I. INTRODUCCIÓN
La mayoría de los artículos que abordan este tema suelen definir los smart contracts como aquellos contratos que pueden ejecutarse por sí mismos, de forma automatizada y autónoma respecto a las partes. Lo anterior no es una definición, ni muestra sus notas características, ni mucho menos su naturaleza jurídica, así que no sirve de mucho.
Los «contratos inteligentes» son secuencias de instrucciones o indicaciones destinadas a ser utilizadas, directa o indirectamente, en un sistema informático para realizar una o varias prestaciones de un contrato (por tanto, programas de ordenador (1) ), con la particularidad de que, una vez activadas, las partes dejan de tener el control de su cumplimiento, que se realizará por sí mismo. Si esto tampoco ayuda —que es posible—, un ejemplo muy simple podría ser un sistema instalado en la nevera de una habitación de hotel que, una vez detecte que el usuario ha retirado un objeto de la misma, ejecute una orden de cobro del precio al cliente, a menos que vuelva a dejarse en su sitio inmediatamente. Pero tampoco estaríamos ahí ante nada novedoso ni revolucionario que justificara el uso de un anglicismo más.
El propio desarrollador del concepto, el criptógrafo Nick Szabo (2) , señalaba en 1996 que el propósito que subyace a los contratos inteligentes es articular soluciones técnicas incorporadas a aparatos electrónicos o a programas informáticos que desincentiven el incumplimiento de un contrato. Szabo ponía como ejemplo precursor las máquinas de venta automática, en tanto al cliente no le compensa el esfuerzo y riesgos de romper la máquina cuando por un precio reducido puede obtener el producto deseado. A partir de ahí, extendió ese planteamiento a la «propiedad inteligente», que es la que en sí misma incorpora mecanismos (protocolos, según Szabo) que determinan el alcance de los derechos que ostenta el poseedor de determinadas claves en un determinado momento, de modo que si incumple determinadas condiciones (impago del precio, uso indebido…) se bloquearían o limitarían sus facultades. Las modernas tecnologías de gestión digital de derechos (Digital Rights Management, DRM) que van a asociadas a contenidos en formato digital (música, películas, libros) ya permiten lo anterior pero, en ese momento, un planteamiento que nos llevaría a lo que ahora se llama «Internet de las Cosas» (3) era novedoso.
II. APLICACIÓN DE TECNOLOGÍA DE CRIPTOMONEDAS
El atractivo de los smart contracts puede explicarse, en mi opinión, por la innegable curiosidad de todo lo que sugiera «inteligencia artificial». Desde que Jacques de Vaucanson construyera en 1737 El Flautista, el primer autómata reconocido y que encandiló en especial a La Mettrie, a Diderot y a Voltaire, el ser humano ha hecho enormes esfuerzos para que las máquinas hagan su trabajo, o al menos le resulte más fácil. Tampoco los juristas íbamos a ser ajenos a ello.
Pero, en especial, el desarrollo y auge de este tipo de soluciones tiene su razón de ser en la aplicación de lo que se conoce como blockchain, que es parte de la tecnología que hace posible el funcionamiento de «monedas virtuales» como los bitcoin.
El funcionamiento de los bitcoins es complejo pero, básicamente y a los efectos de este artículo, lo que conviene saber es que el sistema en torno a ello permite realizar transacciones de esas «monedas» virtuales por parte de usuarios cuya identificación real no sólo no se verifica sino que normalmente se oculta deliberadamente (4) . Si además el usuario utiliza varios identificadores distintos y se realiza un pago en varias transacciones en distintos momentos, el rastreo de las mismas resulta, en la práctica y actualmente, imposible.
Todas esas transacciones se registran en la llamada «cadena de bloques» que es, en realidad, una base de datos que recoge, a modo de anotaciones en cuenta, todas las transmisiones de bitcoins, de forma concatenada. La garantía de las transacciones proviene de que van firmadas digitalmente y con un sellado de tiempo (por lo que difícilmente se pueden alterar), y de que la «cadena de bloques» se almacena de forma distribuida, esto es, sin que exista una base de datos única sino que está replicada en miles de ordenadores interconectados, por lo que una alteración puntual se detecta y corrige en minutos. Esa actividad de comprobación y verificación de la «cadena de bloques» es lo que hacen los llamados «mineros» que, gracias a su tiempo y recursos (se requieren equipos informáticos de gran potencia y consumo) obtienen, a cambio, más bitcoins.
Las aplicaciones de la blockchain trascienden del uso de bitcoins, y de hecho podríamos elucubrar en trasladar esa tecnología a otros ámbitos como los títulos de crédito, operaciones bancarias o de bolsa, o a la gestión de los Registros de la Propiedad o Mercantiles.
