- Comentario al documentoLos toros son varias cosas a la vez: un espectáculo público incluido en la competencia autonómica sobre la materia del mismo nombre; un espectáculo con un animal objeto de protección en ejercicio del correspondiente título competencial, asimismo autonómico; y una «manifestación cultural común» amparada por las competencias ahora del Estado en materia de cultura y preservación del patrimonio común. Dada esta concurrencia de títulos, no es constitucionalmente admisible que una disposición, dictada en ejercicio de aquellas indiscutidas competencias autonómicas (que, de ser las únicas en juego, no darían ocasión a que la norma prohibicionista fuese objeto de reproche competencial alguno), pueda menoscabar las legítimas competencias culturales del Estado, ejercidas a través de las Leyes 10/1991, 18/2013 y 10/2015, privando a éstas de eficacia en el territorio de la Comunidad cuando su finalidad es conservar, también allí, esa manifestación cultural común. Ahora bien, no pudiendo las CC.AA. prohibirla así, directamente, el verdadero debate que subyace en la Sentencia es si, en ejercicio de la misma competencia sobre espectáculos, podría cada Comunidad regular la estructura y secuencia de la corrida y hacerlo —como quisiera, si quisiera— de un modo agresivo, esto es, alterando o suprimiendo sus elementos arquetípicos y convirtiéndola en otra cosa. El TC no despeja la cuestión, pero de sus razonamientos se infiere una respuesta negativa. Porque, al final, para nada valdría la declaración de los toros como patrimonio cultural común si la competencia estatal que ha permitido su emisión no comprendiera también la facultad para el señalamiento de los elementos esenciales de dicho patrimonio, los que hacen que la corrida de toros sea tal, las normas que la mantienen, pues, en su pureza e integridad y la hacen reconocible. Sin perjuicio de lo cual, las CC.AA., en ejercicio de sus competencias (que también tienen) culturales, pueden regular, igualmente para preservarlas y conservarlas, las especificidades de la Fiesta que verdaderamente respondan y se correspondan con sus «tradiciones propias».
I. PRIMERAS IMPRESIONES
No sé si fui el único (uno de pocos, seguro que sí) que, tras leer la nota oficial con el extracto de la sentencia del TC declarando la inconstitucionalidad de la Ley prohibicionista de los toros en Cataluña, no me sumé al incontenido alborozo general, sino que, muy al contrario, presto manifesté mis reservas sobre el verdadero sentido y alcance de dicha resolución.
No me faltaban motivos para ello.
1. La huida del problema espinoso
En primer lugar, porque el asunto no se había resuelto desde el punto de vista de los derechos y libertades fundamentales que la ley catalana lesionaba: las de creación artística, de empresa … de hacer, en fin, lo que cada uno quiera (torear… ver los toros) si esto no perjudica a los demás. No se sabe (y seguirá sine die sin saberse) si para el TC hay, no ya lesión (que es evidente que sí), sino si hay algún bien constitucionalmente relevante que la justifique, uno que, de acuerdo con la CE, permita el sacrificio que la prohibición supone para esos derechos y libertades.
2. La elección del problema formal
La sentencia (LA LEY 153492/2016) afronta la cuestión, en cambio, desde la otra perspectiva posible: la estrictamente formal o competencial. Es decir, si la «norma autonómica», cuya finalidad —demuestra el TC— no era «sólo la protección animal, sino también la prohibición de un determinado tipo de espectáculo», había sido dictada en «adecuado ejercicio» de las correspondientes (indiscutibles e indiscutidas, según la CE y el Estatuto de Autonomía) competencias autonómicas en materia de protección de animales y de espectáculos públicos. O si, por el contrario, se había extralimitado, «vulnerando por menoscabo» las competencias estatales concurrentes en el asunto, en concreto, las que el Estado ostenta —descubre el TC— en materia de cultura y protección del patrimonio cultural común, que «son las que más directamente (o, mejor, son las que "necesariamente" —añade la sentencia—) se relacionan con la prohibición», no más que «atendiendo a la específica naturaleza del espectáculo del que se trata».
