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La viva influencia del Código Civil

Nieto Mengotti, Juan Pablo

Diario La Ley, Nº 9551, Sección Tribuna, 13 de Enero de 2020, Wolters Kluwer

LA LEY 15264/2019

Normativa comentada
Ir a Norma RD 24 Jul. 1889 (Código Civil)
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Resumen

El autor, perteneciente a la Carrera fiscal, con una larga trayectoria previa vinculada a la abogacía contenciosa, pone en valor el Código civil como el texto jurídico más influyente en la España contemporánea, por varios motivos; por ser un texto sintético entre el derecho histórico y el derecho nuevo que sirve de impulso a las nuevas demandas sociales; por trascender el fin normativo de todo texto legal para convertirse en la raíz cultural de todos los profesionales del Derecho; y finalmente porque en su elaboración y posterior desarrollo están implicados grandes juristas y abogados que lo ha dotado de una eficacia y funcionalidad de singular fuerza social y estética, que nos permite reconocer en el Derecho un arte, basado en una ciencia, que se ejerce a través de un oficio.— Conmemorando 130 años CC.

Juan Pablo Nieto Mengotti

Fiscal

«Con justicia y suavidad hemos arreglado las cosas»

(Carta de Thibaut traducida por Antonio Pau)

I. BELLEZA Y ESTILO EN EL CÓDIGO CIVIL

Si preguntásemos a cualquier jurista de este tiempo qué destacaría del Código civil o qué le ha llamado la atención con más impacto a lo largo de su carrera nos encontraríamos seguramente con muy atractivos materiales de reflexión. El código civil, digámoslo con cierto desafío, es demasiado importante como para dejarlo exclusivamente en manos de los civilistas. Porque se ha convertido, desde su promulgación, en el manual de teoría general del derecho más común en lengua española. Es nuestra Compilación justinianea, especializada en la fórmula sintética de un código, los romanistas del siglo VI han sido ahora, en el XIX, unos eficaces juristas como Alonso Martínez, German Gamazo, Francisco Silvela, Duran y Bas, Cárdenas, Romero Girón y algunos otros.

El Código ha trascendido más allá de la Península, indudablemente, porque el mismo texto que se promulgó en 1889 entró al poco tiempo en vigor en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, siendo apreciable su influencia en el continente americano. Ya la habían tenido las Partidas como texto de autoridad y, a veces, más que eso, ya que llegaron a estar vigentes en Luisiana en un período el primer tercio del siglo XIX tras ser traducidas al inglés, sus capítulos civiles, por los letrados Moreau y Carleton, Counsellors at Law en aquel Estado.

El Código Civil nos ha seducido por su lenguaje, su sintaxis, su claridad. Por sus principios que se graban y nos comunican. Tan solo la fuerza literaria del texto ha marcado a generaciones de juristas con una certera afición solo comparable a una lectura sosegada de los mejores párrafos cervantinos. Hernández Gil, el viejo, ha escrito sobre las metáforas del Código civil, sobre «algunos artículos del Código Civil especialmente atractivos», como cuando se dice, en el 515 (LA LEY 1/1889), que se extingue el usufructo si «el pueblo quedara yermo», o el 388 (LA LEY 1/1889)hablando de los «setos vivos y muertos», y el 546 (LA LEY 1/1889)concibe que la servidumbre «revivirá» … —¿Qué otro texto legal se prestaría a este examen?— es la norma con sangre literaria. Miguel Delibes prologó los «Temas de derecho vivo» de Don Joaquín Garrigues atribuyendo al curso de derecho mercantil que éste escribió el fomento de su vocación literaria, y lo justificaba ante el propio Garrigues como algo así: «hasta entonces yo no había sido un lector atento, sino un devorador de argumentos. La forma y la estructura literarias, la precisión de la palabra, el arte de escribir en suma —al margen de lo que se cuenta— lo encontré por primera vez en usted o, si lo prefiere, fue usted el primero que me hizo ver belleza y eficacia en la mera combinación de unos signos». Así Garrigues fue para Delibes el vir bonus discendi peritus con que las Partidas marcaban al abogado. Ya mucho antes de Alfonso X el Fuero Juzgo apreciaba que «el facedor de las leyes debe fablar poco e bien»; como cuando se dice, por ejemplo, en nuestro Código civil «se reputa poseedor de buena fe al que ignora que en su título o modo de adquirir exista vicio que lo invalide», o «toda obligación consiste en dar, hacer o no hacer alguna cosa». Este estilo del Código civil, la claridad en las (pocas) palabras es la intuición literaria que Delibes refiere de su maestro. Este, a su vez, había aprendido el Derecho en casa de un civilista, Felipe Clemente de Diego, en la calle de la Madera, un hombre apacible y persuasivo «que no se imponía, sino que entraba blandamente en el ánimo del discípulo».

