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Treinta años de España en Europa: de dónde venimos y dónde estamos

Juan Antonio YÁÑEZ-BARNUEVO

Embajador de España

Diario La Ley, Sección Documento on-line, 23 de Junio de 2016, Editorial LA LEY

LA LEY 4248/2016

El Autor reflexiona sobre los retos que se acumulan para la Unión Europea y sus Estados miembros. A la crisis económica y financiera se han agregado los conflictos en la periferia de Europa, tanto por el Este, como por el Sur y, por vía de consecuencia, los flujos masivos de personas que intentan llegar al continente europeo para encontrar acogida sea como refugiados o como migrantes. Las dificultades con las que han tropezado los gobiernos e instituciones comunitarias para hacer frente a estos retos han puesto de manifiesto las deficiencias de la construcción europea tal y como la conocemos.

Hace algo más de treinta años, el 1 de enero de 1986, España se incorporó, junto con Portugal, como miembro de pleno derecho a las entonces Comunidades Europeas, hoy Unión Europea. Ese logro suponía la culminación de un esfuerzo negociador de casi una década, desde que el Gobierno español presentara la solicitud de adhesión poco después de la celebración de las primeras elecciones democráticas en junio de 1977. Era, sobre todo, la consecución de las aspiraciones de generaciones de españoles que habían soñado con ser unos europeos más, como parte de una Europa democrática, próspera y avanzada, después de decenios de aislamiento y retraso bajo un régimen dictatorial y retrógrado que se refocilaba con el lema «Spain is different».

Es importante subrayar que todo ese proceso se desarrolló presidido por el consenso entre las principales fuerzas políticas y sociales españolas. La candidatura se presentó por el gobierno de UCD encabezado por Adolfo Suárez y la negociación continuó con el de Leopoldo Calvo-Sotelo y fue rematada con éxito por el gobierno socialista de Felipe González. El objetivo perseguido y su materialización fueron respaldados por todas las fuerzas sociales relevantes y el Acta de Adhesión fue ratificada por ambas cámaras de las Cortes por una práctica unanimidad. Podía haber matices en cuanto a las modalidades de la aplicación del acervo comunitario en el ámbito interno o respecto a la mejor manera de aprovechar el nuevo papel que adquiría España en el plano internacional; pero casi nadie discutía que el lugar de España estaba en Europa y que el futuro de Europa estaba en la Comunidad Europea.

Para España, ese paso trascendental —que representaba, a la vez, nuestra «normalización» como país europeo y la culminación de la transición política española en su vertiente exterior— suponía la oportunidad de recuperar el tiempo perdido tras décadas de estar ausente de las grandes decisiones en Europa. Baste con recordar que el Consejo de Europa, ámbito privilegiado de la democracia, los derechos humanos y el Estado de Derecho, fue fundado en 1949 y que España no ingresó hasta 1977, inmediatamente después de las primeras elecciones democráticas; y que las Comunidades Europeas, punta de la lanza de la integración económica y de la perspectiva de unión política del continente, surgieron del Tratado de Roma de 1957, casi treinta años antes de que España pudiera incorporarse. No es de extrañar que España aspirase desde el principio a desempeñar un papel activo en la toma de decisiones para avanzar en el proceso de construcción europea, fuese con el Acta Única Europea (1986) o, de forma más incisiva, con el Tratado de Maastricht (LA LEY 109/1994) (1992) que transformó las anteriores Comunidades en la actual Unión Europea con un enfoque integral y ambicioso.

El espíritu con el que España participó entonces en los debates en Bruselas o Estrasburgo sobre los pasos a dar en la construcción europea se encuentra destilado en una serie de discursos y conferencias pronunciados por el Presidente del Gobierno Felipe González en aquellos años y puede resumirse en algunas frases como estas: la ampliación no tiene por qué suponer un freno para la construcción europea, sino que debe verse más bien como un estímulo para nuevos avances; por nuestra parte, estamos dispuestos a llegar tan lejos como el que más en el proceso de integración europea, que vemos como una parte integral de nuestro proyecto como país; este es un tiempo no para la duda sino para el atrevimiento en el pensamiento y en la acción. De forma consecuente, España no se limitó a estar y a participar, sin más, sino que alimentó el proceso con propuestas comprometidas y visionarias, varias de las cuales acabaron por verse plasmadas en los Tratados, como la creación de la ciudadanía europea o la promoción de la cohesión económica y social, con su corolario de los fondos estructurales europeos.

