A estas alturas, serán pocos los que no habrán escuchado a la ciudadanía bramar estas expresiones, convertidas ya en lemas, en diversas concentraciones protesta, organizadas a lo largo y ancho del territorio nacional, tras hacerse públicas diversas resoluciones judiciales recaídas en asuntos en los que se enjuiciaban delitos contra la libertad sexual.
Estas últimas iban dirigidas en un sentido bidireccional: no solo hacia el poder judicial, al que se llegaba a acusar de no enjuiciar desde la perspectiva de género, cuestionando y no protegiendo suficientemente a la víctima de estos delitos, sino también al poder legislativo, reclamando de éste una reforma que agravase los tipos delictivos con el fin proteger adecuadamente la libertad e indemnidad sexual.
En cierto sentido, pudiera pensarse que esta tensión o incomprensión social que describo es, en ocasiones, resultado tanto de los denominados «juicios paralelos», muy presentes en nuestra sociedad, como de la indudable brecha o distancia que existe entre la ciudadanía y el complejo sistema del derecho jurídico penal; por lo que, de contar la sociedad con una adecuada información jurídica, la primera, sin duda, podría rebajarse considerablemente.
Sin embargo, sería poco acertado no apuntar también que, desde hace años y de forma paralela a este debate social, ha existido un debate jurídico penal.
Precisamente, el pasado año, con el fin de recoger las distintas demandas sociales en este ámbito, se iniciaba la tramitación del Anteproyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, que continúa hoy su iter legislativo, habiéndose dado a conocer recientemente el informe elaborado por el Consejo General del Poder Judicial, avivándose con él nuevamente la polémica, al recogerse en este toda una serie de consideraciones críticas hacia la técnica legislativa empleada.
Con motivo del debate abierto, en ocasiones, enconado, y la propuesta de reforma encima de la mesa, considero que es necesario preguntarse si, desde el punto de vista jurídico, existen suficientes razones para emprender una modificación de la regulación actual de los delitos contra la libertad sexual y si la propuesta de modificación pretendida adolece o no, como se le achaca por diversos sectores, de deficiencias técnicas.
En el presente artículo, y por razones de espacio, me limitaré a exponer y realizar unas breves consideraciones acerca de las principales propuestas de reforma más significativas de los tipos delictivos; si bien, antes de descender a las mismas, me gustaría apuntar dos realidades que no deben pasar desapercibidas:
(I) Nuestra sociedad presenta un problema estructural como es la desigualdad entre hombres y mujeres, perpetuada por los roles y los estereotipos sociales, cuya manifestación más evidente, precisamente, es la violencia de género siendo uno de sus máximos exponentes la violencia sexual, que afecta mayoritaria y específicamente a mujeres.
Reflejo de ello son tanto el hecho de que, tradicionalmente, la víctima de un delito de abuso o agresión sexual haya sido cuestionada socialmente (desde su comportamiento hasta sus hábitos) como también el hecho de que, desgraciadamente, todavía a día de hoy, una mujer no pueda sentirse segura en el ejercicio de su libertad sexual.
Se ha de reconocer por tanto a los movimientos feministas, entre otros muchos logros, el de haber conseguido otorgar la visibilidad social necesaria para que los poderes públicos prioricen políticas eficaces para su prevención y erradicación (1) .
(II) De forma paralela, existe cierta tendencia a buscar y exigir del Derecho Penal, una solución a todo problema social (incrementado las penas o ampliando el catálogo de delitos cuando el marco penal existente es ya de por sí severo), obviando así su carácter de última ratio y el hecho de que, para emprender cualquier reforma en esta materia (no solo la que nos ocupa), resulta exigible, por su grado de afección a los derechos y libertades, un previo debate, profundo, riguroso y sosegado, que permita, ante cualquier iniciativa de reforma, poner de manifiesto su idoneidad y necesidad (2) .