Es por este camino, razonando sobre aquellas competencias autonómicas y oponiéndolas a las culturales del Estado, por donde el TC llega a su fallo: «declarar inconstitucional y nulo» el precepto autonómico objeto de recurso, sin que, por tanto, para él sea «ya preciso analizar la norma» desde la perspectiva «de la vulneración de los arts. 20.1,d) (LA LEY 2500/1978)y 38 CE (LA LEY 2500/1978)».
En definitiva, que la sentencia ha puesto fin a un asunto entre reyes, y no con súbditos, que nada aquí tienen que ver.
3. Los fundamentos jurídicos del fallo
Resumo, reordenándola a mi manera, la línea argumentativa seguida por el TC:
Primero.- Que los toros (la tauromaquia) son, en realidad, una «actividad con múltiples facetas o aspectos»: un espectáculo público, sí; y un espectáculo que se desarrolla con un animal que puede ser objeto de protección por la Comunidad Autónoma, también. Pero a la vez son un «fenómeno» con «una indudable presencia en la realidad social de nuestro país», «una expresión más de carácter cultural que puede formar parte del patrimonio cultural común».
Segundo.- Que la «consecuencia de ese complejo carácter» que tienen los toros «como fenómeno histórico, cultural, social, artístico, económico y empresarial» es que sobre ellos se da una «concurrencia de competencias estatales y autonómicas en su regulación».
Tercero.- Que las competencias autonómicas en materia de espectáculos y protección animal, si fueran las únicas a considerar, podrían perfectamente incluir «la facultad de prohibir un determinado tipo de espectáculo». Porque el legislador autonómico goza de libertad en la «interpretación de los deseos u opiniones que sobre esta cuestión existen en la sociedad catalana a la hora de legislar en el ejercicio de sus competencias».
Cuarto.- Que, sin embargo, como «manifestación cultural», los toros también son materia objeto de competencias estatales de índole «cultural», las cuales tienen un «área de preferente atención» tanto «en la preservación del patrimonio cultural común», como «también en aquello que precise de tratamientos generales». De manera que, en esta su vertiente cultural, los toros se prestan a «una intervención del Estado dirigida a su preservación ex art. 149.2 CE (LA LEY 2500/1978)».
Quinto.- Que dichas competencias estatales «en materia de cultura» han sido «específicamente» ejercidas «en lo relativo a las corridas de toros», mediante el dictado de un «conjunto de normas no controvertidas competencialmente» que han declarado «formalmente» a la tauromaquia como «patrimonio cultural»: la Ley 10/1991 (LA LEY 1082/1991) (con su mención a la «tradición y vigencia cultural de la fiesta de los toros»), la Ley 18/2013 (LA LEY 18054/2013) (con su consideración de los toros como «patrimonio cultural digno de protección en todo el territorio nacional») y la Ley 10/2015 (LA LEY 8776/2015) (que los incluye entre los «bienes que integran el patrimonio cultural inmaterial»).
Sexto.- Que esta «actuación legislativa estatal» y, en especial, su «consideración de la tauromaquia y, por tanto, de las corridas de toros, como patrimonio cultural inmaterial español», no constituye «un ejercicio excesivo de las competencias que corresponden al Estado en materia de cultura», sino «un ejercicio legítimo» de las mismas, que una norma autonómica no puede, entonces, («llegar al extremo de») «impedir, perturbar o menoscabar».
Séptimo.- Que «la medida prohibitiva de las corridas de toros, adoptada en ejercicio de las competencias en materia de espectáculos» y protección de los animales, «menoscaba», entonces, «las competencias estatales en materia de cultura, en cuanto que afecta a una manifestación común e impide» en Cataluña el ejercicio de las mismas dirigido «a conservar (también allí) esa tradición cultural, ya que, directamente, hace imposible dicha preservación».
De modo que la sentencia del TC es favorable a las corridas, sí. Pero únicamente en estos términos: lo que, con ellas, no pueden hacer las CC.AA. (de momento —en la sentencia—, prohibirlas), no porque los derechos y libertades de los ciudadanos (toreros, empresarios, público…) se lo impidan, sino porque hay competencias ejercidas por el Estado en materia de cultura y patrimonio cultural común que son las que no lo permiten.
