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La Unión Europea y el Derecho del Trabajo y de la Seguridad social

Joaquín GARCÍA MURCIA

Catedrático de Derecho del Trabajo y Seguridad social. Universidad Complutense de Madrid

Diario La Ley, Sección Documento on-line, 27 de Junio de 2016, Editorial LA LEY

LA LEY 4250/2016

La Unión Europea (como en su momento la originaria Comunidad Económica Europea o, más tarde, las Comunidades Europeas) ha ejercido una gran influencia para el Derecho del Trabajo español, afortunadamente. A decir verdad, el impacto de esa matriz europea empezó a notarse en nuestro ordenamiento laboral antes, incluso, de que España ingresara formalmente en esa organización supranacional, como pudimos apreciar, por poner algún ejemplo, con la implantación de garantías de naturaleza aseguradora para los créditos laborales, a semejanza de lo que ya ocurría en bastantes países comunitarios de nuestro entorno y de lo que ya entonces se estaba pergeñando en las propias instituciones europeas. Desde nuestra entrada formal con efectos de 1 de enero de 1986 el influjo de las normas, directrices o recomendaciones comunitarias en el Derecho del Trabajo español no ha dejado de crecer, tanto en extensión como en intensidad. Téngase en cuenta, por dar también alguna pista en ese sentido, que en la gran mayoría de «reformas laborales» operadas en nuestro país desde los años ochenta ha estado presente, bien es verdad que en dosis variables de unos casos a otros, el ingrediente de adaptación a las exigencias europeas. Como resultado de todo ello, el Derecho del Trabajo actualmente vigente en España tiene un muy apreciable sello comunitario, lo cual, dicho sea de paso, le ha reportado unos niveles de proximidad y semejanza con el Derecho de los países de nuestro entorno que en otros momentos históricos habrían sido prácticamente inimaginables.

Como es fácil de comprender, la incorporación de España a ese grupo de países sirvió, antes que nada, para abrir nuestro espacio económico y nuestro mercado de trabajo a la libre circulación. Ello ha supuesto, principalmente, mayor movilidad y mayores posibilidades de empleo para nuestros recursos humanos y, al mismo tiempo, como es natural, mayor capacidad de recepción de trabajadores y profesionales procedentes de otros países. Pero también se ha dejado notar en muchos otros planos. La libre circulación significa, a fin de cuentas, mayor relación entre países, más fluidez entre sus factores productivos, mejores contactos a efectos económicos y profesionales y mejores condiciones para el progreso social mediante la comparación, la libre concurrencia y la competencia profesional. En un terreno más institucional, y quizá también más operativo, la libre circulación ha entrañado asimismo la implantación de técnicas de relación y conexión entre sistemas nacionales, como ocurrió desde el principio en el terreno de la seguridad social (con la consiguiente superación de la técnica más clásica del convenio bilateral) y como ha seguido sucediendo en otros muchos ámbitos: las titulaciones profesionales, las ofertas de empleo, la determinación de la ley aplicable o la identificación del foro competente. El espacio europeo ha servido también para facilitar los desplazamientos temporales de trabajadores, para hacerse cargo de una manera muy directa e inmediata de la dimensión trasnacional o «multinacional» de las relaciones de trabajo (por ejemplo, a efectos de participación de los trabajadores en la empresa), y, en una medida nada despreciable, para fijar pautas comunes en relación con el trabajo de extranjeros (esto es, de los «nacionales de terceros países»). El Derecho español, en todas esas materias, no podría entenderse hoy en día sin la clave del Derecho comunitario.