En este sentido, reproduzco aquí las palabras de RAMIRÉZ ORTÍZ (3) : «Como los Estados no pueden erradicar las causas profundas de la desigualdad y la discriminación, tienden a redefinir todo conflicto social en clave penal cambiando el foco: de la inseguridad individual fruto del mercado a la inseguridad personal vinculada con el delito».
Y ello no es una cuestión baladí pues, y por lo que aquí nos ocupa, conlleva un riesgo como señala este autor: «que pretendiendo impulsar la emancipación de la mujer, contribuyamos, aun involuntariamente, a degradar el sistema de garantías sin obtener el resultado pretendido».
Sobre la propuesta de reforma
Teniendo presente lo anterior y descendiendo ya al Anteproyecto referido, cabe comenzar por apuntar que en él se aborda desde un punto de vista integral y multidisciplinar, de forma similar a como se hiciera con la LO 1/2004, de 28 de diciembre (LA LEY 1692/2004), de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, la violencia sexual, desarrollando para ello aspectos preventivos en la detección de la violencia sexual, de atención, de especialización, así como de formación y sanción.
Merecería la pena atender a cada uno de dichos aspectos, que deben valorarse muy positivamente, pero, como he señalado, en este artículo pondré el foco en las modificaciones más significativas de los tipos penales que se destacan en su propia Exposición de Motivos:
«Como medida relevante,
se elimina la distinción entre agresión y abuso sexual, considerándose agresiones sexuales todas aquellas conductas que atenten contra la libertad sexual sin el consentimiento de la otra persona
, cumpliendo así España con las obligaciones asumidas desde que ratificó en 2014 el Convenio de Estambul. Este cambio de perspectiva, además de reorientar el régimen de valoración de la prueba, contribuye a evitar los riesgos de revictimización o victimización secundaria. También se introduce expresamente como forma de comisión de la agresión sexual la denominada "sumisión química" o mediante el uso de sustancias y psicofármacos que anulan la voluntad de la víctima. Igualmente, y en línea con las previsiones del Convenio de Estambul, se introduce la circunstancia cualificadora agravante de género en estos delitos».
De esta manera, podríamos convenir que, con relación a los tipos delictivos, las medidas de modificación más relevantes, aunque no las únicas, son dos:
(i) La introducción de una definición del consentimiento sexual
Se introduce en el art. 178.1 del CP (LA LEY 3996/1995) una definición expresa del consentimiento sexual: «Se entenderá que no existe consentimiento cuando la víctima no haya manifestado libremente por actos exteriores, concluyentes e inequívocos conforme a las circunstancias concurrentes, su voluntad expresa de participar en el acto».
Al hacerse tanto hincapié en el aspecto relativo al consentimiento, haciendo el (pre)legislador un esfuerzo por definir el mismo, podría pensarse que el modelo de regulación de estos delitos, frente al anterior, va a girar sobre este pilar.
Sin embargo, me parece oportuno clarificar que la regulación actual de los delitos, recogida en el Título VIII del Libro II, ya sanciona cualquier acto sexual realizado sin consentimiento, sea bajo la forma de abuso sexual o la de agresión sexual (4) , de manera que, aunque no se contenga una definición expresa de qué es consentimiento, éste, ya se erige como piedra angular del modelo actual.
Cuestión distinta es que no se haya contemplado una definición expresa del mismo, lo que nos llevaría a una segunda y tercera cuestión: por qué motivo el legislador no previó tal definición y si el hecho de no contemplarse la misma en la norma acarrea una serie de consecuencias negativas, que podrían solventarse con su inclusión.
Considero que, en este punto, el CGPJ en su informe, señala acertadamente que la falta de inclusión responde a las dificultades del principio de contexto, enfrentándonos siempre a una problemática no de carácter conceptual (qué deba ser consentimiento (5) ), sino probatoria (cuándo existe o no consentimiento), ya que su definición no difiere de la considerada por la jurisprudencia.