4. La extensión de las competencias concurrentes
El segundo motivo de mi recelo estaba ya en la propia fundamentación jurídico-competencial del fallo. Pues figuraban en el publicitado extracto de la sentencia y, sobre todo, porque figuraban con el mismo peso que los demás razonamientos del Tribunal, un par de afirmaciones preocupantes para el futuro de la Fiesta.
Una era que, no obstante lo anterior, las CC.AA., en ejercicio de su título sobre los espectáculos públicos, podían regular el «desarrollo de las representaciones taurinas».
Algunos se preguntarán que qué tiene esto de particular, que por qué tiene que sorprender o preocupar; pues lo vienen haciendo (regular los toros las CC.AA.) desde hace años (sabido es que, hasta la fecha, se han promulgado nada menos que cinco reglamentos taurinos autonómicos), sin objeciones de ningún tipo, salvo doctrinales (entre ellas, las mías). Lo nuevo —lo preocupante— no era que el TC reconociera y bendijera ahora dicha competencia regulatoria autonómica, sino que, con la frase en cuestión, parecía extenderla de un modo explícito y rotundo mucho más allá de la mera exterioridad o «policía administrativa del espectáculo», incluyendo también la interioridad de la Fiesta, con posibilidad, pues, de dictar reglas autonómicas sobre la estructura, elementos y secuencia de la misma.
La otra afirmación perniciosa —a mi apresurado juicio— para los toros era que las CC.AA. también podrían, ahora en virtud de su título en materia de protección de los animales, decretar medidas para el «especial cuidado y atención del toro bravo».
Y, lo peor, que a estas dos aseveraciones se les sumaba lo que ya no daba cuenta la nota oficial que la sentencia dijera: que, aparte de no poder prohibirlos formal o directamente (por el motivo dicho), semejantes atribuciones autonómicas encontraran algunos otros límites (más límites) por el lado de la misma competencia estatal sobre los toros en tanto que patrimonio cultural común a conservar.
Es decir, me preocupaba sobremanera el completo silencio de la sentencia sobre la extensión o contenido, siquiera mínimo, que pueda tener esta competencia regulatoria estatal, la indeterminación, pues, respecto de lo que ésta, además de declararlos como patrimonio cultural, permite al Estado regular de los toros (por supuesto, también para su preservación), y lo que, por tanto, las CC.AA., con otra regulación (la suya) dictada en ejercicio de sus competencias, tampoco podrían menoscabar. Porque no nos engañemos: a los toros de nada les vale esa catalogación como patrimonio cultural si la misma no va acompañada del señalamiento (y de la facultad para el señalamiento) de sus elementos esenciales o básicos, los que, precisamente, los constituyen y hacen reconocible como tal patrimonio.
De modo que, a la vista de lo que decía y de lo que no decía la sentencia, concluí que, salvo que el extracto publicado no fuera fiel reflejo de su texto íntegro, la misma constituía, en realidad, una auténtica sentencia de muerte para las corridas, no sólo en Cataluña, también en el resto de España.
De muerte, sí.
Porque si la competencia autonómica en materia de espectáculos no se redujera a la policía administrativa de los mismos, esto es, a las normas para —en los propios términos del TC— «garantizar su libre desarrollo y la seguridad» de participantes y público en general, sino que (no viéndose limitada en nada más por la dicha competencia cultural estatal) también incluyera la facultad de regular la interioridad de la Fiesta (su estructura y elementos, sus lances y suertes) —que es a lo que, por su literalidad, parece referirse el TC con eso del «desarrollo de la representación taurina»—, entonces, las CC.AA. o, más exactamente, cada Comunidad Autónoma podría regular ese desarrollo técnico y artístico taurino de la manera que tuviera por conveniente (si quisiera, cuando quisiera y como quisiera), y prescindir, por ejemplo, de los reconocimientos de las reses, suprimir los alguacilillos, los trofeos para los diestros… o, incluso, la misma presidencia administrativa de la corrida, dejando ésta a su suerte.
Y porque, pudiendo establecer, tanto en virtud de esa misma competencia sobre espectáculos, como (más, quizás) por la igualmente suya sobre protección de animales, y sin límite tampoco por parte de las competencias culturales del Estado, pudiendo establecer, digo, las medidas de «especial» protección del toro que les pareciera, estas medidas podrían ser no sólo las que se idearan para antes de la corrida y fuera del ruedo, sino también otras para dentro y durante la lidia, por ejemplo, obligando a sustituir las banderillas con arpón por unas con ventosas, o directamente suprimiendo (que sería el ejemplo paradigmático) el tercio de muerte.