Los redactores de nuestro Código eran todos abogados, juristas prácticos, con conocimiento real de las instituciones civiles, y estudiosos de nuestro derecho y del derecho civil comparado. Esto se refleja en el poder sintético de todo el articulado, su fuerza descriptiva, la claridad. De Castro, aun reconociendo que el Código nace en «un momento de apariencia gris», refiriéndose a la Regencia, califica a los autores del mismo como «personas de inteligente curiosidad y de gran experiencia práctica», que «reunían la condición de políticos activos y de abogados en ejercicio».

Lo complejo es que se haya alcanzado la armonía en una obra tan colectiva, pese a sus múltiples redactores

Curiosamente, pese a su homogeneidad literaria se aprecian varias manos en el Código civil, lo complejo es que se haya alcanzado la armonía en una obra tan colectiva. Cada observador tiene sus apreciaciones para notar la huella de autorías diferentes. Así, en los trámites civiles en que interviene el Ministerio Fiscal, puede verse como en los derechos de la persona y familia se habla siempre del «fiscal»; en obligaciones y contratos se utiliza la pintoresca expresión de «individuos del Ministerio Fiscal» (artículo 1459), con base en reglamentaciones de la época sin duda; y solo en derecho de sucesiones se utiliza la más severa expresión de «Ministerio público», donde podría verse la gravedad contenida de Germán Gamazo, el «sobrio castellano», uno de los mejores abogados de su tiempo.

Ortega y Gasset dejó dicho que la claridad es la cortesía del filósofo; Hernández Gil precisó que la claridad es la cortesía del jurista; no necesitaron los codificadores este mandato que llevaban tan dentro. Las leyes se acreditan por su intención, pero también por su expresión, la práctica del derecho no deja de ser, al final, una cuestión de forma. Pero la forma no está exenta del test de autenticidad, como saben los procesalistas. Se trata de hacer realidad, como en las Pandectas de Windscheid, los conceptos como medio de comprensión de un objeto y las palabras como exteriorización del concepto. Luego la practica notarial del siglo XIX concluirá en esta línea la receta del texto jurídico, cuya narración debiera ser precisa en el concepto y sucinta en la expresión.

Karl Llewellyn —«Belleza y estilo en Derecho»— recoge la anécdota atribuida a Stendhal sobre la manera de modelar el estilo personal del escritor de materias profanas por medio «del estudio incesante de la ajustada sencillez del Código de Napoleón, desprovisto de ornamentación y fantasía, que ofrece en su lenguaje una belleza funcional»; esto mismo es predicable de nuestro Código, cuya funcionalidad va más allá del texto, puesto que se complementa con la aplicación e interpretación producida por generaciones de juristas. El mismo Llewellyn reflexiona que toda estructura de reglas de Derecho, además de su belleza objetiva «debe funcionar bien», dice, a la imagen de un edificio que cobija. Porque «un sistema de Derecho es afín a la arquitectura y no lo es, por ejemplo, a la pintura ni suele serlo a la música. La arquitectura y la ingeniería son mucho más afines tal vez porque ambas toman en consideración el uso de manera tan directa e inevitable». La mejor analogía es la de «esas catedrales medievales cuya construcción duró siglos…y el estilo de un período más antiguo persiste más allá de su propio tiempo».