Fue un período en que España supo estar a la altura de los retos que implicaba la integración en las normas e instituciones europeas, con una intensificación de la apertura a los flujos comerciales y de inversión, una adaptación acelerada de nuestras estructuras productivas y unos firmes pasos en la construcción de un estado del bienestar, todo ello con décadas de retraso respecto a nuestros socios europeos. La seriedad con que asumimos nuestros compromisos y la decisión con que afrontamos las reformas por realizar dentro de España nos hicieron ganar, por un tiempo, en Bruselas el apelativo —sin duda exagerado— de «los prusianos del sur». Todo ello, sumado a nuestra actitud comprometida y constructiva en los debates sobre la profundización de la integración europea, propició el que Felipe González pudiera codearse con líderes como Helmut Kohl, François Mitterrand y Jacques Delors en el pequeño grupo impulsor de las grandes decisiones en los Consejos Europeos en asuntos tales como la Unión Económica y Monetaria y el proyecto del euro, que enmarcarían, desde una perspectiva europea, la trascendental reunificación de Alemania y la apertura a los países de la Europa Central y Oriental tras la caída de muro de Berlín y la superación de la división entre bloques en Europa. España ha contribuido con propuestas comprometidas y visionarias, algunas plasmadas luego en los Tratados

Posteriormente, esa línea pro-europea de España se ha mantenido en lo esencial, primero con nuestra entrada en el euro desde el primer momento (2000) durante el gobierno de José María Aznar y luego con el decidido apoyo del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero al proyecto fallido del Tratado Constitucional (2004) y a la recuperación de una buena parte de sus disposiciones, incluida la Carta de Derechos Fundamentales, mediante el Tratado de Lisboa (LA LEY 12533/2007) (2007). Sin embargo, es preciso constatar que no siempre se mantuvo el mismo nivel de compromiso y de participación en el núcleo central de la toma de decisiones, en particular, en el caso de Aznar, por practicar a menudo una retórica nacionalista, adobada con la tentación de jugar a una alianza periférica con el Reino Unido, país siempre reacio a cualquier profundización de la construcción europea. En el caso de Zapatero, las buenas intenciones no fueron siempre acompañadas por una atención concentrada y sostenida a los asuntos europeos e internacionales hasta que ya era demasiado tarde.

Y entonces llegó la crisis, de la que todavía no hemos acabado de salir.

Como es sabido, la crisis financiera se originó en Estados Unidos en 2007 pero pronto se convirtió en una crisis sistémica global, cobrando un alcance y unas dimensiones que la han hecho comparable a la Gran Depresión de los años 30 del pasado siglo. La paradoja consiste en que sus efectos se han dejado sentir con especial fuerza en Europa, al dejar al desnudo las insuficiencias de la construcción europea y concretamente los fallos de diseño de la Unión Monetaria, los desequilibrios internos de la eurozona y las divisiones entre los Estados miembros a la hora de atajar las causas y las consecuencias de la crisis, con el corolario de la adopción de medidas tardías, puntuales, cicateras y faltas de una visión audaz e integral. Justo lo contrario de lo ocurrido en Estados Unidos, donde el Tesoro y la Reserva Federal pudieron reaccionar rápida y eficazmente, de manera que, aunque todavía subsistan problemas, la crisis puede darse por superada al otro lado del Atlántico.

