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España y Europa, treinta años para una nueva mentalidad jurídica

Sixto SÁNCHEZ LORENZO

Catedrático de Derecho internacional privado. Universidad de Granada

Diario La Ley, Sección Documento on-line, 17 de Junio de 2016, LA LEY

LA LEY 4011/2016

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Resumen

España ha sido, durante buena parte de estos treinta años, un país comprometido con la idea europea y una sociedad claramente partidaria del proceso de integración. Desde el punto de vista jurídico, la incidencia del Derecho europeo es algo asumido e impregna de forma natural tanto la práctica jurídica como la enseñanza del Derecho. En muchos ámbitos ha supuesto una mejora de la calidad de las normas, aunque ha introducido indudablemente elementos de complejidad y dificultades de adaptación.

Para evaluar el impacto jurídico de la entrada de España en la Unión Europea hace ahora treinta años, resulta imprescindible un juicio que no olvide el análisis paralelo de su impacto económico y político.

España, junto a Portugal, accede a la Unión Europea en un momento de dulce tránsito en el proceso de integración. Los años ochenta fraguaron el paso de un Mercado Común a un Mercado Único. El Acta Única Europea de 1986, y luego del Tratado de Maastricht (LA LEY 109/1994) en 1992, supusieron un tránsito de las Comunidades Europeas a la Unión Europea, que no era puramente nominal. En términos económicos, dicho tránsito suponía escalar un peldaño fundamental de la integración, desde la Unión Aduanera, o la Europa de las libertades de circulación, hacia un Mercado Único sustentado en la Europa de las políticas. Dicho tránsito no fue fruto de un mero acto de voluntad política. Fue, también, el resultado de una evolución jurídica palpable en la jurisprudencia del Tribunal de Luxemburgo.

Concluidos los períodos transitorios en el establecimiento de las libertades de circulación de mercancías, personas y servicios, el Tribunal de Justicia propició un cambio radical en la comprensión de las relaciones entre los ordenamientos nacionales y el Derecho europeo en materia de libertades de circulación, tanto originario como derivado. En la lógica de un Mercado Común, las normas nacionales quedaban restringidas por un mero principio de no discriminación. Consolidadas dichas libertades, el Tribunal de Luxemburgo configuró un nuevo marco de relaciones, más estricto, donde el concepto de restricción o contrariedad de la norma nacional con el Derecho comunitario iba más allá del principio de no discriminación, a través de la denominada «regla de reconocimiento», que exigía un test más severo acerca de los intereses públicos que sustentaban la restricción nacional de las libertades, su adecuación, eficacia y proporcionalidad. Esta evolución jurisprudencial, visible ya en los años setenta, fue el motor de la evolución legislativa y económica reconocida, más que creada, en el Tratado de Maastricht (LA LEY 109/1994), Con ello, como decíamos, se consolidaba la integración económica sobre una base que multiplicaba las posibilidades legales de las instituciones europeas para proceder a una armonización jurídica y económica, sobre la base del desarrollo directo de las políticas y alimentada asimismo por la liberación mundial de la libre circulación de capitales.

Como la historia demuestra, la integración política también precisa, más allá de la voluntad, una fuerte dosis de integración económica y jurídica

Integración económica e integración jurídica fueron, pues, de la mano. La integración política, sin embargo, no avanzó en términos similares. Como la historia demuestra, la integración política también precisa, más allá de la voluntad, una fuerte dosis de integración económica y jurídica. La dificultad para avanzar en esta dirección pronto se vio evidenciada por la dificultad de implementar una auténtica política exterior común, que a la postre ha supuesto una debilidad estratégica de la Unión en el ámbito de los conflictos internacionales. Un segundo escollo, presente en cada reforma de los Tratados, desde Maastricht a Ámsterdam, de Niza a Lisboa, radicaba en la lejanía de las instituciones europeas respecto de la ciudadanía y en el déficit democrático en los procesos de adopción de decisiones. Poco a poco, el Parlamento Europeo ha obtenido un papel más predominante en los mecanismos de adopción de decisiones, si bien el peso de la Comisión no oculta la idea de que las decisiones se adoptan esencialmente en sedes gubernativas controladas por los Estados dominantes y, en muchos casos, por el eje franco-alemán, o mejor, germano-francés.