En fin, que si esto era así, si las referidas competencias autonómicas tuvieran esa extensión y no encontraran límites por el lado de la estatal para la protección del patrimonio cultural común, nada podría impedir que en vez de (y sin necesidad de) prohibirlas directa y expresamente (como de manera equivocada ha hecho la norma catalana), semejante regulación autonómica «negadora» de lo que las corridas han sido y son, determinaría así, simplemente convirtiéndolas en otra cosa (una irreconocible, quizás hasta una especie de número circense tipo Las Vegas), determinaría, digo, su inmediata extinción por simple inanición, como pasó en el siglo XIX con aquellos toros alternativos a los toros de muerte (los que, ya sin esta denominación de época, han llegado hasta nosotros).
II. AUTOCRÍTICA
Con base en el extracto de la sentencia, en sus afirmaciones y silencios, yo di prácticamente por segura esa concepción extensiva —para el TC— de las competencias autonómicas, y temí que, al final, sus argumentos más bien sirvieran de cheque en blanco para que la Comunidad catalana (como asimismo las demás Comunidades que después quisieran sumarse a esa nueva moda de política correcta) pudiera desnaturalizar la Fiesta, privarla de su identidad y esencia y, por tanto, acabar indirectamente con ella no más que introduciendo una predecible (y competencialmente procedente, entonces) regulación «agresiva» (así de agresiva) de su interioridad técnica y artística.
Debo reconocer ahora que el extracto no hacía justicia del texto completo de la sentencia, cuya lectura me ha tranquilizado bastante.
No hasta el punto de que, a su tenor, pueda anunciar que el peligro esté del todo conjurado; no es que el Tribunal diga, en algún párrafo, que las CC.AA. no pueden regular la estructura, elementos y secuencia de la corrida; ni siquiera que llegue a incluir una negación expresa de que la facultad de regularla (supuesto sea que la tengan) incluya esa posibilidad de degradar o desnaturalizar los toros.
Nada de esto dice. Pero casi. Por lo que semejante eventualidad la veo ahora, sinceramente, como una mera hipótesis de laboratorio.
Y es que las afirmaciones que me preocupaban, aunque están —es verdad— en el texto íntegro de la resolución, van acompañadas de importantes matices aclaratorios y, en todo caso, la ilimitada extensión competencial que podría desprenderse (que yo creí que se desprendía) de la respectiva literalidad de las mismas, no encuentra correspondencia con la lógica de la argumentación seguida por el Tribunal; mientras que, llevada a sus últimas consecuencias, de esa misma lógica (de la que, se quiera o no, el TC se ha hecho rehén) sí se deduce, en cambio, un contenido mínimo o esencial de la competencia cultural estatal para regular los toros, sin el cual se vendría abajo toda la fundamentación jurídica de la sentencia.
Por tanto, el verdadero debate que subyace en ella (que al menos subyace, y no está, como al principio temí, resuelto) es este: que o las CC.AA., en ejercicio de sus competencias de espectáculos y animales, pueden regular, además de la policía administrativa de las «representaciones taurinas», su desarrollo técnico y artístico (pudiendo, entonces, alterar o suprimir la presidencia administrativa, las banderillas o la muerte de la res en el ruedo, entre otras medidas que se les antojen); o no pueden las CC.AA. entrar ahí y regular por dentro la corrida, por ser éste un terreno ocupado por la legislación estatal dictada (si dictada, claro) para, precisamente, la conservación del patrimonio cultural común en toda su pureza e integridad.
III. RAZONES PARA LA ESPERANZA
Y digo todavía más: que este debate está, en la propia sentencia, tremendamente inclinado hacia el lado estatal, por escandaloso que esto pueda resultar para la común aceptación y loa de la irreversibilidad e ilimitabilidad, en cuanto a su desarrollo pasado, presente y futuro, del (por el TC llamado) «Estado autonómico». Pues semejante escora podría determinar, incluso, la inadmisibilidad de la normativa taurina autonómica (la dictada y la por dictar) en lo que a las reglas internas de los toros se refiere. Salvo que otras razones (quizás otras competencias autonómicas) puedan llevar a diferente conclusión.
