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I. ¿Qué es la Inteligencia Artificial?

La respuesta a esta pregunta introductoria hunde sus raíces en la misma historia.

El concepto de inteligencia en la IA ha evolucionado en el tiempo, recogiendo en sí mismo una multiplicidad de ideas provenientes de varias disciplinas. Si bien tiene raíces que se remontan a algunos siglos atrás, un momento importante de este desarrollo se produjo en el año 1956, cuando el informático estadounidense John McCarthy organizó un congreso veraniego en la Universidad de Dartmouth para afrontar el problema de la «Inteligencia Artificial», definido como «hacer una máquina capaz de mostrar un comportamiento que se calificaría de inteligente si fuera un ser humano quien lo produjera». El congreso lanzó un programa de investigación destinado a utilizar máquinas para realizar tareas típicamente asociadas al intelecto humano y al comportamiento inteligente.

Desde entonces, la investigación en este sector ha progresado rápidamente, llevando al desarrollo de sistemas complejos capaces de llevar a cabo tareas muy sofisticadas. Estos sistemas de la llamada «IA débil» (narrow AI) están, generalmente, diseñados para desarrollar tareas limitadas y específicas, como traducir de una lengua a otra, prever la evolución de una tormenta, clasificar imágenes, ofrecer respuestas a preguntas, o generar imágenes a petición del usuario. Si bien en el campo de estudios de la IA se encuentra todavía una variedad de definiciones de «inteligencia», la mayor parte de los sistemas contemporáneos, en particular aquellos que usan el aprendizaje automático, se basa sobre inferencias estadísticas más que sobre deducciones lógicas. Analizando grandes conjuntos de datos con el objetivo de identificar patrones, la IA puede «predecir» los efectos y proponer nuevas vías de investigación, imitando así ciertos procesos cognitivos típicos de la capacidad humana de resolución de problemas. Tal logro ha sido posible gracias a los progresos de la tecnología informática (como las redes neuronales, el aprendizaje automático no supervisado y los algoritmos evolutivos) junto con las innovaciones en equipamiento (como los procesadores especializados). Estas tecnologías permiten a los sistemas de IA de responder a diferentes tipos de estímulos procedentes de los seres humanos, de adaptarse a nuevas situaciones e incluso ofrecer soluciones novedosas no previstas por los programadores originales.

Debido a estos rápidos avances, muchos trabajos que antes se realizaban exclusivamente por personas se confían ahora a la IA. Estos sistemas pueden complementar o incluso sustituir las capacidades humanas en muchos ámbitos, sobre todo en tareas especializadas como el análisis de datos, el reconocimiento de imágenes y el diagnóstico médico. Si bien cada aplicación de la IA «débil» se adapta para una tarea específica, muchos investigadores esperan llegar a la llamada «Inteligencia Artificial General» (Artificial General Intelligence, AGI), es decir a un único sistema, el cual, operando en todos los ámbitos cognitivos, sería capaz de realizar cualquier tarea al alcance de la mente humana. Algunos sostienen que una tal IA podría un día alcanzar el estado de «superinteligencia», sobrepasando la capacidad intelectual humana, o contribuir a la «superlongevidad» gracias a los progresos de las biotecnologías. Otros temen que estas posibilidades, por hipotéticas que sean, eclipsen un día a la propia persona humana, mientras que otros acogen con satisfacción esta posible transformación.

En el contexto de la IA, la inteligencia se entiende en un sentido funcional

Subyacente a estas y otras muchas opiniones sobre el tema, existe una presunción implícita de que la palabra «inteligencia» debe utilizarse del mismo modo para referirse tanto a la inteligencia humana como a la IA. Sin embargo, esto no parece reflejar el alcance real del concepto. En lo que respecta al ser humano, la inteligencia es de hecho una facultad relativa a la persona en su conjunto, mientras que, en el contexto de la IA, se entiende en un sentido funcional, asumiendo a menudo que las actividades características de la mente humana pueden descomponerse en pasos digitalizados, de modo que incluso las máquinas puedan replicarlas.

