I. El editor musical: ser o deber ser
La figura del editor musical constituye un gran enigma para muchos autores musicales (y algún que otro estudioso de la propiedad intelectual). Esto sucede por dos motivos:
- — En primer lugar, porque no existe una definición legal que concrete la naturaleza de dicha figura. Y es que nuestra Ley de Propiedad Intelectual (LA LEY 1722/1996) («LPI») sólo regula los aspectos básicos del contrato de edición musical, pero no define al editor musical (algo que sí hace, sin embargo, con el productor fonográfico, en el art. 114.2).
- — En segundo lugar, el editor musical puede verse como una figura desconcertante porque no existe una similitud entre las funciones que teóricamente le corresponden (reproducir y distribuir copias físicas de obras musicales) y las funciones que realmente desempeña en la práctica (funciones orientadas a la promoción de obras musicales mediante diversas estrategias que van desde licenciar sincronizaciones hasta posicionar obras musicales en listas de reproducción en plataformas de streaming).
Estas circunstancias llevan a preguntarse, efectivamente, cuál es la razón de ser del editor musical, cuáles son sus funciones y, sobre todo, qué lugar ocupa dentro de la industria musical.
Desde un punto de vista jurídico, las labores u obligaciones del editor musical se pueden resumir en dos: (i) reproducir la obra, y (ii) «abastecer el mercado de ejemplares suficientes durante dos años» (art. 64 LPI). Sin embargo, dichas obligaciones son entendibles respecto de cómo se explotaban las obras musicales en el pasado, esto es, cuando se comercializaban mediante la venta de partituras.
En efecto, hoy en día, los usos del mercado han terminado por imponer una norma no escrita según la cual las obligaciones del editor musical incluirían además: (i) promover la óptima explotación de la obra, y (ii) velar por un adecuado control de dicha explotación (es decir, perseguir posibles infracciones y cobrar las cantidades recaudadas por las correspondientes entidades de gestión). Así pues, las obligaciones del editor musical irían más allá de lo que inicialmente sugiere la LPI.
Desde un punto de vista académico, los expertos en la materia tampoco coinciden sobre la naturaleza y el alcance de la figura del editor musical. RODRÍGUEZ TAPIA defiende por ejemplo (citando las palabras del Bundesguerichtshof (1) ) que los editores musicales son quienes «editan, fabrican, y distribuyen ejemplares de la obra musical y no cualquier persona que simplemente presta servicios promocionales al autor» (2) .
Otros autores, como ENCABO VERA, describen sin embargo al editor musical como un «intermediario cultural entre el público y los autores» (3) cuya función es conectar a estos últimos con los diferentes sujetos de la industria (discográficas, radios, televisiones, etc.) para que sus obras puedan difundirse de la mejor manera (4) .
Desde una perspectiva jurisprudencial, el editor musical tampoco se entiende como un mero confeccionador de copias de obras musicales. Prueba de ello es la definición que propuso la Audiencia Provincial de Madrid (Sección 28ª) en su Sentencia 324/2019 (LA LEY 156128/2019), de 21 de junio de 2019, reconociendo al editor musical como un «empresario que, por cuenta y riesgo propio, desarrolla la actividad empresarial en el mercado para el aprovechamiento económico de los derechos de explotación de [una] obra [musical]» (5) .
Todo lo anterior permite concluir que serían dos las formas de definir al editor musical: bien como aquél que lleva a cabo la reproducción y distribución de copias físicas de obras musicales, en línea con lo que sugiere la LPI y el propio concepto de «editor», bien como un manager o representante de obras musicales y que, sin embargo, sería la definición que más se ajusta a la realidad.
Siendo esto así, lo cierto es que el hecho de que los editores musicales actúen en la práctica como representantes de obras musicales (y no tanto como «editores») supone que muchas veces acaben desempeñando funciones reservadas a otros agentes del mercado, llegando incluso a confundirse con estos últimos. Lo anterior sucede, principalmente, con la figura del productor fonográfico, tal y como se analizará a continuación.
II. El binomio «editor musical — productor fonográfico»
La LPI diferencia claramente dos figuras: el editor musical (cuyas funciones pueden deducirse del art. 71 LPI, sobre el contrato de edición musical) y el productor fonográfico (regulado en el art. 114.2 LPI). La gran diferencia entre una y otra es, sencillamente, que mientras el editor musical se dedica a reproducir y distribuir obras musicales, el productor fonográfico lleva a cabo la fijación exclusivamente sonora de la ejecución de obras musicales.