1. Las aclaraciones del tribunal
Y es que cuando el TC afirma que las CC.AA. pueden regular el «desarrollo de las representaciones taurinas» (e igual pasa con otras frases más ambiguas o genéricas que también hay en la sentencia, como que «el carácter exclusivo» de la competencia sobre espectáculos, «junto con la existente en materia de protección animal, puede comprender la regulación, desarrollo y organización de tales eventos»), no se está refiriendo sino a los extremos que, precisamente, pone como ejemplos de regulación acometida en ejercicio de tales competencias, cuales son la limitación del «acceso a las corridas a los mayores de 14 años» o la restricción de «sus celebraciones a las plazas ya construidas». Es decir, aspectos de la exterioridad de los toros como mero espectáculo, tal y como en otros párrafos también proclama la sentencia, hablando de que esa competencia autonómica lo es para «regular aspectos que rodean al festejo taurino, como por ejemplo, el establecimiento de restricciones de acceso en función de la edad».
De aquí que la explicación, ya razonada, de la precitada competencia sobre espectáculos públicos que da el TC se circunscriba a eso, sin tocar para nada lo referente a la estructura y secuencia de la corrida en tanto que patrimonio cultural.
Y que no quepa duda alguna de que el TC conoce perfectamente la distinción entre uno y otro aspectos (espectáculo, por una parte, y tradición cultural, por otra) que los toros tienen como objeto de regulación, pues sobre éstos confluyen normas variadas, «una profusa regulación legal y reglamentaria que aborda su regulación desde dos perspectivas: la concerniente a la policía de espectáculos, y la concerniente a la regulación del fondo del espectáculo en cuanto a su estructura y reglas técnicas y de arte».
Consciente de la diferencia, seguidamente explica el TC, ya con detalle, el contenido de la competencia autonómica en espectáculos públicos, sin referirse en ningún momento a que la misma incluya la «regulación del fondo» de los toros: dicha competencia «se sitúa en el ámbito de la seguridad de personas y bienes», de modo que «el contenido de esta materia competencial alude a lo que se ha venido en llamar "policía de espectáculos" o, en definitiva, la reglamentación sobre los requisitos y condiciones que deben cumplir los espectáculos públicos para garantizar su libre desarrollo, así como la seguridad tanto de los ejecutantes como del público asistente». Según ya señalaba —y así lo recuerda el TC— la sentencia 148/2000, de 1 de junio (LA LEY 9712/2000), «habrán de incardinarse en la materia "espectáculos" las prescripciones que, velando por el buen orden de los mismos, se encaucen a la protección de las personas y bienes a través de una intervención administrativa ordinaria... En suma, la policía de espectáculos», que «se caracterizará por el hecho de que sus medidas o disposiciones permitan el desarrollo ordenado del acontecimiento, según la naturaleza del espectáculo de que se trate, sin necesidad de recurrir a medidas extraordinarias… de seguridad pública».
2. La lógica del razonamiento
Siendo éste el único contenido razonado de la competencia autonómica sobre espectáculos, queda por determinar en qué otra competencia (o competencia sobre qué) se incardinará, y a quién corresponderá, entonces, la regulación «del fondo» de la corrida.
Para esta tarea, el TC proporciona dos valiosas herramientas: una interpretativa y otra teleológica.
La primera está en su expresa referencia a «los decretos de traspasos» de los espectáculos a las CC.AA.
Ya se sabía que estas normas reglamentarias «no son título atributivo de competencias», que no las «atribuyen ni reconocen», porque cualesquiera que sean las competencias de que se trate, éstas «derivan» únicamente del «bloque de la constitucionalidad»: Constitución, Estatutos de Autonomía… Sin embargo, esos decretos sí que «tienen cierto valor interpretativo para determinar el alcance de las competencias» traspasadas, siendo así que en ellos ya se «advierte que la fiesta de los toros se regirá por sus reglamentos específicos de ámbito nacional», sin perjuicio de «las atribuciones de la Comunidad Autónoma en torno a las corridas de toros consideradas como espectáculo público».
