como un obstáculo para la justicia, sino como un derecho que, bien gestionado, no afecta en absoluto a su imparcialidad y su responsabilidad de juzgar con arreglo exclusivo a la ley.

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