Mientras tanto, en Europa la crisis parece haberse instalado y casi haberse hecho crónica, con graves consecuencias para el empleo, los servicios sociales y el aumento de las desigualdades y, asimismo, para la confianza sentida por los ciudadanos y los operadores económicos en los gobiernos y en las instituciones comunitarias. Ese descrédito progresivo se puede apreciar en los sondeos de opinión acerca de la construcción europea, en los niveles de participación en los procesos electorales, en particular en las elecciones al Parlamento Europeo, y sobre todo en la subida de los movimientos populistas, en general eurófobos o euroescépticos, bien sea en la derecha o en la izquierda, así como en las tendencias neo-nacionalistas que se extienden por diversos Estados miembros, desde el Reino Unido hasta Polonia o Hungría. En la actualidad los retos se acumulan para la Unión Europea y sus Estados miembros

En los últimos tiempos, los retos se acumulan para la Unión Europea y sus Estados miembros. A la crisis económica y financiera, con todo su cortejo de consecuencias humanas y sociales, se le han venido a agregar los conflictos en la periferia de Europa, tanto por el Este (las acciones agresivas de Rusia respecto de Crimea y la Ucrania oriental) como por el Sur (la grave amenaza terrorista que representa la emergencia del denominado Califato regido por el ISIS o Daesh en Siria e Irak, con prolongaciones en Libia y el Sahel) y, por vía de consecuencia, los flujos masivos de personas que intentan llegar al continente europeo, y concretamente el corazón de la Unión Europea, para encontrar acogida sea como refugiados o como migrantes. Las ímprobas dificultades con que han tropezado los gobiernos y las instituciones comunitarias para hacer frente a esos retos de una manera mínimamente coherente, ordenada, solidaria y eficaz han vuelto a poner de manifiesto las deficiencias de la construcción europea tal como la hemos conocido hasta ahora.

En las próximas semanas y meses, pareciera que esos retos van a seguir agudizándose y complicándose, con momentos clave como el inminente referéndum en Gran Bretaña sobre su propia pertenencia a la Unión Europea y, en 2017, sucesivas citas electorales en países centrales como Francia y Alemania. En todos esos casos puede registrarse un debilitamiento de las fuerzas políticas más comprometidas con la construcción europea y, en algunos casos, avances decisivos por parte de movimientos populistas o euroescépticos, cuando no abiertamente contrarios al modelo de integración europea que se ha venido desarrollando desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Un eventual triunfo de las fuerzas que persiguen el llamado Brexit o, incluso, una victoria por la mínima de la opción favorable a la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea podría tener consecuencias muy negativas, tanto en el plano económico como, sobre todo, político para el futuro de Europa: previsiblemente, no solamente se abriría un período de aguda incertidumbre acerca de la naturaleza de las relaciones entre Gran Bretaña y la Unión Europea, sino que también podría alentarse la celebración de otras consultas similares en diversos países miembros igualmente tentados por la separación, con lo que se introduciría la duda sobre la solidez de la Unión en cuanto tal y de sus perspectivas de desenvolvimiento.

Ante una situación de ese tipo, que podría convertirse en una crisis existencial para la Unión Europea, se requeriría una reacción decidida y audaz por parte de las fuerzas políticas transnacionales que han llevado el peso de la construcción europea en el último medio siglo (básicamente, democristianos, socialdemócratas, liberales y ecologistas) para dar un nuevo impulso al proceso frente a las fuerzas disgregadoras que amenazan con dar al traste con lo conseguido con grandes esfuerzos por generaciones de europeos. Entre los gobiernos de los Estados miembros, la iniciativa principal tendría que venir de los dos socios principales, Alemania y Francia, pero contando también con otros con peso y compromiso europeo, como Italia, España y el Benelux. Y el eje de acción solo podría consistir en un reforzamiento de la Unión Económica y Monetaria (con especial acento ahora en el lado económico) mediante pasos concretos hacia una unión política con un contenido de corte federal a escala de la eurozona. El presidente Hollande ha venido planteando ideas y sugerencias de este tipo, siendo siempre consciente de que esas propuestas solo podrán avanzar en la medida en que puedan ser asumidas también por Alemania, lo que no parece todavía claro, al menos antes de las elecciones del próximo año. La cuestión que surge es: ¿no será demasiado tarde para entonces? La incertidumbre sobre el referéndum británico obligará a la adopción de decisiones con carácter urgente