Por esta vía insiste el TC, pues, en que se trata de normas distintas, las del desenvolvimiento interno de la corrida («sus reglamentos específicos»), de un lado, y las de su policía administrativa (las disposiciones de las «corridas consideradas como espectáculo»), de otro. Y que las primeras serían —serán— normas, entonces, de «ámbito nacional».
Pero mucho más decisivo es, a mi juicio, el argumento teleológico. Pues cuando en un asunto sometido a juicio hay —como sucede en este caso con los toros— concurrencia de títulos competenciales, es doctrina reiterada del TC —y así también lo recuerda éste— que la determinación de su respectivo su alcance debe resolverse «atendiendo al objeto del precepto cuestionado o finalidad de la norma».
Con lo queda claro que si la finalidad de las normas dictadas en ejercicio de la competencia sobre espectáculos públicos es permitir «el desarrollo ordenado del espectáculo» para la «seguridad de personas y bienes», en dicha competencia no encuentra sitio alguno la regulación de la interioridad de los toros, pues esta regulación no tiene, obviamente, semejante finalidad. Determinar cuál sea la suya es ya otra tarea que, sin embargo, el TC no acomete, pero que no resulta difícil a la luz de su doctrina:
Conforme a la Constitución, que decididamente reconoce las libertades de los ciudadanos (de expresión, de creación artística, de empresa…) propias del Estado social y democrático de Derecho, el legislador (sea el estatal o sea el autonómico) no puede decirle al torero (como no puede decirle al tenor de una ópera o al jugador de tenis) qué tiene que representar y cómo llevar a cabo su actuación. No puede el legislador…, no porque no quiera, sino porque esos derechos y libertades constitucionales se lo impiden. Entonces, si esta intromisión legislativa en la intimidad de una representación artística cabe (y únicamente cabe en la corrida, no en otras representaciones, ninguna de las cuales conoce injerencia análoga), si es admisible para la Constitución, es porque con ella (con esas normas sobre el «fondo» de la corrida publicadas en el Boletín Oficial) se atiende o satisface un bien o interés general constitucionalmente relevante. Sólo esto puede justificar, de acuerdo con la CE, el sacrificio de derechos y libertades que esas normas comportan (los toreros no pueden actuar de otra forma, los empresarios no pueden ofrecer otros toros…; y el Presidente —la Administración Pública— garantiza, con sus órdenes inmediatamente ejecutivas, que todo sea así).
Ese interés constitucionalmente relevante para limitar derechos y libertades es, porque no hay en el caso otro posible, la integridad y pureza del patrimonio cultural que se quiere conservar, el patrimonio que constituye la corrida y cuya preservación, así y no de otra manera, es el fundamento o finalidad, por tanto, de las normas en cuestión, sin las cuales dicho patrimonio cultural dejaría de ser, no ya común, sino siquiera patrimonio; simplemente, desaparecería (habría desaparecido ya), se convertiría (se habría convertido ya) en otra cosa.
Ésta es, por tanto, la finalidad que justifica la intromisión legislativa en el «fondo» de la corrida y la consiguiente restricción de los derechos y libertades de toreros [que no pueden hacer otra cosa], empresarios [que no pueden ofrecer otro producto] y público [que no pueden contemplar, entonces, otros toros]; finalidad que, dado el bien constitucionalmente relevante que se satisface con las normas en cuestión (el patrimonio cultural común y su conservación), inexorablemente conduce a que la competencia para su dictado no puede ser, entonces, sino del Estado: es a éste, por tanto, a quien corresponde fijar las reglas sobre la estructura y secuencia de la corrida; competencia que, por consiguiente, «no admite actuación que la impida o dificulte por parte de las Comunidades Autónomas».
3. Preguntas finales
Termino ya respondiendo a dos preguntas más que tendrían que formularse —siguiendo la lógica del TC— quienes de verdad piensen sobre este asunto y su problemática, y no la despachen con meros eslóganes eximentes del más mínimo esfuerzo intelectual: una es si el Estado ha ejercido, efectivamente, su competencia preservadora cultural, regulando la estructura y secuencia de la corrida; y la segunda es si, pese a todo, hay algunas otras razones —básicamente, otras competencias— que, concurriendo con las culturales del Estado, pudieran permitir a las CC.AA. regular eso mismo de la Fiesta.