Ahora bien, tal y como se apuntaba al inicio de este artículo, aunque la LPI diferencie entre editor musical y productor fonográfico, ambas figuras tienden a confundirse en la práctica. Esta confusión viene generada por dos circunstancias: (i) el hecho de que los editores musicales desempeñen labores de «edición fonográfica» (lo cual se solapa con la actividad natural de las discográficas) (6) y (ii) el hecho de que los productores fonográficos se constituyan a menudo como editoras musicales (7) .
Estas «editoras» creadas ex profeso no desempeñarían labores editoriales, propiamente, sino que estarían comercializando con derechos de autor
Esto último es (además) un tema relativamente polémico, pues el principal motivo por el que muchas casas de discos crean editoras dentro de sus grupos empresariales es porque buscan participar en el éxito de las obras que ellas mismas fijan en soporte sonoro. Estas «editoras» creadas ex profeso no desempeñarían labores editoriales, propiamente, sino que estarían comercializando con derechos de autor. Tal circunstancia ha suscitado más de una crítica e incluso alguna resolución (8) y sentencia (9) condenando la «utilización instrumental de la personalidad jurídica» que puede suponer el hermanamiento empresarial entre editores musicales y productores fonográficos. Asimismo, ciertos autores han reprochado la creación de editoras que no editan y, en este sentido, la banalización del concepto de «edición musical» (10) .
III. El (cuestionado) régimen del contrato de edición musical
Al igual que sucede con el editor musical, la regulación del contrato de edición musical también es fuente de debate. Dicha regulación (ubicada en el art. 71 LPI) lleva décadas suscitando la crítica por parte de la doctrina, los propios autores musicales y hasta de algunos grupos parlamentarios. Esto es así porque se trata de un artículo ciertamente obsoleto que, además, prevé un régimen especial para los contratos de edición musical y se desmarca notoriamente del régimen general previsto por la LPI para los contratos de edición. En este contexto, se analizan a continuación (i) las particularidades del régimen del art. 71 LPI y (ii) los dos intentos de reforma que ha sufrido este artículo en sede parlamentaria.
1. El art. 71 LPI: un régimen singular
Según el art. 71 LPI, el contrato de edición musical es un instrumento jurídico por el cual un autor cede a un editor los derechos de reproducir, distribuir y (en su caso) comunicar públicamente (11) una obra musical, a cambio de que dicho editor confeccione y distribuya ejemplares de la obra «en cantidad suficiente para atender las necesidades normales de la explotación concedida».
Este precepto se encuentra posicionado entre los artículos que regulan el contrato de edición. Cabe señalar aquí que nuestro legislador dedica un capítulo entero (Capítulo II del Título V del Libro I) a regular esta figura. Dentro de dicho Capítulo se tratan aspectos muy concretos que van desde el contenido mínimo que debe recoger este tipo de contratos (art. 60) hasta sus causas de resolución y extinción (arts. 68 y 69), pasando por las obligaciones mínimas que debe aceptar el editor de turno (art. 64).
Entre dichos preceptos se ubica pues el mencionado art. 71 LPI. Su presencia casi marginal sugiere, de alguna manera, que (i) su lectura y estudio debe pasar primero por analizar el articulado que lo rodea, es decir, el régimen general que prevé la LPI para los contratos de edición, y que (ii) el contrato de edición musical constituye una figura sui generis que ciertamente comparte rasgos con otros contratos de edición (como aquellos que tienen por objeto una obra literaria), pero que también posee características propias que lo diferencian del resto de contratos de su especie. Estas características se pueden resumir en tres y se detallan a continuación:
A. La posibilidad de ceder el derecho de comunicación pública
La primera peculiaridad del contrato de edición musical es que puede incluir la cesión del derecho de comunicación pública a favor del editor. No obstante, esto sólo se trata de una posibilidad, pues por mucho que el art. 71 LPI regule contratos de edición musical donde se cede la comunicación pública, ello no significa que no puedan existir otros contratos de edición musical donde no se ceda tal derecho. La única diferencia sería que, en esos casos, no aplicaría el régimen del art. 71 LPI, sino el régimen general de los arts. 58 y ss LPI (12) .