Si quisiéramos hacer un balance apresurado, probablemente podríamos decir que el Derecho social de la Unión Europea ha jugado cuatro grandes papeles en relación con el ordenamiento laboral español, más allá del influjo, más o menos directo, procedente de la libre circulación. En primer término, ha conducido a un proceso de intensa renovación y modernización de nuestras estructuras normativas, como sucedió en un primer momento en materia de prevención de riesgos laborales y como ha sucedido después, por ejemplo, en lo relativo a las empresas de trabajo temporal, la intermediación laboral o el teletrabajo, por poner tan sólo algunos ejemplos. También ha contribuido, en segundo lugar, al desarrollo y enriquecimiento de buena parte de nuestros principios y derechos laborales, como hemos podido apreciar, entre otros ejemplos posibles, en materia de igualdad y no discriminación (y no sólo por razón de sexo) o en materia de información y consulta (es decir, en lo que en nuestra tradición nacional conocemos más bien como representación o participación en la empresa). En tercer lugar, el Derecho comunitario ha servido asimismo para abrir nuevos horizontes en la tutela de los trabajadores, como es el caso de la conciliación de la vida laboral y familiar (mediante los denominados «permisos parentales»), de los derechos de información sobre el alcance y contenido del contrato de trabajo, o de los derechos de trato igual o «comparable» atribuidos a los trabajadores temporales o a tiempo parcial. El impacto del Derecho comunitario ha entrañado, en fin, una mayor racionalización (en el sentido de mayor toma de conciencia acerca de la institución y de los problemas concurrentes) en importantes parcelas de nuestro ordenamiento laboral, como puede comprobarse en la actual regulación de los despidos colectivos o de la transmisión de empresa, mucho más completa y sofisticada que sus precedentes.

Quede claro, en cualquier caso, que la Unión Europea no ha supuesto la creación de un Derecho laboral único o uniforme en el espacio comunitario ni, en consecuencia, la suplantación de los sistemas nacionales. El Derecho social europeo ha tenido eminentemente fines de armonización, y muy raramente ha proporcionado una regulación acabada susceptible de aplicación directa (algo que, de todas formas, parece buscarse con mayor ahínco en los últimos tiempos, como ha podido comprobarse en algunas reglas sobre seguridad y salud en el trabajo o, en un ámbito más general, en la nueva regulación del tratamiento de datos personales). Que tenga sobre todo fines de armonización quiere decir, entre otras cosas, que el ordenamiento laboral español sigue naciendo preponderantemente de sus propias fuentes de producción (aunque ahora tengan que producir, en muchos casos, con arreglo a las directrices comunitarias), y quiere decir también que nuestras normas laborales siguen presentando aún muchos de sus rasgos tradicionales, o muchas de sus particularidades si las comparamos con los países de nuestro entorno. Pero el hecho de que hablemos de armonización más que de regulación directa significa asimismo que los Derechos nacionales, entre ellos el nuestro, no estén libres del todo de desajustes o deficiencias de adaptación a las exigencias del Derecho comunitario. Es aquí donde el Tribunal de Justicia puede jugar algunas de sus mejores bazas, precisamente las de corrección o alerta acerca de esos posibles deslices. Tal vez nuestro Derecho laboral no merezca demasiados reproches en ese sentido, pero también es cierto que en más de una ocasión ha recibido llamadas de atención e incluso alguna condena, unas veces por la existencia de lagunas en la trasposición de los correspondientes mandatos comunitarios (como ocurrió hace ya bastante tiempo en materia de garantías del crédito salarial) y en otras ocasiones por desajustes de concepción u orientación normativa (como ha sucedido más recientemente en materia de despidos colectivos).

Hay que decir desde luego que, en términos generales, la jurisprudencia del Tribunal de Justicia ha sido un importante motor o factor de impulso para el acondicionamiento de nuestro ordenamiento laboral. A través de sus criterios interpretativos, la labor del Tribunal de Justicia ha permitido una mejora sustancial de muchos de nuestros enunciados laborales, a veces en materias sobre las que difícilmente podían adivinarse avances de tal calibre. Tal es el caso de la protección de la mujer en relación con su maternidad, de las condiciones de disfrute del derecho a vacaciones en determinadas circunstancias (concurrencia con situaciones de incapacidad temporal, por ejemplo), de la equiparación de derechos y condiciones de trabajo de los trabajadores temporales, o del perfeccionamiento de ciertos derechos de conciliación de la vida laboral y familiar. Muchos de esos criterios han provocado nuevas intervenciones de nuestro legislador con fines de adaptación de nuestras normas, y muchos de ellos han influido también, y siguen influyendo, en las tareas cotidianas de nuestros jueces y tribunales laborales. Es verdad que no siempre ha habido compenetración absoluta entre uno y otro nivel jurisdiccional (como puso de relieve en su momento la problemática relativa a la transmisión de empresa), pero finalmente nuestros tribunales han reconocido la primacía interpretativa del Tribunal de Justicia en relación con las directrices comunitarias y han tratado de incorporar a sus juicios la correspondiente doctrina jurisprudencial.