A la primera: efectivamente, hay preceptos estatales sobre los elementos arquetípicos y la secuencia de «la corrida de toros moderna» (que es como la llama la Ley 18/2013 (LA LEY 18054/2013)). Son los preceptos que determinan su modo de celebración desde hace más de doscientos años en toda España; son unas normas mínimas que la hacen reconocible e impiden su degradación o conversión en otra cosa; son las normas básicas que en su día fijaron las tauromaquias de PepeHillo y Paquiro, las que adoptaron los primeros reglamentos taurinos de plaza, a modo de anticipo de los que posteriormente las implantaron para todas las plazas del país. Estas normas están hoy en la Ley 10/1991 (LA LEY 1082/1991) y en su Reglamento. Y en Ley, sí. Porque para imponerlas no basta sólo una norma de rango menor, dado lo que su mandato comporta (la dicha limitación de derechos y libertades para la pureza y conservación del patrimonio cultural común en tanto que bien constitucionalmente relevante). Dispersas y escuetas, sí, pero normas que están, que efectivamente están, en dicha Ley 10/1991. Unas, regulando directamente: las «plazas» (art. 3 (LA LEY 1082/1991)); los «profesionales taurinos», con exigencia de «un nivel profesional digno» (art. 5.1 (LA LEY 1082/1991)); las «reses de lidia», necesariamente de la «máxima pureza» en «raza y castas» (art. 5.2 (LA LEY 1082/1991)) y con «trapío», a cuyo efecto impone la obligatoriedad de sus «reconocimientos» veterinarios, como asimismo su «sorteo y apartado» (art. 6.2 (LA LEY 1082/1991)); la «Presidencia» para (con sus «órdenes», que todos están obligados a cumplir [art. 15,s (LA LEY 1082/1991)], so pena de sanción administrativa [art. 18 (LA LEY 1082/1991)]) «garantizar» la «ordenada secuencia» de la lidia (art. 7.1 (LA LEY 1082/1991)). Otras de esas normas legales, en cambio, remiten su detalle al Reglamento, lo que hacen con simples (pero suficientes) alusiones a los «tercios» y a sus «cambios» (art. 7,2,a] (LA LEY 1082/1991)), en particular, al tercio o «suerte de varas» (arts. 6.3 (LA LEY 1082/1991)y 15,k (LA LEY 1082/1991)), y a los «caballos», «petos» y «puyas» que intervienen en él (arts. 6.3 y 15,j) (LA LEY 1082/1991); a las «banderillas» (art. 6.3 y 15,j); y, finalmente, tras los «avisos», en su caso, a los «diestros» (art. 7.2,c (LA LEY 1082/1991)), a la «muerte» de «la res» en el ruedo (art. 15,m (LA LEY 1082/1991)) mediante «estoques o rejones» (art. 15,j), o a su «devolución» (art. 7.2,f) (LA LEY 1082/1991) o «indulto» (art. 7.2,g (LA LEY 1082/1991)); seguida de la concesión de los «correspondientes trofeos» (7.2,b).
Son normas «de aplicación general…» (Disp. Adic. única, pfo. 1.º (LA LEY 1082/1991), de la misma Ley), y, de esta forma (no, por tanto, unos toros de cualquier manera, no cualesquiera toros), las que definen legalmente la corrida como tal y, por tanto, como patrimonio cultural común.
No son las únicas, pues más genéricamente la Ley 10/2015 (LA LEY 8776/2015), para la salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial, asimismo obliga a todos los poderes públicos sin excepción a acomodar sus actuaciones a los principios de la propia Ley, entre ellos, la «sostenibilidad de las manifestaciones culturales inmateriales, evitándose las alteraciones cuantitativas y cualitativas de sus elementos culturales».