La Unión Europea no se ha dejado nunca arredrar por las dificultades socio-políticas en el avance de la integración política. La prudencia no ha sido la seña de identidad de las instituciones europeas, acostumbradas a poner a menudo el carro ante los bueyes para forzar las zancadas de la integración política hasta sufrir inevitables traspiés. Para muchos observadores el primer error de cálculo consistió, tal vez, en la extensa ampliación de la Unión Europea de 15 a 25 miembros en 2004, incorporando a muchos países del Este. En dicha ampliación los objetivos políticos primaron sobre los objetivos económicos. El funcionamiento de la UE no volvería a ser el mismo, y algunos de los retos que dicha ampliación planteó hoy no se han visto resueltos: de un lado, países como Polonia o Hungría suscitan dudas desde el punto de vista del ideario político y la lealtad a los valores de la Unión. De otro, los flujos migratorios desde países como Rumania, una vez expirados los severos plazos transitorios, han hecho tambalearse los pilares de las viejas libertades de circulación o han contribuido a aumentar el euroescepticismo.

La velocidad del proceso de integración en un marco cada vez más heterogéneo de Estados ha requerido compartimentar la propia Unión Europea en subespacios: la Europa de Shengen, la Europa del Euro, la Europa de la cooperación reforzada... Igualmente, la necesidad imparable de avanzar y, al mismo tiempo, de respetar las reclamaciones políticas de unos y otros, ha implicado la desnaturalización del proyecto del Mercado Único, convertido en un mercado a distintas velocidades. La cooperación judicial en el ámbito de la libertad, seguridad y justicia se acomodaba a este modelo, a través de privilegios protocolarios para países como el Reino Unido, Irlanda y Dinamarca. La armonización jurídica a través de directivas deformaba la presunta uniformidad legislativa, permitiendo numerosas directivas de mínimos, cuyos objetivos podrían ser superados por las legislaciones nacionales al albur de las preferencias políticas o las posibilidades económicas en cada Estado. Las expectativas generadas en los noventa a favor de una Unión Europea consolidada en un Mercado Único y con un mayor protagonismo en la unificación jurídica poco a poco se veían traicionadas por una Europa amorfa y desgajada, cada vez más compleja. El tamaño del cuerpo aumentaba, pero las formas cada vez resultaban más irreconocibles.

El resultado de este proceso fue el fiasco del proyecto de Constitución Europea de 2005, arrojado a la basura por los propios ciudadanos a través de los resultados del referéndum en Francia y en los Países Bajos. Por aquel año, los ciudadanos españoles aún acreditaban el talante europeísta de siempre, y votaron a favor de dicha Constitución. Desde un punto de vista jurídico, la Constitución Europea tenía un valor esencialmente emotivo. En términos técnicos, se trataba de una simple modificación de los Tratados, que añadía un Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (LA LEY 12415/2007) que, finalmente, pasaron en buena parte en 2007 al Tratado de Lisboa (LA LEY 12533/2007). Pero la crisis institucional no se detuvo en el modesto alcance jurídico de la llamada «Constitución para Europa», pues lo verdaderamente relevante consistía en el freno al proceso de integración política europea.

Por otra parte, la Carta de Derechos Fundamentales no aporta en realidad un acervo suficiente para configurar un patriotismo constitucional europeo, en el sentido «habermasiano» del término. Una vez más, las instituciones europeas confunden un alto grado de integración económica con una paralela intensificación de la realidad política y cultural. Cabría decir que los errores en el proceso de integración europeo han partido casi siempre de este fatal diagnóstico. El ámbito de los Derechos fundamentales, aparentemente simbólico en la definición de la identidad europea, tampoco escapa al peso de la diversidad. El propio Tribunal de Justicia lo puso de relieve en el 2004, al hilo del caso Omega. La Convención Europea de Derechos Humanos (LA LEY 16/1950) y la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, integrados en el acervo europeo, garantizan una homogeneidad en el tratamiento de los derechos fundamentales, que ha sido esencial en múltiples ámbitos, singularmente del Derecho procesal y del Derecho de familia. Sin embargo, en los ámbitos no cubiertos por el Tratado, la pretensión de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (LA LEY 12415/2007) de reconducir los derechos fundamentales a una presunta tradición común podía resultar vana respecto a derechos tan básicos como la dignidad de la persona. Así lo puso de relieve el caso Omega, y el propio Tribunal de Luxemburgo al recurrir al eufemismo de la diversidad de «modalidades de ejecución» para poner de relieve que no todos los Estados miembros tienen por qué compartir una única interpretación sobre el alcance de un derecho fundamental, y que si «jugar a matar» es contrario a la dignidad de la persona en Alemania, por razones obvias, quizás no lo sea en el Reino Unido, menos proclive históricamente a holocaustos.