B. La validez del contrato aunque no se exprese el número de ejemplares
Contra lo previsto en el art. 61.1 LPI, el contrato de edición musical que no contemple el número máximo y mínimo de ejemplares que pretende alcanzar la edición o cada una de las ediciones que se convengan, no será nulo. Así pues, el editor musical dispone de mayor flexibilidad que el literario en la determinación del volumen de la tirada.
C. Las (reducidas) causas de resolución y extinción del contrato
En el contrato de edición musical se limitan considerablemente las causas de resolución y extinción, de manera que:
- — El contrato no se resolverá a pesar de que el editor proceda a la venta como saldo o a la destrucción de los ejemplares que le resten de la edición, sin cumplir los requisitos establecidos en el art. 67 LPI.
- — El contrato no se extinguirá a pesar de que: (i) se venda la totalidad de los ejemplares; (ii) transcurran diez años desde la cesión, si la remuneración se hubiera pactado exclusivamente a tanto alzado; y (iii) transcurran quince años de haber puesto el autor al editor en condiciones reproducir la obra.
A la luz de lo anterior, el régimen del art. 71 LPI se presenta como un régimen indudablemente peculiar que, si bien se enmarca dentro de las normas generales que regulan la edición, se constituye en excepción a todas ellas.
2. El art. 71 LPI: un régimen cuestionado
Quizás (o precisamente) por ese carácter peculiar que ostenta, el art. 71 LPI lleva décadas siendo criticado. Más aún, éste se ha intentado reformar en sede parlamentaria hasta en dos ocasiones: primero, en 2005, de la mano del Grupo Catalán, formado por Convergència i Unió («Grupo Catalán»), y la segunda vez en 2018, de la mano del Grupo Confederal de Unidos Podemos —En Comú Podem— En Marea («Grupo Podemos»). Los argumentos esgrimidos en cada caso para defender sendas reformas se comentan a continuación.
A. El intento de reforma de 2005: la enmienda de Convergència i Unió
La propuesta del Grupo Catalán partía de dos ideas: (i) que la «perpetuidad» de la cesión de los derechos al editor musical era una condición contractual abusiva, y (ii) que también lo era remunerar los servicios del editor con un 50% de las cantidades devengadas por la explotación de la obra editada (nótese que esto último no está regulado expresamente en el art. 71 LPI, sino en el art. 132.f) del Reglamento de SGAE).
En línea con lo anterior, la enmienda del Grupo Catalán propuso eliminar el apartado 3º del art. 71 LPI y sustituirlo con la siguiente redacción:
«Las entidades de gestión colectiva no admitirán el registro de contratos de edición musical de una duración superior a quince años ni aquellos en que la comisión del editor por los servicios prestados supere el 20 por ciento de los derechos de autor devengados por el compositor» (13) .
Con esta redacción alternativa se pretendía combatir dos prácticas habituales en el mercado musical editorial: (i) que los autores musicales cedieran sus derechos de forma indefinida, eludiendo así la prohibición de arrendamiento perpetuo del 1.583 del Código Civil, y (ii) que la contraprestación del editor consistiera, como norma general, en cobrar un 50% de las cantidades devengadas por la explotación de las obras cedidas (algo que el Grupo Catalán entendía contrario a la Ley 7/1998, de 13 de abril, sobre condiciones generales de la contratación (LA LEY 1490/1998)). Asimismo, el Grupo Catalán denunció que el art. 71 LPI amparaba una realidad donde los autores musicales contrataban «los servicios de un llamado editor que no [editaba] ejemplar alguno, por tiempo perpetuo, y por la comisión de un 50 por 100» (14) . Este argumento sobre la falta de obligaciones del editor también será alegado por el Grupo Podemos en 2018, como bien se verá a continuación.
B. El intento de derogación de 2018: la proposición de ley de Podemos
Más recientemente, el Grupo Podemos también ha tratado de combatir el art. 71 LPI (aunque con el mismo poco éxito que el Grupo Catalán). Dicha iniciativa se llevó a cabo mediante la presentación de una proposición de Ley que solicitaba derogar el mencionado precepto por tres motivos: (i) su anacronismo; (ii) la inexistencia de un plazo máximo de cesión de los derechos (en línea con lo criticado en 2005 por el Grupo Catalán) y (iii) la excesiva reducción de las obligaciones del editor. Se abordan a continuación estos tres temas.