La influencia del Tribunal de Justicia se ha dejado notar también en el campo estricto de la seguridad social, aunque en este otro terreno las cosas sean, inevitablemente, un poco distintas. Por ahora, la dimensión comunitaria de la seguridad social se limita a la coordinación de los sistemas nacionales, bajo el presupuesto de que la competencia para diseñarlos y organizarlos no corresponde a la Unión sino a los Estados, como ha reiterado el propio Tribunal de Justicia. Es verdad que el título de «política social» confiere a la Unión Europea algunas posibilidades de intervención normativa (para la «modernización de los sistemas de protección social», por ejemplo), pero son muchas las dificultades reales que, al menos de momento, encontraría una acción comunitaria de esas características. De ahí que la influencia de la Unión en materia de seguridad social, que tampoco puede decirse que haya sido del todo despreciable, haya discurrido por cauces sensiblemente más discretos. En este campo, como en general en todo aquello que posee un claro sustrato económico o financiero, la intervención de la Unión Europea se ha dirigido sobre todo al control del gasto y a la «racionalización» del sistema de pensiones (a través, por ejemplo, de recomendaciones sobre edades de jubilación).

Suele decirse en los últimos tiempos que la Unión Europea ha descuidado su faceta social para insistir sobre todo en la razón económica y productiva. Es obvio que se trata de una organización supranacional muy preocupada por el libre comercio, por la competencia mercantil y por el buen acondicionamiento de los factores de producción. También es cierto que tras una etapa de intensa producción normativa en materia social hemos podido asistir a un período de mucha mayor atonía en ese terreno. Es verdad, en fin, que algunas decisiones del Tribunal de Justicia relativamente cercanas han ponderado de manera muy tangible el peso de las libertades económicas en el funcionamiento de las relaciones de trabajo. Pero nada de ello significa que la Unión Europea haya perdido su carácter social, ni nada de ello justificaría una valoración negativa de sus instituciones (gubernamentales o jurisdiccionales) desde esa perspectiva. Un análisis concienzudo y responsable de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia depararía sin lugar a dudas un juicio muy positivo acerca de su labor de tutela de los derechos laborales y de su empeño constante en extraer de las normas comunitarias el mayor provecho posible para todas las personas que viven de su trabajo. Del mismo modo, un repaso de la producción normativa de la Unión Europea de los últimos años nos permitiría decir que sigue viva la llama de protección del trabajo, como se ha podido apreciar, pese a la relativa escasez de los datos normativos, mediante la reforma de la directiva sobre desplazamientos temporales, las nuevas normas sobre ordenación del tiempo de trabajo en determinados sectores de actividad, la actualización de diversas reglas de seguridad y salud en el trabajo o la revisión del sistema de intercambio de información sobre ofertas y demandas de empleo, entre otros acontecimientos normativos de interés.

Está todavía por ver, ciertamente, la virtualidad que para nuestro sistema nacional de relaciones de trabajo o de protección social pueden ofrecer realmente los derechos laborales y sociales incorporados en su momento a la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión. No es momento aún, por otro lado, para vislumbrar con un mínimo de certeza el programa de intervención de las instituciones comunitarias en materia social una vez superados, llegado el caso, los efectos de la crisis económica y financiera padecida en Europa desde finales de la década pasada. Muy probablemente queden también por hacer los oportunos balances en otros muchos terrenos ligados a lo laboral o social. Pero a la altura de nuestros días puede decirse sin temor que la aportación de la Unión Europea a nuestro Derecho del Trabajo y, con las cautelas pertinentes, a nuestro sistema de protección social, ha sido positiva. Hay que tener en cuenta, además, que la entrada de España en la Unión ha supuesto asimismo la homologación internacional, por decirlo así, de nuestros interlocutores sociales, que desde hace ya bastante tiempo participan en órganos comunitarios de representación y diálogo social, en actividades de negociación colectiva a escala europea y en instancias de participación en empresas de ámbito europeo. Cabe decir, por lo tanto, que también para nuestro sistema de representaciones profesionales la Unión Europea también ha rendido claros beneficios.

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