Los contratos inteligentes utilizan la «cadena de bloques» registrando que determinado usuario se compromete, de forma pública aunque preservando su identidad, objeto y causa, a efectuar una prestación en favor de otro (normalmente, un pago) si se verifica el cumplimiento de una condición predeterminada y que normalmente es otra prestación que corresponde realizar este último (5) . Ese compromiso lo que supone es que, cumplida la condición, el pago se libera automáticamente en favor del beneficiario. El rasgo característico es que un protocolo informático (un algoritmo) bloquea el pago (o cualquier otro bien susceptible de ser controlado de forma electrónica) y podrá ejecutarlo de forma autónoma, una vez ser verifique el cumplimiento de la condición, por sí mismo. Por tanto, sin la intervención de las partes ni de una plataforma de pago concreta. En definitiva, una vez se ha registrado el contrato en la «cadena de bloques», el compromiso es inalterable por el propio funcionamiento distribuido y cifrado de ésta.
III. FUNCIONAMIENTO PRÁCTICO Y PROBLEMÁTICA DESDE UN PUNTO DE VISTA LEGAL
La operativa desde el punto de vista de los usuarios es normalmente más sencilla, ya que se recurre a servicios de terceros que facilitan tanto el proceso de generación del contrato (definir las condiciones y prestaciones) como su registro en la blockchain, pero en todo caso como juristas se requieren conocimientos técnicos para comprender el funcionamiento, los riesgos y limitaciones, además de las posibles variables.

Un ejemplo sencillo podría ser el compromiso de entrega de una cantidad en bitcoins en caso de que un hijo apruebe todas las asignaturas de un curso de licenciatura. La programación requeriría introducir las direcciones de bitcoin de las partes (códigos alfanuméricos), el valor y la condición. A fin de no dejar el cumplimiento de esa condición al arbitrio de las partes, el protocolo (código) podría ejecutar una consulta por medio de Internet a una base de datos pública de la Universidad y verificar si el valor de cada una de las notas vinculadas a una persona concreta es superior a cinco. En caso de cumplirse lo anterior, se liberaría el pago, y de no ser así la cantidad en bitcoins comprometida volvería al «monedero virtual» del pagador.
Desde una perspectiva de Derecho, y aun cuando la ejecución del contrato podemos considerarla resuelta (otra cuestión son los problemas que origine), este tipo de sistemas plantean cuestiones que no encajan fácilmente.
Por un lado, por mucho que se introduzcan variables, éstas tienen que estar determinadas. Podemos prever que el coste de un servicio de transporte se modifique en caso de alteración de precios en el combustible, que una compraventa de participaciones sociales quede sin efecto en caso de no figure en el Registro Mercantil la inscripción de determinado acto, o cualesquiera otras dependencias externas posibles (p. ej. la cancelación de una reserva de viaje por cambios meteorológicos), pero siempre deberán ser condiciones determinadas, concretas y que una máquina pueda verificar.
El lenguaje de los contratos, necesariamente, deberá mejorar en su claridad y evitar imprecisiones, contradicciones o supuestos no contemplados. Y, por otro lado, las cuestiones subjetivas (por ejemplo, el carácter abusivo de una cláusula o conflictos de intereses), supuestos imprevisibles o inevitables (caso fortuito), o incumplimientos debidos a fuerza mayor, no van a poder regularse en un «contrato inteligente».
Por otro, este escenario no permitirá verificar todos los elementos del contrato. Aun cuando podamos determinar algo sencillo como la mayoría de edad de las partes, no lo será tanto comprobar su capacidad de forma completa y, difícilmente, ver si el consentimiento está viciado en la medida en que entren en juego factores ajenos. Tampoco el objeto y la causa, en tanto estén ocultos y no pueda determinarse su licitud o su realidad (negocios simulados, objetos fuera de comercio, servicios imposibles…).
Por tanto, la nulidad o anulabilidad de los contratos queda comprometida o es imposible. Pero, en caso de verificarse, la declaración de ineficacia del negocio debería conllevar efectos retroactivos que se trasladaran a la «cadena de bloques», lo cual podría ser más complicado aún.
Finalmente, ya no sólo las acciones de nulidad o anulabilidad indicadas presentan dificultades, sino en realidad prácticamente cualesquiera que surjan de la interpretación y efectos del contrato. Con carácter previo, por los problemas de identificación de las partes.
En este punto y por ver otra aplicación concreta de los smart contracts, ha surgido una nueva forma de estructura organizativa ausente de todo control central, conocidas como «Organizaciones Autónomas Descentralizadas» (Decentralized Autonomous Organizations, DAO). Según este sector, serían entidades «virtuales» cuya organización y gestión se regularía completamente por esta vía, desde su constitución, los negocios sobre las «participaciones sociales», hasta la toma de decisiones (6) .
Existe un acuerdo de voluntades claro, orientado a un fin común, que ordena diversos medios y cuenta con una estructura organizativa. Por tanto, por mucho que se le quiera dar una denominación específica, a efectos legales esto se podría equiparar, al menos, a una comunidad de bienes, cuyo régimen se determina, como es sabido, en los arts. 392 y siguientes del Código Civil (LA LEY 1/1889), a falta de contrato. Contrato existirá, otra cuestión será la prueba de ello, o quizá ni siquiera podríamos asegurar lo anterior en tanto no se pueda acreditar que dicha organización está constituida realmente por personas.
En todo caso, se abren nuevos retos a los que habrá que hacer frente. En principio con normas jurídicas, al menos antes de que tengamos que someternos a la técnica por completo.