Esta perspectiva funcional queda ejemplificada en el Test de Turing, por el cual una maquina debe ser considerada «inteligente» si una persona no es capaz de distinguir su comportamiento de otro ser humano. En particular, en este contexto, la palabra «comportamiento» se refiere a tareas intelectuales específicas, mientras que no tiene en cuenta la experiencia humana en toda su amplitud, que comprende tanto las capacidades de abstracción y las emociones, la creatividad, el sentido estético, moral y religioso, abrazando toda la variedad de manifestaciones de las que es capaz la mente humana. De ahí que, en el caso de la IA, la «inteligencia» de un sistema se evalúe, metodológica pero también reduccionistamente, en función de su capacidad para producir respuestas adecuadas, es decir, las que se asocian a la razón humana, independientemente de la forma en que se generen dichas respuestas.

Sus características avanzadas confieren a la IA capacidades sofisticadas para llevar a cabo tareas, pero no la de pensar. Esta distinción tiene una importancia decisiva, porque el modo como se define la «inteligencia» va, inevitablemente, a determinar la comprensión de la relación entre el pensamiento humano y dicha tecnología. Para darse cuenta de ello, hay que recordar que la riqueza de la tradición filosófica y de la teología cristiana ofrece una visión más profunda y completa de la inteligencia, que a su vez es central en la enseñanza de la Iglesia sobre la naturaleza, la dignidad y la vocación de la persona humana.

II. La IA desde el punto de vista ético

Hay que llamar la atención sobre la importancia de la responsabilidad moral basada en la dignidad y la vocación de la persona. Este principio es válido también para las cuestiones relativas a la IA. En este ámbito, la dimensión ética es primordial, ya que son las personas las que diseñan los sistemas y determinan para qué se utilizan. Entre una máquina y un ser humano, sólo este último es verdaderamente un agente moral, es decir, un sujeto moralmente responsable que ejerce su libertad en sus decisiones y acepta las consecuencias de las mismas; sólo el ser humano está en relación con la verdad y el bien, guiado por la conciencia moral que le llama a «amar y practicar el bien y que debe evitar el mal», certificando «la autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída»; sólo el ser humano puede ser lo suficientemente consciente de sí mismo como para escuchar y seguir la voz de la conciencia, discerniendo con prudencia y buscando el bien posible en cada situación. En realidad, esto también pertenece al ejercicio de la inteligencia por parte de la persona.

Como cualquier producto del ingenio humano, la IA también puede orientarse hacia fines positivos o negativos. Cuando se utiliza de manera que respete la dignidad humana y promueva el bienestar de los individuos y las comunidades, puede contribuir favorablemente a la vocación humana. Sin embargo, como en todas las esferas en las que los seres humanos están llamados a tomar decisiones, la sombra del mal también se extiende aquí. Allí donde la libertad humana permite la posibilidad de elegir lo que es malo, la valoración moral de esta tecnología depende de cómo sea orientada y empleada.

Ahora bien, no son sólo los fines, sino también los medios empleados para alcanzarlos los que son éticamente significativos; también son importantes la visión global y la comprensión de la persona integrada en tales sistemas. Los productos tecnológicos reflejan la visión del mundo de sus creadores, propietarios, usuarios y reguladores, y con su poder «modelan el mundo y comprometen a las conciencias en el ámbito de los valores». A nivel social, algunos avances tecnológicos también podrían reforzar relaciones y dinámicas de poder que no se ajustan a una visión correcta de la persona y la sociedad.

La inteligencia humana desempeña un papel crucial no solo en el diseño y en la producción de la tecnología, sino también a la hora de orientar su uso en función del bien auténtico de la persona.