Aunque mediáticamente el fiasco de la Constitución Europea justificaba la crisis institucional, en términos políticos el fracaso de la unificación del Derecho privado europeo acaso presente mayor envergadura. La Europa de las políticas ha permitido un desarrollo notable en determinados ámbitos del Derecho privado. El Derecho internacional privado prácticamente ha pasado a ser competencia exclusiva de la Unión Europea. El desarrollo de la política de consumo, originalmente vinculada a la libre circulación de mercancías, ha conllevado una armonización muy relevante de las normas reguladoras de los contratos de consumo y de la responsabilidad del fabricante por sus productos. El desarrollo de las directivas en materia de consumo ha propiciado, además, algunas de las sentencias más señeras del Tribunal de Justicia acerca de la transposición de directivas, sus efectos verticales, el principio de interpretación conforme a las directivas del Derecho nacional o la responsabilidad del Estado en caso de no transposición o transposición de defectuosa de las directivas. Sin embargo, el «puntillismo» de las normas europeas con repercusión en el Derecho privado pronto sirvió de excusa a las instituciones europeas para tratar una vez más de poner el carro ante los bueyes, proclamando la necesidad de contar con un sistema europeo de Derecho privado. La idea del Código civil europeo empezó a barajarse ya en los años ochenta, mientras la denominada Comisión Lando iniciaba las arduas tareas que alumbraron, a finales de los noventa, una versión ya completa de los Principios de Derecho Contractual Europeo. El modelo supo a poco, sobre todo al lobby alemán, que pensaba en un proyecto más ambicioso, y no en un mero conjunto de normas opcionales más o menos inspiradas por los Principios de Derecho Contractual Europeo. El eufemismo para alcanzar la redacción del ansiado Código civil comenzó a aparecer con el nuevo siglo en las Comunicaciones de la Comisión al Parlamento Europeo y al Consejo como «Common Frame of Reference». El Marco Común de Referencia debía servir, como su propio nombre indica, para dotar de coherencia al creciente Derecho derivado en materia de Derecho privado, de forma que hubiera coherencia y congruencia del léxico jurídico y, sobre todo, de los principios jurídicos generales, informadores del acquis comunitario. Los Acquis Principles fueron el subproducto que sirvió a esta finalidad. Pero el verdadero producto fue un embrión de Código Civil en toda regla, conocido como Draft Common Frame of Reference, que abarcaba todo el Derecho patrimonial desde una concepción claramente continental, o más propiamente germánica, que solo sirvió para alejar definitivamente al mundo anglosajón de las veleidades quiméricas del lobby alemán. El ambicioso proyecto del Marco Común de Referencia apenas quedó reducido a un Proyecto de Reglamento sobre la compraventa europea de 2011, limitado a transacciones transfronterizas, que muy pronto cayó abatido por el peso de las críticas venidas de todos los frentes.

El estrepitoso fracaso del costoso y largo proceso para alcanzar un Derecho privado europeo es muy revelador de los errores de conjugación de las vertientes jurídica, económica, política y cultural en el seno de la Unión Europea. La idea de un Código civil europeo obviamente recordaba la polémica codificadora del siglo XIX. No en vano a partidarios y detractores de semejante idea se les comenzó a denominar «thibautianos» y «savignyanos». La historia demuestra que la idea de un Código civil responde siempre a un interés político unificador, como bien supo Napoleón. Pero el mero hecho de creer en la factibilidad de ese proyecto implicaba una ignorancia supina de la diversidad cultural europea y, lo que es más relevante, de la conveniencia de que las aproximaciones culturales se procuren de forma blanda y progresiva.

Solo faltaba la crisis económica, con su secuela en forma de crisis del euro, para que las suspicacias y las diversidades culturales se acentuaran en contra del proyecto europeo. La crisis económica vino a poner de manifiesto los riesgos que implicaba que el carro estuviera delante de los bueyes. Se había permitido una moneda única sobre unas condiciones de acceso poco rigurosas, que permitieron a un país como Grecia falsear sus cifras macroeconómicas y alimentar así su suicidio. La política monetaria conllevaba unas limitaciones evidentes de competencias soberanas, que pasaron a un Banco Central Europeo que, sin embargo, tampoco tenía las competencias específicas de un Banco Central. La globalización de la moneda no venía acompañada de una globalización de la política fiscal ni tampoco de la política bancaria y, lo que es peor, englobaba a economías nacionales con intereses diversos, problemas estructurales diferentes y poblaciones con necesidades dispares. Las consecuencias son bien conocidas, al menos en lo económico. Ignoramos aún, cuáles pueden ser las consecuencias para el proyecto político europeo. Por el momento, hemos asistido a la suspensión del sistema Shengen, esperamos cuando escribimos estas líneas al referéndum inglés sobre el Brexit, atestiguamos el auge de partidos xenófobos y a un incremento notable, más allá del escepticismo, de la euro-animadversión. Seguramente nadie habría podido prever un escenario semejante hace solo diez años.

