Como de todos es sabido, nuestro Gobierno ha vuelto a declarar un nuevo estado de alarma, aunque menos estricto que el anterior (de momento, al menos), en el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre (LA LEY 19800/2020), por el que se declara el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARSCoV-2 (publicado a media tarde en el BOE del domingo del mismo 25 de octubre).
En tan poco tiempo transcurrido desde su promulgación, ha suscitado, sin embargo, muchas dudas (como la novedosa prórroga prevista de seis meses, finalmente refrendada por el Parlamento, que yo mismo abordé en esta revista en un número anterior —el n.o 9726—).
Una de tales dudas (1) afecta a lo que se ha venido en denominar «cogobernanza» entre el Gobierno estatal y todos los autonómicos, que, rectamente, funciona a modo de delegación potestativa: ha sido, ante todo, el Gobierno de la Nación, con fundamento en el art. 116.2 de nuestra Constitución (LA LEY 2500/1978) y en los arts. 4 y ss de la LO 4/1981, de 1 de junio (LA LEY 1157/1981), que lo regula con detalle (previéndolo, en particular, para casos de «crisis sanitarias, tales como epidemias»), quien ha declarado el estado de alarma mediante Decreto (luego refrendado por el Parlamento, el jueves 29 de octubre), fijando su contenido (limitativo de derechos y libertades, al amparo del art. 11 de la L.O 4/1981 (LA LEY 1157/1981)) y también su alcance (temporal, geográfico,…), como así ya hiciera en el primer estado de alarma (declarado en el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo (LA LEY 3343/2020)), mas con una importante novedad en esta ocasión: la de delegar, más que compartir, la ejecución, el cumplimiento efectivo, de tal estado de alarma previamente declarado y delimitado por el Gobierno estatal:
Así lo advierte aquel Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre (LA LEY 19800/2020), en su mismo Preámbulo, cuando, en su parte final, dice: «Tanto las limitaciones a la permanencia de grupos de personas, como las referidas a la entrada y salida de territorios serán eficaces en el territorio de cada comunidad autónoma o ciudad con Estatuto de autonomía cuando la autoridad competente delegada respectiva lo determine, la cual también podrá modular, flexibilizar y suspender la aplicación de estas medidas». Una delegación potestativa (y entiéndase tal expresión en todos sus sentidos: como potestad —en este caso delegada— que se puede o no ejercer), que se repite a lo largo y ancho de aquel Decreto, casi a modo de Leit Motiv: en general, en su art. 2, del siguiente modo: «1. A los efectos del estado de alarma, la autoridad competente será el Gobierno de la Nación. (…) 2. En cada comunidad autónoma y ciudad con Estatuto de autonomía, la autoridad competente delegada será quien ostente la presidencia de la comunidad autónoma o ciudad con Estatuto de autonomía, en los términos establecidos en este real decreto. 3. Las autoridades competentes delegadas quedan habilitadas para dictar, por delegación del Gobierno de la Nación, las órdenes, resoluciones y disposiciones para la aplicación de lo previsto en los artículos 5 a 11…»; preceptos estos que se refieren a las medidas restrictivas —consabidas— adoptadas por el nuevo estado de alarma; así, por ejemplo: el art. 5.2 delegando en las Autonomías acerca de la horquilla horaria del popularmente conocido como «toque de queda»; el art. 6.2 acerca de la posible mayor restricción geográfica, o confinamiento si se prefiere la expresión, a un ámbito inferior dentro de cada Autonomía (como ha sucedido durante el puente de noviembre en algunas Comunidades Autónomas); el art. 7.2 previendo la posibilidad de reducir el grupo de personas a menos de seis; el art. 8, donde el Gobierno central delega en el autonómico para fijar los límites en el número de personas asistentes a lugares de culto; o el art. 9, donde, entre otras cosas, se impone que tales medidas autonómicas se adopten por un período no inferior a 7 días naturales;…
Ante tal delegación potestativa hecha por el Gobierno de la nación en las Autonomías, las voces críticas se han dejado oír, sobre todo en el ámbito político y, curiosamente, desde ideologías diversas, si no antagónicas: desde el Presidente del partido de VOX, Santiago Abascal, que lo ha calificado de «dictadura delegada» (2) , hasta el expresidente del Gobierno Felipe González, del PSOE (3) , al decir que el poder del Gobierno en esta materia «no es delegable»: «Analizo el decreto de alarma —dice— y se delega la facultad de ejecutar lo decidido, con una amplitud de interpretaciones, a los presidentes autonómicos. No es delegable, por decreto, la competencia del estado de alarma», termina diciendo.