Probablemente, las incertidumbres derivadas del resultado del referéndum británico, así como los demás retos acuciantes para la Unión Europea, obligarán a las instituciones de Bruselas y a los Estados miembros a adoptar decisiones con carácter de urgencia en los próximos tiempos. Necesariamente, ello tendrá que hacerse en el marco de los Tratados europeos con los mecanismos previstos al efecto o, en su caso, mediante decisiones intergubernamentales ad hoc. Ahora bien, cuando llegue el momento y se requiera completar o profundizar lo establecido en los Tratados, se planteará la cuestión de la legitimidad de esos pasos, que podrían ser trascendentales, sin contar con la expresión directa de la voluntad de los ciudadanos. Hasta ahora, los sucesivos Tratados europeos se han sometido a la ratificación de los parlamentos nacionales de los Estados miembros y, ocasionalmente, a referéndums convocados por este o aquel país, con resultados variados. En adelante, si un grupo reducido de Estados miembros resolviera dar conjuntamente un paso decisivo en la construcción europea, a manera de vanguardia de unos Estados Unidos de Europa, sería altamente conveniente que el instrumento en cuestión fuese votado, de manera simultánea, por los ciudadanos de todos esos países. Solo así podría recibir el respaldo y la legitimidad necesarios para estar en condiciones de emprender con solidez y garantías un camino de esa envergadura.

Es ya tiempo de volver a poner la atención en nuestro país. Nuestro futuro está ligado al futuro de Europa

Hemos de reconocer que España ya no juega en primera división en los asuntos europeos, como lo hizo en el primer decenio tras su ingreso en las Comunidades Europeas o incluso luego, cuando formó parte del núcleo inicial de la moneda única. Muchas cosas han ocurrido desde entonces: las veleidades de jugar con países periféricos o euroescépticos, la crisis económica que nos ha dejado disminuidos, el rescate de parte de nuestro sistema bancario bajo la supervisión de las instituciones, las dificultades para cumplir los compromisos en materia de control fiscal y presupuestario, el abandono de posiciones clave en las instituciones europeas (especialmente en el Banco Central Europeo), la falta de una atención continuada a los asuntos europeos al más alto nivel (es decir, en la jefatura del gobierno), la práctica inexistencia de iniciativas y propuestas constructivas para contribuir a resolver los problemas con que se enfrenta la Unión Europea… Todo ello hace que España, desde hace ya varios años, cuente menos de lo que debería en los debates sobre el devenir de Europa.

Y, lo que es más grave, da la impresión de que en las campañas recientes para las elecciones generales (y llevamos dos en medio año) la Unión Europea y sus problemas, el futuro de Europa y el papel de España en todo ello figuran más bien poco, realmente apenas nada, más allá de los obligados párrafos en los programas electorales, casi siempre para reclamar de Bruselas algo más de tiempo para cumplir con el equilibrio presupuestario. Ello es probablemente necesario, pero nuestra política europea no debería reducirse a ese punto sin combinarlo con otros muchos factores de mayor calado y perspectiva.

Esa aparente falta de interés por cuestiones clave relacionadas con la Unión Europea es un motivo de seria preocupación que debería hacernos reflexionar a todos. Nuestro futuro está ligado al futuro de Europa, pero parece que actuamos como si no nos importara o lo dejáramos en manos de otros. Ya es hora de que todos, y en primer lugar nuestros líderes, cambiemos de actitud y asumamos una conciencia clara en cuanto al papel que debe correspondernos en la configuración de Europa.

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Dimitri Murube Yáñez-Barnuevo|24/06/2016 0:42:37
Sin duda la integración en Europa y en el Euro de España ha supuesto un gran avance, no obstante el análisis sobre lo ocurrido sobre cómo se trasladó la crisis de EEUU a la zona Euro es incorrecto. Desde la puesta en circulación del Euro en 2002 se inició una desleal guerra de divisas que devaluó el Dólar en un 50% entre 2002-2008 frente al Euro, deslocalizando el empleo y el tejido industrial a la zona Dólar un movimiento pronto seguido por el Reino Unido que devaluó la Libra en un 40% entre 2006-2008. La pérdida de competitividad fue brutal especialmente en los PIIGS con un enorme coste en desempleo y destruccion de empresas.Notificar comentario inapropiado
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