II. HAY UNA HISTORIA POLÍTICA DETRÁS

¿Por qué Francia tuvo su Código en 1804 y nosotros tuvimos que esperar a 1889? Cuando ya la Constitución de Cádiz (LA LEY 1/1812) expresamente lo pedía. En el camino de la política está la respuesta. Salvando algunos tramos este tiempo de vacío codificador es coincidente con las guerras carlistas, el enfrentamiento entre tradicionalistas y liberales, en un claro sesgo de conflicto telúrico, con los carlistas siempre por los mismos territorios, lo que nos puede llevar, hoy, a re-aprender que lo que en España jalea los conflictos es una disjunta territorial disfrazada de radicales dialécticas. En el Thibaut de Antonio Pau, «las raíces clásicas del romanticismo», se trae a la memoria la confrontación entre racionalistas y románticos en el siglo XIX alemán, que pugnaban respectivamente a favor y en contra de la codificación civil. Han sido unas historias llenas de paralelismos.

Ciertamente nuestra Constitución de Cádiz proclamaba que «El Código Civil, criminal y de comercio serán unos mismos para toda la monarquía», añadiendo la misteriosa excepción: «sin perjuicio de las variaciones que por particulares circunstancias puedan hacer las Cortes»; esta peculiaridad estaba pensada para los territorios españoles de ultramar, sin embargo, en la convulsa política española del s. XIX, se utilizará para admitir la pervivencia de los derechos forales. Honestamente, y con distancia, vale para las dos cosas. Ya sabemos que el peor criterio interpretativo siempre es la mens legislatoris, que el paso del tiempo acaba conduciendo muchas veces a la extravagancia. Toda ley se objetiva, rompe el cordón umbilical cuando aparece en el Boletín Oficial —aquí diríamos la Gaceta de Madrid— y tiene vida propia, produciendo sus mejores frutos en terrenos impensados para los redactores. Como esas leyes de amnistía que se hacen para unos y luego resulta que sirven también para otros, es decir, para todos; haciéndose la norma más grande que sus creadores.

Nuestra admirada escuela histórica, la de Savigny, era contraria a la codificación, que suponía para ella secar la raíz de la creación del derecho por el pueblo. Una visión ideal. El derecho siempre lo crean los pueblos, y la codificación no deja de ser un método sistematizador. Por eso los alemanes no tuvieron código civil hasta 1900, después de veinte intensos años de redacción, si bien esto también se explica por la dispersión fragmentada de lo que hoy entendemos por Estado alemán, que fue característica durante gran parte del siglo XIX.

Thibaut y Savigny discutieron por esto, «sobre la necesidad de un Derecho civil general para Alemania». A Savigny le preocupaba recuperar el derecho antiguo, Thibaut quería sentar las bases de un derecho civil moderno, simpatizando sin duda —ante la incomprensión de muchos de sus compañeros— con muchos de los avances propiciados por la entonces reciente Revolución francesa.

En España, a falta de un Thibaut, hemos contado con Alonso Martínez, aunque, leído el sugestivo ensayo arriba mencionado, no tenían nada que ver estas dos personalidades; uno académico, otro político, uno profesor, otro abogado; uno en vida retirada y otro en el bullicio. Alonso Martínez sufrió la antipatía de sus adversarios políticos, de quienes no le perdonaron haber sido ministro de la I República y luego tardío protagonista del régimen de 1876. Miguel Moya, «Oradores españoles», el mejor periodista de su tiempo, le zahirió cruelmente.

Finalmente «por Justicia del azar», en sus propias palabras —como ha recordado Antonio Pau en la reciente conmemoración del 130º Aniversario del Código, en el Palacio de Parcent— Alonso Martínez fue el ministro de Justicia que puso a la firma la promulgación del Código civil, después de varias idas y venidas por el Ministerio. Y lo contó. En su libro «El Código civil en relación con las legislaciones forales» lo aborda abiertamente, nuestro Código estuvo históricamente atascado, dice, por dos obstáculos: la cuestión del matrimonio y las legislaciones forales.

III. LA RESILIENCIA DEL CÓDIGO CIVIL

En primer lugar, está el hecho el Código con materiales muy nobles, nada menos que nuestro derecho histórico, el de Castilla mejorado con la cultura foral de los derechos civiles especiales, significativa fue la aportación de Durán i Bas —una figura que el catalanismo jurídico debiera tener la generosidad de dar a conocer más allá del Ebro—, la practica notarial y el derecho extranjero.