Al mismo tiempo, si el objetivo de la inclusión de la definición es evitar la victimización secundaria de la víctima, es necesario señalar que el procedimiento probatorio va a continuar girando en torno a si existió o no el mismo, porque en todo procedimiento penal, y como una cuestión consustancial al mismo, la versión de la víctima es desde un inicio cuestionada, al partirse necesariamente del principio de presunción de inocencia, lo que implica que es la acusación la que tiene la carga de acreditar los elementos del tipo, entre ellos, la falta de consentimiento, y no al contrario.
En cualquier caso, y con relación a dicha definición, se apuntan otras dos cuestiones significativas:
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1. Una lectura de la definición permite constatar que existe un elemento contradictorio en la propia definición con relación a la forma de expresar dicho consentimiento, dado que el primer inciso permite que el mismo pueda ser tácito, mientras que el segundo hace alusión a la necesidad de que sea expreso.
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2. La apariencia de una inversión de la carga de la prueba, al estar configurando el consentimiento como un elemento negativo del tipo que determinaría la necesidad de que, en lugar de la acusación, fuese la defensa la que tuviera que probar las notas de la definición para excluir la tipicidad.
A ello yo añadiría una tercera: la dificultad que supone que el propio enunciado se construya en negativo.
De las tres, sin duda es la posible inversión de la carga de la prueba manifestada por el CGPJ la que suscitaba la alarma entre los diversos sectores doctrinales, dado que, como es sabido, y recordaba este último, cualquier modelo de intervención que comporte o estimule una inversión de la carga de la prueba sobre los elementos constitutivos de la infracción penal, resulta incompatible con nuestra Constitución ya que, como señalábamos, consustancial a todo proceso penal es el derecho fundamental a la presunción de inocencia, que determina partir necesariamente de que el acusado es inocente, colocando sobre la acusación la carga de acreditar que su versión es cierta.
¿Supone una inversión de la carga de la prueba la definición?
No existe una postura unánime entre los sectores doctrinales a este respecto. Algunos han manifestado que en ningún caso puede entenderse que exista dicha inversión, criticando duramente a los que la afirman por crear una falsa sensación de inseguridad jurídica, ya que corresponderá a la acusación siempre probar que no hubo esos actos concluyentes e inequívocos.
Otros, sin embargo, en línea con lo manifestado por el Consejo General, sí identifican un posible cambio de paradigma.
Por mi parte, no considero que introducir un elemento normativo en un tipo penal pueda suponer la inversión de la carga de la prueba, pues corresponde siempre a la acusación acreditar dicho elemento configurador del tipo.
Ahora bien, quizás sea la propia construcción en negativo la que genera dificultades de comprensión: no estamos ante una definición de lo que es consentimiento sino de lo que no es y, por tanto, pudiera parecer que sea el acusado el que tenga que probar que sí existieron esos actos concluyentes e inequívocos (la propia palabra equívoco ya de por sí genera problemas de interpretación). A ello ha de añadirse la expresión poco afortunada (y que debe ser aclarada por el legislador) que se contiene en la Exposición de Motivos respecto a «reorientar el régimen de valoración de la prueba», que legitima las sospechas.
En mi opinión, cualquier técnica legislativa que no contribuya a clarificar las dudas, sino a sembrarlas, máxime si se proyectan sobre un aspecto esencial del derecho penal, como es el derecho a la presunción de inocencia, ha de ser revisada y corregida. El propósito de una reforma deber ser siempre contribuir a mejorar y reforzar la seguridad jurídica de la norma y no al contrario, pese a las buenas intenciones del legislador.
(ii) La eliminación del término «abuso sexual», aunándose bajo el término «agresión sexual» todas las modalidades de ataque a la libertad sexual.
Otra de las reformas más significativas, como se adelantaba, es que desaparece el término «abuso sexual» pasando todas las modalidades comisivas a englobarse bajo un único término: «agresión sexual».