• Sobre el anacronismo del art. 71 LPI
Cuando nuestro legislador redactó el art. 71 LPI, éste tenía en mente la necesidad de regular un mercado musical más tradicional, donde la labor de los editores musicales consistía en imprimir y distribuir partituras de obras musicales. Como es lógico, las partituras servían de poco si con ellas no se cedía también el derecho de comunicar públicamente la obra musical que incorporaban. Dicha circunstancia fue seguramente lo que motivó que se regulara por separado el contrato de edición musical (es decir, nuestro legislador probablemente consideró que dicho contrato merecía una regulación específica porque sus singularidades —como la de tener que ceder el derecho de comunicación pública al editor— requerían un trato diferenciado).
Con esto en mente, uno de los argumentos esgrimidos por el Grupo Podemos para defender su propuesta fue que la edición musical (entendida en su forma tradicional) había dejado de tener sentido, pues la labor de los editores musicales ya no consistía realmente en editar partituras (15) , sino más bien en explotar obras musicales a través de televisiones, radios, Internet, comercios, hostelería, etc.
La piedra angular del mercado musical es, hoy en día, la comunicación pública de obras musicales, y por tanto los editores habrían visto en el art. 71 LPI la oportunidad de ser cesionarios de tal derecho e ingresar por la explotación
Por otro lado, el Grupo Podemos advertía que la actividad de los editores musicales se orientaba cada vez más a la promoción de sus propios productos editoriales (licenciar sincronizaciones, posicionar obras de su catálogo en listas de reproducción oficiales de plataformas de streaming, etc.) (16) . Este cambio de panorama habría desvirtuado por completo la esencia del art. 71 LPI, pues la cesión de la comunicación pública a favor del editor ya no cumpliría con el objetivo pretendido por el legislador. En su lugar, los editores musicales estarían aprovechando el régimen del art. 71 LPI para adjudicarse el derecho de comunicación pública de las obras que editan (17) . Es decir, conocedores de que la piedra angular del mercado musical es, hoy en día, la comunicación pública de obras musicales, los editores habrían visto en el art. 71 LPI la oportunidad de ser cesionarios de tal derecho e ingresar por la explotación (a través de televisiones, radios, Internet, etc.) de las obras musicales cuya edición se les encomienda.
A esto se añade que, tal y como se apuntaba, las principales editoras musicales del país comparten grupo empresarial con discográficas, televisiones, productoras audiovisuales, etc. De este modo, las editoras musicales (titulares del derecho de comunicación pública de las obras que editan) se sitúan entre quienes explotan sus propios productos editoriales. Como consecuencia, «titular de derechos» y «usuario» resultan ser la misma persona y las cantidades ingresadas por la comunicación pública de obras musicales termina en manos de quien ha pagado por explotar esas obras. Esto último es lo que RODRÍGUEZ TAPIA denomina «prácticas de mercado en fraude de Ley» y lo que el Grupo Podemos (citando precisamente las palabras del Catedrático) trató de denunciar en su propuesta de Ley.
• Sobre la inexistencia de un plazo máximo de cesión de derechos a favor del editor musical
Al uso más o menos oportunista que se estaría haciendo del art. 71 LPI, se añade que dicho artículo no contempla ningún límite temporal para la cesión de los derechos en juego (más allá del límite que viene impuesto por la propia vida de los mismos, esto es, la vida del autor y 70 años más). Cabe recordar aquí que nuestra LPI sí prevé un límite temporal para la cesión de derechos que se articula mediante contratos de edición de obras no musicales (y mediante contratos de edición musical donde no se ceda el derecho de comunicación pública, por no aplicar en esos casos el art. 71 LPI). Este plazo es de 15 años y se regula en el art. 69.4 LPI.
Sin embargo, el art. 71 LPI señala expresamente que no será de aplicación este límite a los contratos de edición musical donde se cede el derecho de comunicación pública, por lo que: (i) el mencionado límite de 15 años no es aplicable en estos casos, y (ii) como nada se dice sobre ningún otro plazo, las cesiones que se realicen a través de dichos contratos podrán pactarse por un plazo máximo de la vida del autor más 70 años (es decir, hasta que los derechos entren en dominio público) (18) .