España ha sido, durante buena parte de estos treinta años, un país comprometido con la idea europea

España ha sido, durante buena parte de estos treinta años, un país comprometido con la idea europea y una sociedad claramente partidaria del proceso de integración. Ciertamente, el desarrollo socio-económico de España desde la adhesión a la Unión Europea no puede ser objetado por nadie en su sano juicio. Desde el punto de vista jurídico, la incidencia del Derecho europeo es algo asumido e impregna de forma natural tanto la práctica jurídica como la enseñanza del Derecho. En muchos ámbitos ha supuesto una mejora de la calidad de las normas, aunque ha introducido indudablemente elementos de complejidad y dificultades de adaptación.

La primacía del Derecho europeo no ha planteado singulares problemas en España. Aunque el Tribunal Constitucional se ha alineado con la doctrina constitucional de otros Estados, como Italia, Alemania o Dinamarca, no reconociendo en realidad el carácter supraconstitucional del Derecho europeo (Declaración TC 1/2004), ha afirmado en todo caso su compatibilidad con la soberanía estatal, nuestras estructuras constitucionales básicas y el sistema de valores y derechos fundamentales garantizados por nuestra Constitución. El Tribunal Supremo, por su parte, estableció en su sentencias de 19 de enero de 2004 y de 24 de mayo de 2005 un sistema diferenciado en el tratamiento de las acciones por responsabilidad del Estado por infracciones del Derecho constitucional o del Derecho europeo, aplicando el principio de agotamiento de recursos solo para el segundo, interpretación que el Tribunal de Luxemburgo juzgó contraria al principio de equivalencia en la sentencia Transportes Urbanos en 2010.

Al margen de estas cuestiones puntuales, la integración del Derecho europeo en el sistema español se ha efectuado con normalidad, si bien con las particularidades derivadas del carácter plurilegislativo del sistema español. En efecto, las amplias competencias legislativas de las Comunidades Autónomas las habilita para la transposición y ejecución de buena parte del Derecho europeo, aunque la responsabilidad por la defectuosa transposición y aplicación del Derecho europeo recae exclusivamente en el Estado. Esta singularidad ha planteado constantes dudas sobre la eficacia del Derecho derivado en caso de inacción de las Comunidades Autónomas (Informe del Consejo de Estado de 14 de febrero de 2008) y sobre el propio papel subsidiario del Derecho común en materias de Derecho privado. De hecho, la pluralidad legislativa española en materia de Derecho privado, únicamente equiparable en el Reino Unido, siempre ha hecho dudar sobre la pertinencia de un Código civil europeo en un país en que el Derecho civil tiende a diversificarse territorialmente (lo que algún autor ha calificado como «el suplicio de Tántalo»).

El grado de compromiso jurídico del legislador y de los tribunales españoles con el Derecho europeo se ha situado en estos años en un discreto término medio. No se ha caracterizado España por ser un país aplicado a la hora de transponer el Derecho derivado, ni tampoco los tribunales por plantear un número de cuestiones prejudiciales significativo. Pero tampoco España ha sido la última de la clase. En contraste, el impacto académico del Derecho europeo ha sido notable, y así se ha traducido en planes de estudios, cátedras Jean Monnet, y proliferación de publicaciones periódicas de prestigio. Desde sus orígenes, El Diario La Ley, con su sello específico sobre la Unión Europea, ha acompañado esta conciencia indudable de la ciencia jurídica sobre la importancia y el alcance del Derecho europeo en todos los órdenes jurídicos. De esta forma, hoy en día resulta muy difícil concebir el retorno a un sistema jurídico en que el elemento integrador y europeo no esté presente, aportando normas, conceptos, principios y criterios interpretativos, proporcionando, en suma, una nueva mentalidad jurídica que es ya consustancial a muchas generaciones de juristas. El futuro no está escrito, pero cualquiera que sea resulta difícilmente concebible sin la impronta de un sistema jurídico que trasciende las fronteras del Estado y, en consecuencia, las grandes teorías del Derecho que, como el positivismo, son tributarias de una Era Moderna ya periclitada. Si las circunstancias históricas, políticas y económicas pueden conllevar algunas involuciones, la mentalidad jurídica que ha ido esculpiendo el Derecho europeo como manifestación más profunda de la integración supranacional no será ya prescindible, seguramente por fortuna.

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