Por eso, tanto los fines como los medios utilizados en una determinada aplicación de la IA, así como la visión global que encarna, deben evaluarse para garantizar que respetan la dignidad humana y promueven el bien común. De hecho, como ha dicho el Papa Francisco, la «dignidad intrínseca de todo hombre y mujer» debe ser «el criterio clave para evaluar las tecnologías emergentes, que revelan su positividad ética en la medida en que contribuyen a manifestar esa dignidad y a incrementar su expresión, en todos los niveles de la vida humana», incluida la esfera social y económica. En este sentido, la inteligencia humana desempeña un papel crucial no solo en el diseño y en la producción de la tecnología, sino también a la hora de orientar su uso en función del bien auténtico de la persona. La responsabilidad de ejercer sabiamente esta gestión corresponde a cada nivel de la sociedad, bajo la guía del principio de subsidiariedad y de los demás principios de la Doctrina Social de la Iglesia.

El propio Anteproyecto de ley para el buen uso y la gobernanza de la inteligencia artificial, elaborado por la Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial, del Ministerio para la Transformación Digital y de la Función Pública, se refiere en su preámbulo a que «En 2020, fue presentado el plan estratégico España Digital 2025, luego actualizado a España Digital 2026, con el objetivo de llevar a cabo el proceso de transformación digital del país. De este plan formaba parte, en el eje 9 "Economía de dato e Inteligencia Artificial", la Estrategia Nacional de Inteligencia Artificial (ENIA), publicada ese mismo año ampliándose, paralelamente, el alcance de sus medidas con el Componente 16 del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (LA LEY 9394/2021). La ENIA ya definía dentro de su objetivo estratégico "Establecer un marco ético y normativo que refuerce la protección de los derechos individuales y colectivos, a efectos de garantizar la inclusión y el bienestar social", poniendo el foco en la necesidad de desarrollar un trabajo normativo que permita regular el uso de la IA basándose en principios éticos.»

III. El riesgo de incurrir en la antropomorfización de la IA

La antropomorfización de la IA plantea problemas particulares para el crecimiento de los niños, que pueden sentirse alentados a desarrollar patrones de interacción que entiendan las relaciones humanas de forma utilitaria, como es el caso de los chatbots. Tales enfoques corren el riesgo de inducir a los más jóvenes a percibir a los profesores como dispensadores de información y no como maestros que les guían y apoyan en su crecimiento intelectual y moral. Las relaciones auténticas, arraigadas en la empatía y en un compromiso leal con el bien del otro, son esenciales e insustituibles para fomentar el pleno desarrollo de la persona. Relaciones genuinas, enraizadas en la empatía y con un compromiso leal por el bien del otro, son esenciales e insustituibles para favorecer el pleno desarrollo de la persona.

En este contexto, es importante aclarar —aunque con frecuencia se recurre a una terminología antropomórfica— que ninguna aplicación de la IA es capaz de sentir de verdad empatía. Las emociones no se pueden reducir a expresiones faciales o frases generadas en respuesta a las peticiones del usuario; en cambio, las emociones se entienden en el modo como una persona, en su totalidad, se relaciona con el mundo y con su propia vida, con el cuerpo que juega un papel central. La empatía requiere la capacidad de escuchar, de reconocer la irreductible singularidad del otro, de acoger su alteridad y, también, de comprender el significado de sus silencios. En contraste con la esfera de los juicios analíticos, donde predomina la IA, la verdadera empatía existe en la esfera relacional. Pone en tela de juicio la percepción y la apropiación de la experiencia del otro, al tiempo que mantiene la distinción de cada individuo. Aunque la IA puede simular respuestas empáticas, los sistemas artificiales no pueden reproducir la naturaleza personal y relacional de la empatía genuina.

Por lo tanto, siempre se debería evitar representar, en modo equivocado, a la IA como una persona, y hacerlo con fines fraudulentos constituye una grave violación ética que podría erosionar la confianza social. Del mismo modo, utilizar la IA para engañar en otros contextos —como la educación o las relaciones humanas, incluida la esfera de la sexualidad— deben considerarse inmoral y requiere una cuidadosa vigilancia para prevenir posibles daños, mantener la transparencia y garantizar la dignidad de todos.