Ahora bien, junto a las competencias culturales del Estado que amparan el dictado de estas normas básicas o esenciales de la corrida, precisa el TC que también concurren otras facultades regulatorias autonómicas asimismo en materia de «cultura» y «patrimonio cultural»; y concurren para, precisamente, la preservación de las especificidades regionales que este patrimonio pueda presentar. De modo que, en realidad, hay en los toros, en cuanto que manifestación cultural, una concurrencia competencial cultural también, que es inevitable consecuencia del «respeto y la protección de la diversidad cultural "de los pueblos de España" que deriva del citado art. 46 CE (LA LEY 2500/1978)».
Dicha competencia cultural autonómica permitiría sumar (a las normas básicas del Estado) las específicas dirigidas a conservar las singularidades de la corrida en cada región, porque con el reconocimiento de esta competencia la CE busca precisamente eso, «garantizar que aquellas tradiciones implantadas a nivel nacional se vean complementadas y enriquecidas con las tradiciones y culturas propias de las Comunidades Autónomas».
En este entendimiento (de que es posible y admisible sumar «disposiciones específicas» autonómicas [qué digo, el peso mínimo de las reses, o el número máximo de sus entradas al caballo… Porque esto, no más, es especificar], y siempre y cuando sean expresión de verdaderas «tradiciones y culturas propias» y no una regulación simplemente a la contra, o para marcar territorio, o para, simplemente, innovar con ocurrencias), estaba ya la propia Ley 10/1991 (LA LEY 1082/1991), que les reconoce su espacio e, incluso, las antepone a las suyas («de aplicación general» éstas sólo «…en defecto» de aquéllas) si dictadas por las CC.AA. «con competencia normativa en la materia» (Disposición Adicional única, pfo. 1.º, de la Ley (LA LEY 1082/1991)); «materia» que, para regular esto (las especificidades regionales en la interioridad de la Fiesta), no son ya, obviamente, los «espectáculos públicos» (dada la finalidad de policía administrativa a que esta competencia se constriñe), sino la «cultura» también. Porque serían (serán) normas autonómicas para satisfacer la misma finalidad que las normas estatales: la preservación del mismo patrimonio cultural común, sólo que ahora con las singularidades regionales de que se trate; como «materia» será, para introducir normas autonómicas de otro tipo, con otra finalidad, la que corresponda en función de cual sea esa finalidad, por ejemplo, los propios «espectáculos públicos», si de lo que se trata es de establecer los «requisitos» de las plazas «para el desarrollo de la actividad propia de las mismas» (en la Ley 10/1991 también hay normas de este tipo, de policía de espectáculos, como es su art. 3.1 (LA LEY 1082/1991) que, por tanto, cede antes las que, en Cataluña, exigen que esas plazas sean o estén —lo ha recordado el TC— «ya construidas») o, antes que «espectáculos», la propia «organización administrativa» de la Comunidad, si de lo que se trata es de «nombrar a los Presidentes de las corridas y a sus asesores» (cediendo el art. 11.2,c] de la Ley 10/1991 (LA LEY 1082/1991), pues, ante esas eventuales normas autonómicas).
En fin, que a lo que aquí interesa (la regulación del «fondo» de la corrida), la competencia es del Estado: ¿qué patrimonio cultural común sería uno indefinido, sin contenido? ¿de qué les vale a los toros, aparte de para no poder ser formalmente prohibidos, que la legislación del Estado los declare como patrimonio inmaterial de España si esta declaración no va acompañada del señalamiento —de la facultad de señalamiento— de sus «elementos culturales» no susceptibles de «alteraciones cuantitativas y cualitativas»? Siempre anteponiendo, desde luego, porque son también patrimonio cultural, las especificidades autonómicas que encuentren razón en el mantenimiento de sus «tradiciones propias».
Éste es, por tanto, el presente jurídico de los toros a la luz de la sentencia del TC. Si es que se quiere ver.
¿Su futuro? Es evidente que queda indisolublemente asociado a la vigencia las leyes estatales que los regulan culturalmente, dependiente, pues, de que no las derogue una eventual mayoría parlamentaria contraria a la Fiesta y contraria a lo que ésta significa en y para España.
Si esto pasara y ya, entonces, sin ese freno competencial estatal, se sucediera una cascada de prohibiciones autonómicas de los toros ¿atendería el TC entonces las razones vinculadas a los derechos y libertades de los ciudadanos titulares de las verdaderas competencias sobre ellos?