En este sentido, el Grupo Podemos advirtió que la celebración de cesiones «perpetuas» era uno de los aspectos del contrato de edición musical donde más se manifestaba el descontento de los autores y criticó que la redacción del art. 71 LPI permitiera extender la vigencia de los contratos de edición musical «por toda la duración del derecho de autor […] con fórmulas tan ambiguas como […] "por todo el tiempo de protección que la ley otorga a los autores, sus sucesores y derechohabientes" o "por todo el tiempo del copyright"».
• Sobre la inexistencia de obligaciones del editor musical
Finalmente, el tercer y último argumento que brindó el Grupo Podemos para justificar su proposición de Ley fue que el art. 71 reducía las obligaciones del editor al máximo, convirtiendo el contrato de edición musical en un contrato sin causa y (por tanto) nulo (19) .
Más concretamente, dicho grupo político entendía que un contrato de edición donde no se acordaba el número de ejemplares a editar era un contrato de edición donde no quedaba justificada la cesión de derechos por parte del autor.
En este sentido, la propuesta denunciaba que el art. 71 LPI permitiera celebrar contratos donde, quedando clara la contraprestación a favor del editor (una comisión de hasta un 50% de las cantidades devengadas por la explotación de los derechos sobre su obra), no quedaban claros los servicios que debía prestar éste último (pues no se concretaba el número de ejemplares que se comprometía a editar).
Con esta idea en mente, el Grupo Podemos terminaba su propuesta reprochando que el art. 71 LPI amparaba la celebración de contratos simulados mediante los cuales se articulaban relaciones jurídicas diferentes a la que teóricamente debe existir entre un autor y un editor. En palabras del propio grupo político: «bajo la apariencia de contratos de edición musical se encubren otro tipo de contratos como el de agente o de mero comisionista, cuya duración en ningún caso puede ser perpetua» (20) .
IV. Nuevas formas de explotar (y rentabilizar) derechos sobre obras musicales
En vista de los apartados anteriores, parece razonable afirmar que la edición musical (entendida como la labor de reproducir y distribuir copias físicas de obras musicales) es un fenómeno anquilosado que necesita reinventarse para poder ajustarse al espíritu de la LPI y poder encontrar su lugar en el (digitalizado) mercado musical de hoy en día.
Cabe subrayar de nuevo que la forma de consumir música en la actualidad no guarda gran parecido con la que se destilaba décadas atrás. Hasta hace siglo y medio, la música sólo se podía disfrutar en vivo y en directo. A partir de 1870-1880, la invención del fonógrafo permitió poner al alcance de unos pocos el lujo de consumir música en privado. Con los años fueron surgiendo nuevas formas de disfrutar del arte sonoro: vinilos, casettes, CDs, etc. La llegada de las nuevas tecnologías ha supuesto ahora un nuevo punto de inflexión en las dinámicas del mercado musical y ha rediseñado por completo la forma de consumir y explotar obras musicales. En el ojo del huracán se encuentra la llamada «distribución digital», un fenómeno relativamente reciente que consiste en ofrecer contenidos a través de redes sociales, plataformas de streaming y otros medios digitales.
Curiosamente y contra lo que pueda pensarse, la distribución digital de música no exige explotar el derecho de distribución de obras musicales (i.e. este derecho sólo entra en juego cuando se comercializan copias físicas de una obra protegida, tal y como ha confirmado el TJUE reiteradamente (21) ). En su lugar, la comercialización digital de obras musicales exige explotar el derecho de puesta a disposición, ya que los usuarios de redes sociales, plataformas digitales y otros medios semejantes pueden acceder al contenido de turno en el lugar y el momento que elijan (característica clave de la puesta a disposición). En este sentido, la distribución digital consta de dos categorías: el streaming (servicios de música a petición, música a la carta, etc.) y el downloading (venta digital de obras musicales), por lo que el consumidor actual puede acceder a contenido musical mediante estas dos modalidades básicas de transmisión.
La llegada de las nuevas tecnologías no ha transformado solamente las formas de consumir música, sino también las formas de explotar y rentabilizar obras musicales
Conviene puntualizar, sin embargo, que la llegada de las nuevas tecnologías no ha transformado solamente las formas de consumir música, sino también las formas de explotar y rentabilizar obras musicales. Así, han ido surgiendo nuevos agentes (distribuidores, agregadores, fondos de inversión dedicados a la compra de carteras de derechos de obras musicales, etc.) que están cambiando la forma de entender el mercado musical.