En un mundo siempre más individualista, algunos recurren a la IA en busca de relaciones humanas profundas, de simple compañía o incluso de relaciones afectivas. Sin embargo, aun reconociendo que los seres humanos están hechos para experimentar relaciones auténticas, hay que reiterar que la IA solo puede simularlas. Estas relaciones con otros seres humanos son parte integrante del modo como una persona humana crece hasta convertirse en lo que está destinada a ser. Por tanto, si la IA es usada para favorecer contactos genuinos entre las personas, puede contribuir positivamente a la plena realización de la persona; por el contrario, si en lugar de esas relaciones y de la vinculación con Dios se sustituyen las relaciones por los medios tecnológicos, corremos el riesgo de sustituir la auténtica esencia de la relación interpersonal por un simulacro sin vida. En lugar de replegarnos en mundos artificiales, estamos llamados a implicarnos de manera seria y comprometida con la realidad, hasta el punto de identificarnos con los pobres y los que sufren, para consolar a quien está en el dolor y crear lazos de comunión con todos.

IV. La IA y su repercusión en la esfera del trabajo

Otro ámbito en el que el impacto de la IA ya se deja sentir profundamente es el mundo del trabajo. Como en muchos otros ámbitos, está provocando transformaciones sustanciales en muchas profesiones con efectos diversos. Por un lado, la IA tiene el potencial de aumentar las competencias y la productividad, ofreciendo la posibilidad de crear puestos de trabajo, permitiendo a los trabajadores concentrarse en tareas más innovadoras y abriendo nuevos horizontes a la creatividad y la inventiva.

Sin embargo, mientras la IA promete impulsar la productividad haciéndose cargo de tareas ordinarias, a menudo los trabajadores se ven obligados a adaptarse a la velocidad y las exigencias de las máquinas, en lugar de que estas últimas estén diseñadas para ayudar a quienes trabajan. Así, contrariamente a los beneficios anunciados de la IA, los enfoques actuales de la tecnología pueden, paradójicamente, desespecializar a los trabajadores, someterlos a una vigilancia automatizada y relegarlos a tareas rígidas y repetitivas. La necesidad de seguir el ritmo de la tecnología puede erosionar el sentido de la propia capacidad de obrar de los trabajadores y ahogar las capacidades innovadoras que están llamados a aportar en su trabajo.

La IA está eliminando la necesidad de ciertas tareas que antes realizaban los seres humanos. Si se utiliza para sustituir a los trabajadores humanos en lugar de acompañarlos, existe «el riesgo sustancial de un beneficio desproporcionado para unos pocos a costa del empobrecimiento de muchos». Además, a medida que la IA se hace más poderosa, también existe el peligro asociado de que el trabajo pierda su valor en el sistema económico. Esta es la consecuencia lógica del paradigma tecnocrático: el mundo de una humanidad supeditada a la eficacia, en el que, en última instancia, hay que recortar el coste de esa humanidad. En cambio, las vidas humanas son preciosas en sí mismas, más allá de su rendimiento económico. El Papa Francisco constata que, como consecuencia de este paradigma, hoy en día «no parece tener sentido invertir para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida». Y debemos concluir con él que «no podemos permitir que una herramienta tan poderosa e indispensable como la inteligencia artificial refuerce tal paradigma, sino que más bien debemos hacer de la inteligencia artificial un baluarte precisamente contra su expansión».

Por esto, está bien recordar siempre que «el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario». Por lo tanto, el trabajo humano debe estar no sólo al servicio del beneficio, sino «del hombre, del hombre integral, teniendo en cuanta sus necesidades materiales y sus exigencias intelectuales, morales, espirituales y religiosas».

En este contexto, la Iglesia reconoce cómo el trabajo es «no sólo […] un modo de ganarse el pan», sino también «una dimensión irrenunciable de la vida social» y «un cauce para el crecimiento personal, para establecer relaciones sanas, para expresarse a sí mismo, para compartir dones, para sentirse corresponsable en el perfeccionamiento del mundo, y en definitiva para vivir como pueblo».

Y es que como se recoge en la encíclica de Juan Pablo II «Laborem exercens», de 14 de septiembre de 1981, «El trabajo está en función del hombre y no el hombre en función del trabajo». Con dicha conclusión se llega justamente a reconocer la preeminencia del significado subjetivo del trabajo sobre el significado objetivo.

