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Durante siglos cada reina madre dirigió su propio hormiguero. Eran monarcas que reinaban en soledad compartida con una pequeña corte de obreras diligentes y princeps de la seguridad jurídica que gobernaban las galerías, además de los inevitables zánganos honorarios con toga y puñetas. Fueron cientos de años en los que por la multitud colonias, bien organizadas y jerarquizadas entre sí, el néctar fluía ordenado, se mantenían limpias la mayoría de las galerías y el trabajo, en formato analógico, salía a buen ritmo. Al menos, salvo en algunos hormigueros infectados por diversos tipos de virus: dejadez, disputas internas o exceso de zánganos, se resolvían más problema de los entraban. Las reinas madre, desde las galerías más recónditas y caldeadas de los hormigueros, lideraban su cadencia y sus decisiones eran moduladas y distribuidas por princeps atentos a que las obreras fieles las materializaran. Todos vivían y morían bajo la misma sombra protectora de ese hormiguero independiente.

Pero en las últimas décadas los aprendices de brujo fueron destilando teorías sobre la maldad intrínseca de un sistema tan poco controlable. Sin prisa y sin descanso, con la determinación que proporcional la falta de responsabilidad, una densa nube de humo jurídico/orgánico se fue formando alrededor de esos hormigueros que lo mismo se enfrentaban a una cucaracha robaperas que a un escorpión traficante de cocaína o a una anaconda de cuello blanco. Hasta que un mal día, esa fumata gris fue aspirada por los dioses de la Justicia, esos que nunca pisan la tierra y mucho menos los hormigueros. Embriagados por argumentos de eficiencia comparativa manipulados y apremiados por los dinares europeos ya gastados en francachelas ajenas a las hormigas, decretaron el final de la organización centenaria de la mirmecología.

Nunca más eso de un hormiguero para cada reina. «Demasiada dispersión», dijeron. «Demasiada autonomía», sentenciaron. Había que centralizar, coordinar, homogenizar. Querían decir controlar, en realidad. Así nació el gran experimento: el Tribunal de Instancia. Para llevarlo a término, los dioses de la Justicia necesitaban de nuevos seres terrenales. Después de analizar la oferta que la naturaleza les proporcionaba, se decantaron por entronizar a unas criaturas completamente ajenas al mundo subterráneo: los osos hormigueros. Tales seres no entendían nada de puñetas, ni de ferias procesales, ni del ceremonial de las reinas madres. Tampoco del fino engranaje de un hormiguero sano y a pleno rendimiento. Pero sí sabían una cosa: era poco rentable seguir con la política de túneles independientes, diversos y bien organizados. La dispersión capilar de los hormigueros, estructurados en un binomio de probada eficacia: una reina y el prínceps con las obreras de soporte, suponía una barrera, en muchos casos infranqueable, al control y a la influencia torticera. Para sus propósitos era mejor separarlos y llevarse a los prínceps y todas las obreras a un solo y gran nido. Un nido suyo, donde pudieran disponer de aquéllos a voluntad. Además, con esta nueva organización a las reinas se las podría aglutinar en aposentos comunes, repletos de ellas. Espacios en los que quedarían aisladas del grueso del hormiguero, sostenidas por apenas una o dos obreras volantes y de referencia, que cada mañana les entregarían el néctar imprescindible para mantener la ficción de su reinado. Estancias en las que habría reinas entre las reinas encargadas de decidir –con sutiliza y mecanismos sin dolor-quién pondrá el huevo en el asunto que interese, el resto que siga el curso del destino.

Pero las obreras, quebrado el vínculo del hormiguero común, ya no tenían feromonas que les incentivaran a serles fieles. Desahuciadas del real hormiguero y acabado el porteo del néctar, volvían raudas al nuevo cubil diseñado para que reinaran los osos hormigueros. Allí eran alimentadas con hojas de Excel. Azotadas por la eficiencia y la división infinita de tareas desconexas. Alienadas por decenas de aplicaciones informáticas de medio pelo e incompatibles entre sí. Dirigidas por los transmutados prínceps, ahora capataces que no reconocían corona alguna, solo las directrices del supervisor de turno: el gran coordinador entomológico al que debían, cada seis meses, justificarle haber cumplido sus tareas. Las reinas madres, empezaron a ser llamadas "ordinales jurisdiccionales". Ya no gobernaban, producían a destajo y se mayor lamento era pedir refuerzos. Sus otrora alter egos, transformados en capataces de validación de sistemas electrónicos que les controlan hasta la náusea. Sus antiguas obreras les eran ajenas y distantes, sus decisiones ignoradas, su imperio reducido a una mesa de metacrilato y una conexión fallida de videoconferencia. De vez en cuando, recibían una visita institucional, una sonrisa vacía y la promesa de dirigirnos a un hermoso futuro de eficiencia y servicio ciudadano.

Y el censo del hormiguero… ¡Ah, el censo! Aquel que antaño enumeraba con rigor y precisión exquisita cuántas obreras y princeps laboraban con cada reina, ahora era una hoja volante, colgada —si había suerte— en la entrada del cubil por los osos asistentes de Laños, un personaje mitológico que aparecía sin descanso en los medios de comunicación, siempre de puntillas –aspiraba a las alturas–, siempre con un decreto preparado para mejorar la Justicia, sobre todo la forma de acceso de las reinas y capataces a la nueva organización. Era un censo muy curioso y menguante. Las plazas de obreras, capataces, reinas y zánganos disminuían en la misma proporción que aumentaba el trabajo de las que quedaban. Las interinas y sustitutas se consumieron enseguida por el oso hormiguero, fueron su primer aperitivo.

Al ver el nuevo invento puesto en pie por Laños y sus osos hormigueros, algunas reinas huyeron. Otras escribieron cartas. Las más sabias entendieron que su tiempo había concluido y se resignaron. Unas pocas intentaron resistir. Se escondieron con algunas obreras leales en túneles secretos, reactivaron viejos rituales y, en noches de luna nueva, dictaban providencias, autos y sentencias con furia ancestral, como en los viejos tiempos. Por su parte, los capataces de todos los niveles se dedicaron a corretear enloquecidos por las ramales de los nuevos túneles comunes, en busca de una minipoltrona desde la que contemplar los nuevos tiempos.

Solo los adiposos osos hormigueros dormían plácidos, satisfechos. No entendían los papeles que les llegaban, ni falta que les hacía. Su mejor pasatiempo era ver cómo se movían las hormigas –de diversos tipos– creyéndose la piedra angular del nuevo nido. Pero ya no quedaban colonias independientes y bien organizadas que puedan preocuparles o resistirles. Ahora todo es suyo. Sonríen, se arrebujan y entornan sus ojillos vidriosos, oyendo el quedo llanto de las antiguas reinas, ahora vasallas como el resto.

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