En la actualidad, el Código Penal, en su Título VIII «De los Delitos contra la libertad e indemnidad sexual» del Libro II, sanciona cualquier conducta que atente contra la libertad sexual sin haber existido consentimiento, bien bajo la modalidad de agresión sexual (6) o bien bajo la modalidad de abuso sexual (7) .
La única diferencia actual para que una conducta realizada sin consentimiento se englobe bajo el término abuso o bajo el término agresión es el método empleado para invalidar dicho consentimiento.
Así, como se señalaba en la STS 216/2019, de 24 de abril (LA LEY 41086/2019)
«se desprende que en el delito de abuso sexual el consentimiento se encuentra viciado como consecuencia de las causas legales diseñadas por el legislador, y en el delito de agresión sexual, la libertad sexual de la víctima queda neutralizada a causa de la utilización del empleo de violencia o intimidación.»
Es decir, en ningún caso existe consentimiento y puede resultar común a ambas la concurrencia de penetración, resultando el actual marco penal previsto de por sí severo.
Ahora bien, no debe dejarse de lado que en la práctica resulta muy complejo poder discernir entre dos concretas modalidades: la de agresión sexual con intimidación y la de abuso sexual con prevalimiento, cuya frontera, como ha sido reconocido en distintos pronunciamientos judiciales, no solo no resulta nítida, sino que se solapa, en la medida en que se entiende precisamente el prevalimiento como una `intimidación de segundo grado` (8) ; razón que da lugar a que existan a menudo resoluciones dispares.
En cualquier caso, hay que aclarar que la pena que sanciona las dos conductas resulta muy similar (podríamos fijarnos en la pena impuesta en el caso de La Manada) y que, cualquier error en su calificación siempre puede corregirse con el sistema de recursos que prevé nuestro sistema penal.
De hecho, más allá de las dificultades prácticas que supone la coexistencia de estas dos modalidades, considero que, en realidad, la confusión y la consiguiente incomprensión por parte de la sociedad radica en una cuestión semántica como es el empleo del término «abuso», ya que se tiende a excluir de este concepto el concepto social de «violación», identificándose «violación» únicamente con «agresión sexual» cuando, tal y como hemos visto, la falta de consentimiento y la concurrencia de penetración es común a ambas, abuso y agresión, resultando ser la diferencia entre estas últimas los medios comisivos empleados para invalidar el consentimiento (existiendo una modalidad en la que se «solapa»). Por lo tanto, el postulado social «no es abuso, es violación», con el que abría el presente artículo, no tiene una equivalencia jurídica real.
¿Qué es lo que sucede con la propuesta de reforma?
Se produce una unificación terminológica:
Desaparece el término «abuso sexual» y todas las modalidades comisivas relativas a la agresión y al abuso (violencia, intimidación, personas privadas de sentido, prevalimiento, uso de fármacos…) pasan a englobarse bajo un mismo término: el de «agresión sexual».
De esta forma, existe un tipo básico previsto en el art. 178 en el que se sanciona como reo de agresión sexual el que realice cualquier acto que atente contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento. Se entenderá que no existe consentimiento cuando la víctima no haya manifestado libremente por actos exteriores, concluyentes e inequívocos conforme a las circunstancias concurrentes su voluntad expresa de participar en el acto.
En su apartado segundo se determina que «A los efectos del apartado anterior, se consideran en todo caso agresión sexual los actos de contenido sexual que se realicen empleando violencia, intimidación o abuso de una situación de superioridad o vulnerabilidad de la víctima, así como los que se ejecuten sobre personas que se hallen privadas de sentido o de cuya situación mental se abusare y los que se realicen cuando la víctima tenga anulada por cualquier causa su voluntad».
Se incluye un tercer apartado en el que se expresa que el Juez o Tribunal podrá imponer una pena inferior en atención a la «menor entidad del hecho».