El trabajo es «parte del sentido de la vida en esta tierra, camino de maduración, de desarrollo humano y de realización personal», «no debe buscarse que el progreso tecnológico reemplace cada vez más el trabajo humano, con lo cual la humanidad se dañaría a sí misma», más bien, hay que esforzarse por promoverla.

Desde este punto de vista, la IA debe ayudar al juicio humano y no sustituirlo, del mismo modo que nunca debe degradar la creatividad ni reducir a los trabajadores a meros «engranajes de una máquina». Por tanto, «el respeto de la dignidad de los trabajadores y la importancia de la ocupación para el bienestar económico de las personas, las familias y las sociedades, la seguridad de los empleos y la equidad de los salarios deberían constituir una gran prioridad para la comunidad internacional, a medida que estas formas de tecnología se van introduciendo cada vez más en los lugares de trabajo».

V. A modo de sucinta conclusión

Llegados a este punto, la cuestión se contrae a responder si hemos de vivir centrados y sometidos a la tecnología, al punto de irnos apartándonos de nuestra innata capacidad de raciocinio, de la libertad de pensamiento y de obra que caracterizan al ser humano, delegándolo indiscriminadamente, bien sea por comodidad, eficiencia o interés, propio o ajeno, en una serie de algoritmos, secuencias y estadísticas que suplen —o pretenden suplir— la inteligencia humana.

Inteligencia humana que deriva del previo conocimiento de las cosas que nos rodean. Tal ocurrió con Descartes, al proponer el Cogito, ergo sum y con Kant, al establecer lo que puede llamarse el «plano trascendental».

Pero quizás, por tal razón, partimos de una premisa errónea, y es que lo que denominamos Inteligencia Artificial no es más que la tecnología aplicada a la necesidad, partiendo del convencimiento de que la inteligencia es una facultad humana, consistente en entender y razonar, en la que se integra la inteligencia emocional, esto es, la capacidad de percibir y controlar los propias emociones, acomodándose al entorno y posibilitando que el hombre se relacione e interactúe con los demás; mientras que la inteligencia artificial comporta la capacidad de una máquina o de un programa, ideado y fabricado por el hombre —su único y verdadero creador— para ejecutar funciones propias de la inteligencia humana, especialmente el aprendizaje y el auto perfeccionamiento. Así pues, repárese que se limita a ejecutar aquello que previamente el hombre ha ideado, de lo que se colige el control que el hombre ejerce sobre la tecnología creada.

Quizá la solución venga de la mano de que nuestros sentimientos, nuestra capacidad emotiva, de reacción ante las emociones, no puede transmitirse ni implantarse en una máquina, aunque adopte una forma e imagen humana.

El mismo documento transcrito se refiere a que, como observó el escritor católico francés Georges Bernanos hace muchos años, «el peligro no reside en la multiplicación de las máquinas, sino en el número cada vez mayor de hombres acostumbrados desde la infancia a no desear más que lo que las máquinas pueden proporcionarles». El reto es tan real hoy como entonces, ya que el rápido avance de la digitalización conlleva el riesgo del «reduccionismo digital», por el que las experiencias no cuantificables se dejan de lado y luego se olvidan, o se consideran irrelevantes porque no pueden calcularse en términos formales.

La IA sólo debe utilizarse como una herramienta complementaria de la inteligencia humana y no sustituir su riqueza

De este modo, la IA sólo debe utilizarse como una herramienta complementaria de la inteligencia humana y no sustituir su riqueza. Cultivar aquellos aspectos de la vida humana que van más allá del cálculo es de crucial importancia para preservar una «auténtica humanidad», que «parece habitar en medio de la civilización tecnológica, casi imperceptiblemente, como la niebla que se filtra bajo la puerta cerrada»

Solo desde un plano moral, respetuoso con lo que representa y cómo se proyecta el hombre, sabiendo discernir la necesidad de lo superfluo, y aplicando las nuevas tecnologías con criterios de eficiencia al margen de la razón cartesiana, podremos encauzar la IA como una herramienta útil y respetuosa con la inteligencia emocional.

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