Además, el Código ha dado muestras de una valentía originalísima de la que queda constancia en las disposiciones adicionales primera y tercera. Se somete a crítica y a revisión, sin que nadie se lo pida. Eran conscientes los promotores del alcance histórico del Código, que venía a constituir el mismo ADN de la conciencia civil del país. Así en la primera de estas disposiciones conmina a los altos representantes de los tribunales españoles a elevar al Ministerio de Justicia, «al fin de cada año», una Memoria en la que a través de la experiencia procesal en la aplicación del nuevo Código hayan detectado «deficiencias y dudas» que sea necesario corregir. Sinceramente, no reconozco a nuestro país en esta disposición tan avanzada y llena de fair play. Luego, al ver que no se ha cumplido, ya encajan las cosas. Pero consuela el reflejo de madurez y consciente liberalidad que deja el autor de la misma. Además, se pide, en el mismo texto, concreción y detalle en los puntos controvertidos y omisiones que se hubieren detectado. El compromiso era tan serio que se remata con la voluntad de utilizar esta Memoria, junto con la jurisprudencia y «los progresos realizados en otros países que sean utilizables en el nuestro» con el objetivo de valorar ¡cada diez años! Las reformas que se estimen convenientes. No cabe más generosidad, hoy diríamos exposición, en un legislador que asume esta autocrítica tan proactiva. Las reformas fueron muy escasas en el régimen constitucional vigente al momento de la promulgación y ya abundantes a partir del cambio social protagonizado por la Constitución de 1978 (LA LEY 2500/1978).

Hay textos ya clásicos en el Código que, sin cambiar una letra, han evolucionado hasta puntos insospechados

No menos original ha sido la fuerza interpretativa desarrollada sobre el articulado primitivo. Hay textos ya clásicos en el Código que, sin cambiar una letra, han evolucionado hasta puntos insospechados por los codificadores comisionados. Un ejemplo paradigmático de esto es el artículo 1902 (LA LEY 1/1889), relativo a la culpa extracontractual, posiblemente el más citado en la jurisprudencia civil, junto con otros emblemáticos como el que proclama la libertad de pactos (1255 (LA LEY 1/1889)) o la libertad de forma (1278 (LA LEY 1/1889)) en la contratación.

Este artículo 1902 ha pasado en la doctrina y en la práctica de los tribunales de una literal responsabilidad subjetiva a una responsabilidad cuasi-objetiva para asentarse sin complejos —con la ayuda del derecho actuarial— en la responsabilidad objetiva, «algo faltaba por prevenir cuando ocurrió el accidente», ha llegado a decir la jurisprudencia para ampliar la responsabilidad de modo que ninguna víctima quedase en desamparo. El abogado Angel Ossorio y Gallardo, que galanteó al Código prácticamente desde sus orígenes —«Cartas a una señorita sobre temas de derecho civil», entre otras muchas cosas—, al igual que la mayoría de los juristas de su tiempo, no entendió la responsabilidad objetiva, contraria a la tradición romanista, y así mostró su desconcierto técnico cuando la Ley de Accidentes de Trabajo de 1900 (del ministro Eduardo Dato) la asentó inequívocamente en el ámbito laboral, marcando un hito que arrastró a la culpa civil. La evolución del Código en este artículo ha sido lenta pero finalmente determinante, la jurisprudencia cumplió su rol de complementar el ordenamiento jurídico que le atribuye el primer artículo del Código civil. Pero el texto sigue incólume, sin estorbar: «el que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el mal causado». Cuesta reformar una redacción tan templada, para posiblemente correr el riesgo de oscurecerla y alargarla con las novedades no ya de la jurisprudencia sino de las leyes especiales que han modernizado el concepto de la responsabilidad civil en muchos ámbitos.

IV. UNA FUERZA INESPERADA EN EL TÍTULO PRELIMINAR

Bajo el modesto adjetivo de «preliminar», se ha encubierto una auténtica constitución política. El Código acude aquí en auxilio del derecho público y del derecho social en una época jurídicamente deficitaria —en este caso 1974— en que no se daban las garantías propias de un Estado de derecho. Creo que fue Alonso Olea quien calificó este título preliminar de cuasi-constitucional, que refuerza las fuentes y la estructura básica de todo el «ordenamiento jurídico», siendo esta una expresión moderna no conocida en el momento de la promulgación del Código y que entre nosotros no cuajó legislativamente hasta la segunda mitad del siglo pasado.