Y, por último, se incluye un tipo agravado cuando la agresión sexual consista en acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal o introducción de miembros corporales u objetos por alguna de estas vías con independencia de si estas se llevan a cabo con violencia o intimidación.
Si antes exponía que la causa de la incomprensión social es en esencia terminológica, la propuesta de reforma trae consigo entonces un efecto positivo como es el hecho de que, como señalaba PERMATO MARTÍN (9) , con la misma se acomoda el concepto social de violación a su concepto jurídico penal con independencia de su modalidad de ejecución, lo que determina, a su juicio, que es una muestra de que el Derecho Penal desde una perspectiva de género, acompasa la creación de su normas y pautas de interpretación a la evolución de la sensibilidad social, lo que a su vez genera una mayor adhesión social.
No cabe olvidar que, como señalaba esta autora, el propio significado etimológico del término abusar (ab-usus) (uso indebido o excesivo pero que implícitamente presupone el derecho a uso) no resulta adecuado semánticamente porque no capta el desvalor de la conducta y puede redundar en una victimización secundaria de la víctima.
Por lo tanto, me sumo a distintos autores que valoran positivamente aunar bajo el término de «agresión sexual» todas las modalidades comisivas de atentado contra la libertad sexual.
Ahora bien, la equiparación terminológica no puede traer consigo, como se ha hecho, la equiparación valorativa del reproche penal.
Como se recoge en el informe del CGPJ, entre agresión y abuso existe una diferencia valorativa debido al distinto desvalor de la acción lesiva del bien jurídico y en la unificación que se proyecta en la propuesta de reforma no se distingue valorativamente entre los medios comisivos en la graduación de la pena, lo que pugna sin duda con el principio de proporcionalidad, sin que la cláusula que se introduce en el apartado 3 del art. 178 del CP (LA LEY 3996/1995), «la menor entidad del hecho» salve esta cuestión, pues vuelve a dejar un margen amplio de discrecionalidad y por tanto, de interpretaciones dispares.
Dicho de otra manera, y en esto es prácticamente unánime la doctrina, la propuesta de reforma debe ir acompañada de la distinción en la graduación de la pena de los ataques no violentos a los que van acompañados de violencia o intimidación, atendiendo a su mayor lesividad. Lo contrario pugnaría con el principio de proporcionalidad y lesividad.
Frente a quien pudiera considerar que el sacrificio del principio de proporcionalidad pudiera hipotéticamente estar justificado por reforzar la protección a la víctima, cabe indicar que puede ocasionar el efecto contrario: contribuir precisamente a disminuir la protección de la víctima ya que, desde el plano de la prevención general de la norma, el tipo debe desincentivar con una conminación penal más grave aquellos comportamientos más disvaliosos y si no lo hace, el sujeto activo del delito no tendrá mayores consecuencias si emplea un medio comisivo más lesivo que otro de intensidad menor.
Las cuestiones hasta ahora expuestas, sin duda se podrán aclarar, matizar o en su caso corregir por parte del legislador.
En suma, considero que ha de valorarse positivamente que en nuestra sociedad, de una vez por todas, exista, y desde hace tiempo, un debate público, necesario en cualquier Estado de Derecho, sobre cómo afrontar un problema estructural, como es la desigualdad entre hombres y mujeres, cuyo máximo exponente es la violencia de género y la violencia sexual y si bien no estoy plenamente convencida de que el Derecho Penal pueda conseguir erradicar o atacar las causas estructurales, me gustaría que todos pudiéramos convenir en que si finalmente se quiere utilizar esta herramienta, se ha de extremar la técnica legislativa, por lo que cada crítica a una pretendida reforma ha de verse, en lugar de como un supuesto obstáculo, como una forma de salvar, a lo largo del iter legislativo, las deficiencias técnicas puestas de manifiesto, y contribuir de esta manera a reforzar la claridad de la norma, la seguridad jurídica y con ello la protección de las garantías procesales y libertades fundamentales de todos.