1. Los modelos de servicio al artista
Si la música se consume online y no mediante la venta de partituras o la venta de soportes sonoros, ¿qué sentido tiene para un autor contratar los servicios de una editora musical que confecciona vinilos y CDs? Pues bien, como decíamos previamente, las editoras desempeñan varias funciones relevantes (aparte de —se supone— editar obras musicales). Entre dichas funciones estaría la de promover obras musicales en el mercado, pagar anticipos a los autores, encargarse del registro de las obras en las entidades de gestión correspondientes y cobrar las cantidades recaudadas por estas últimas.
De este modo (y en línea con las palabras de ENCABO VERA), las editoras actuarían como intermediarios entre el autor y la industria. No obstante, cabe preguntarse si los autores musicales pueden utilizar otros métodos para hacerse un hueco en el mercado. La respuesta es sí. De hecho, cada vez están cobrando más protagonismo los modelos de servicios al artista, centrados en ofrecer servicios de distribución digital (22) a sellos independientes y a los llamados «Do-It-Yourself Artists» (autores que van por libre y no están vinculados contractualmente con ninguna discográfica). Ejemplos de dichos modelos serían Kobalt, iMusician o Altafonte. La principal ventaja que tienen estos modelos para los autores es que, sin necesidad de ceder derechos, éstos logran tener sus obras disponibles en plataformas de streaming (algo que, de lo contrario, sólo puede conseguirse a través de las discográficas).
2. Los fondos de inversión y la compra de derechos sobre obras musicales
Desde hace unos años, también han surgido en el mercado fondos especializados en la compra de derechos sobre obras musicales. Hipgnosis Song Fund, Shamrock Capital o KKR serían sólo algunos ejemplos.
Este tipo de negocios se basan en una lógica muy concreta, a saber: si las canciones de autores/artistas reconocidos tienen una clara expectativa de seguir escuchándose en el futuro, también existe una previsión (más o menos certera) de que vayan a seguir generando dinero durante ese período de tiempo, por lo que invertir en estas canciones sería equivalente a invertir en activos impermeables a las fluctuaciones de la economía.
Ahora bien, aunque la compra de derechos sobre obras musicales consolidadas no plantea muchas dudas en cuanto a rentabilidad, este fenómeno sí que suscita varias dudas jurídicas. En primer lugar, ¿cuál es la relación jurídica que vincula al fondo con el autor musical? Debe descartarse que se trate de un contrato de edición pues, como es lógico, el autor no contrata con el fondo para que le preste servicios editoriales (y tampoco el fondo podría ofrecer esos servicios, dado su modelo de negocio).
En su lugar, la contraprestación que pretende obtener el autor «vendiendo» sus derechos es, sencillamente, una contraprestación económica. El autor no pretende que el fondo de inversión promueva la difusión de su obra, ni que la coloque en el mercado, sino simplemente que le remunere por cederle en exclusiva todos los derechos sobre la misma. Aquí conviene matizar que, lógicamente, la venta de carteras de derechos sobre obras musicales no es una opción al alcance de cualquier autor, sino sólo al alcance de aquellos más autores más valorados o reconocidos por la industria. Y es que si se trata de invertir en obras musicales, lo suyo es que dichas obras sean especialmente exitosas y capaces de garantizar una explotación prolongada en el tiempo, es decir, capaces de garantizar una rentabilidad duradera.
Volviendo a las dudas jurídicas que plantea esta nueva forma de negocio, otra cuestión a tener en cuenta (y quizás la más relevante) es que la «venta» de derechos de autor no está permitida en nuestro ordenamiento jurídico. De hecho, lo máximo que permite nuestra LPI es que los autores cedan sus derechos hasta 70 años tras su fallecimiento. Transcurrido este plazo, los derechos entrarían en dominio público.
Con independencia de lo anterior, otra cuestión a debatir sería la exigibilidad de la cláusula SGAE en los contratos celebrados entre los fondos y los autores. Imaginemos, por ejemplo, que una determinada obra musical (cuyos derechos ha adquirido un fondo de inversión) se comunica públicamente en un programa de televisión: ¿debería el fondo compartir los ingresos generados por dicha explotación con el autor, en un 50%-50%?