Siendo importante el Título Preliminar en 1889 (LA LEY 1/1889), lo ha venido a ser mucho más tras la reforma. Sus preceptos sobre la aplicación y la eficacia de las normas jurídicas generan una altura interpretativa difícil de superar. Estas normas ayudan y obligan a interpretar. Siendo esta una de las funciones principales del jurista. Se interpreta todo, los hechos y el derecho. En cuanto a lo primero, Hernández Gil ha definido sugestivamente al abogado como organizador de los hechos; y en cuanto al derecho, el ensayo de Villar Palasí «la interpretación del Derecho y los apotegmas jurídicos-lógicos», dedicado a la reforma de 1974, tan ve todo interpretable que llega a afirmar que «no hay contradicción entre el apotegma in claris non fit interpretatio y la necesidad de encontrar, a través de la interpretación, esa misma claridad». Nuestra teoría general del Derecho alcanzó su más alto rango con esta reforma. Así, cabalgando a hombros de gigantes, llegó el gran desarrollo del sistema constitucional que vivimos ahora, con nuevos valores traídos ya del derecho público.

V. EL CÓDIGO CIVIL, LA FUENTE LIMPIA

En la tierra de garbanzos se utiliza esta metáfora, fuente limpia, para referirse a las instituciones y personas que conjugan el conocimiento con el sentido del bien. Ocurre que cuando el ser humano, sin excepción, es consciente de tener y sentir lo que Ortega llamaba un «fondo insobornable» acude a donde está el sentido de las cosas. Recuerdo a un abogado, desesperado por la busca de fundamentos para oponerse a una demanda en la que intuía que le asistía la razón, lo cual es inevitable en el oficio, decir a su pasante, «busca en el Código civil, tiene que haber un apoyo». Y, efectivamente, siempre lo había fuese cual fuese la suerte del pleito. Los juristas españoles tenemos una fe en el Código civil solo comparable a la que los ciudadanos americanos tienen por su Constitución de 1787 aprobada por la Convención de Filadelfia, así se ve en la situación en que el presidente Lyndon Johnson, queriendo sacar adelante la Ley de derechos civiles le extendía al Fiscal General el texto constitucional y llamándole familiarmente por el nombre de pila le decía «…busca, por algún sitio dice que los negros pueden votar». Y sacó adelante las leyes más avanzadas para la comunidad afroamericana, herencia Kennediana, de la que aún vivimos ahora.

En definitiva, el Código Civil es un texto fiable, clásico, es decir, modelo, que no se esconde, sino que se refresca ante las novedades

El Código Civil es un texto fiable; clásico, es decir, modelo, que no se esconde, sino que se refresca ante las novedades, dando certidumbre. El principio que acuñó don Joaquín Garrigues, «nuevos hechos, nuevo derecho», encuentra su acomodo en los pastos del Código Civil, cuya flexibilidad, su potencia interpretativa, su raíz, facilita que el Derecho cumpla su finalidad. Resistiendo segregaciones y la sospecha de una decadencia que expresa muy bien Jean Carbonnier también para el Código Napoleón: «se cree escuchar la resaca de un mar que se va…este derecho ha sido reformado, transformado, quizá deformado» pero sigue produciendo un efecto singular.

Don Juan Iglesias, el romanista —Derecho Romano y Derecho Civil ya sabemos que son sinónimos, solo así se entiende la importancia de Savigny— comenzaba su manual diciendo que el fin del derecho es la convivencia. Si a los fiscales se nos pide que nos guiemos por la legalidad y el interés social —artículo 124 de la Constitución (LA LEY 2500/1978)—, y a los jueces que resuelvan la valoración de la prueba en conciencia —artículo 741 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882)— a los abogados su Estatuto, en el artículo primero, les señala como principal finalidad del oficio la búsqueda de la concordia, queda definido el puente que recobra la conexión entre los codificadores y los principales usuarios del Código Civil, que son los juristas prácticos.

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