La respuesta la encontramos en el art. 132.2.f) del Reglamento SGAE. Según dicho precepto, la cláusula SGAE sólo podría ser exigible en los «contratos de edición original» y, en este sentido, el art. 132.1 del mismo Reglamento señala que «se entenderán por contratos de edición original los establecidos entre uno o varios autores […] con la obligación por parte del editor de imprimir gráficamente y de llevar a cabo una actividad de promoción y difusión de la obra u obras objeto del contrato».
A la luz de lo anterior y teniendo en cuenta que los contratos entre los fondos y los autores no responden a la naturaleza jurídica del contrato de edición, parece razonable pensar que la cláusula SGAE no es exigible en este tipo de contratos.
Finalmente, una tercera problemática que puede plantear la compra de derechos de obras musicales es el reparto de los ingresos generados por el streaming (reparto que debe llevarse a cabo entre el fondo de turno y la/s discográfica/s propietaria/s de los fonogramas donde se hayan fijado las obras musicales objeto de inversión).
Aquí conviene recordar que las obras musicales acostumbran a ser explotadas en formato sonoro (a través de su fonograma) y no en formato papel (esto es, partitura). Dicho con otras palabras: la explotación habitual de una obra musical exige utilizar su fijación sonora. Así pues, y a modo de ejemplo, la puesta a disposición de los fonogramas donde se han inmortalizado las canciones de Bob Dylan o The Red Hot Chili Peppers (de la mano de las discográficas correspondientes) también conlleva la puesta a disposición de dichas obras musicales, generando ingresos tanto para las discográficas como para los titulares de las obras (e.g. los fondos de inversión).
Los fondos de inversión no adquieren derechos sobre obras musicales con la intención de promover estas últimas, sino a sabiendas de que dichas obras ya se han hecho un hueco en el mercado y van a seguir generando dinero por sí solas
Ahora bien, y aquí estaría el quid de la cuestión, dichos ingresos generados por la explotación simultánea de obras musicales y fonogramas no serían consecuencia de que los fondos hubieran puesto «todos los medios necesarios para la efectividad de la explotación» de las obras musicales en cuestión (obligación que prevé el art. 48 párr. II LPI para los cesionarios en exclusiva). Y es que los fondos de inversión no adquieren derechos sobre obras musicales con la intención de promover estas últimas, sino a sabiendas de que dichas obras ya se han hecho un hueco en el mercado y van a seguir generando dinero por sí solas. Habría que analizar, por tanto, dos cuestiones: (i) ¿cómo se va a negociar el reparto de los ingresos del streaming entre fondos y discográficas?, y (ii) ¿hasta qué punto la compra de derechos de obras musicales por parte de los fondos es compatible con la obligación que prevé nuestra LPI en su art. 48 párr. II LPI de que los cesionarios en exclusiva (e.g. los fondos) deban «poner todos los medios necesarios para la efectividad de la explotación concedida»? El debate está servido.
V. Conclusión
El régimen de la edición musical que prevé la LPI presenta claras incompatibilidades con el funcionamiento del actual mercado musical, un mercado incuestionablemente gobernado por las nuevas tecnologías y los usos digitales.
Por otro lado, la figura del «editor musical» es una figura difícil de comprender porque (i) no cuenta con una definición legal en la LPI (ii) desempeña funciones que no se corresponden con las que teóricamente debería desempeñar, y (iii) los avances tecnológicos han desvirtuado por completo el fenómeno de la edición en soporte físico.
Como consecuencia del impacto de las nuevas tecnologías en el comportamiento de los usuarios, nuevas formas de gestionar y explotar derechos musicales han ido surgiendo en las últimas dos décadas. Entre ellas, han cobrado especial importancia los modelos de servicio al artista y los fondos de inversión dedicados a la compra de carteras de derechos sobre obras musicales. Estas nuevas formas de negocio son tan sólo una respuesta natural a los referidos cambios de consumo, pero las implicaciones legales que puede conllevar son todavía desconocidas.
Toca pues concluir el presente artículo reivindicando la necesidad de regular, no sólo estas nuevas formas de gestionar y explotar derechos musicales, sino también la propia figura del editor musical (re-bautizándola quizás como una suerte de manager de obras musicales y no tanto como un confeccionador y distribuidor de CDs) y solventar así la infra-regulación de la que adolece nuestro mercado musical, una necesidad cada vez más intensificada por el auge de los usos digitales. Porque, como diría Bob Dylan, «the times they are a-changin»».