En lo estrictamente jurídico, al margen de su oportunidad política, tales afirmaciones son, sencillamente, erróneas: toda aquella delegación potestativa en favor de las Autonomías contenida en el nuevo estado de alarma viene legitimada desde la propia L.O. 4/1981, de 1 de junio (LA LEY 1157/1981), reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio, cuando afirma expresa y claramente en su art. 7: «A los efectos del estado de alarma la Autoridad competente será el Gobierno o, por delegación de éste —¡dice!—, el Presidente de la Comunidad Autónoma cuando la declaración afecte exclusivamente a todo o parte del territorio de una Comunidad»; a lo cual, sin duda, responde el art. 2 del Real Decreto 926/2020 (LA LEY 19800/2020), sobre nuevo estado de alarma, antes transcrito.
Tema diverso, de la legitimidad en tal delegación potestativa, aunque muy relacionado con él, es el del alcance de tal delegación, el de los límites de aquella potestad delegada. En aquella crítica se dice que «la facultad de ejecutar lo decidido —ha sido delegada— con una amplitud de interpretaciones».
En principio, sin embargo, no parece haber habido estrictamente tal delegación interpretativa, como, en cambio, sí la hubo en el transcurso del primer estado de alarma declarado por el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo (LA LEY 3343/2020). En aquel, ya desde su primera redacción, en efecto, se decía, en el ap. 3 de su art. 4: «Los Ministros designados como autoridades competentes delegadas en este real decreto —los de Defensa, Interior, Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, y de Sanidad (según decía en su ap.2)— quedan habilitados para dictar las órdenes, resoluciones, disposiciones e instrucciones interpretativas —decía— que, en la esfera específica de su actuación, sean necesarios para garantizar la prestación de todos los servicios, ordinarios o extraordinarios, en orden a la protección de personas, bienes y lugares, mediante la adopción de cualquiera de las medidas previstas en el artículo once de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio (LA LEY 1157/1981)». Y añadía, en un párrafo separado, aquel art. 4.3 del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo (LA LEY 3343/2020): «Los actos, disposiciones y medidas a que se refiere el párrafo anterior podrán adoptarse de oficio o a solicitud motivada de las autoridades autonómicas y locales competentes, de acuerdo con la legislación aplicable en cada caso y deberán prestar atención a las personas vulnerables. Para ello, no será precisa la tramitación de procedimiento administrativo alguno». Otro tanto de lo mismo haría dicho Decreto 463/2020, insistiendo en tal delegación interpretativa, en su art. 14.3, para referirla ahora en favor del Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, a fin de precisar las limitaciones y condiciones impuestas sobre el transporte de bienes y servicios.
En esa misma línea, poco tiempo después, tras ser reformado por otros Decretos (en concreto, por la disposición final 1.1 del Real Decreto 492/2020, de 24 de abril (LA LEY 5698/2020)), insistirá el de estado de alarma en esa delegación interpretativa, concentrándola en manos del Ministerio de Sanidad, para referirla a la circulación de personas, que aquel Decreto 463/2020, de 14 de marzo, limitaba en su art. 7, haciendo luego lo propio sobre la apertura o cierre de determinados lugares y establecimientos abiertos al público, referida en su art. 10.6 (modificado este también por la disposición final 1.2 de aquel Real Decreto 492/2020, de 24 de abril (LA LEY 5698/2020)).
Y así, efectivamente, sucedió en reiteradas ocasiones, en su mayoría por manos del Ministerio de Sanidad, a través de numerosas y diversas Instrucciones y Órdenes (4) ; y también por las del Ministerio de Interior y las del de Transporte, quien en alguna ocasión subdelegó a su vez su poder interpretativo, como también en muchas ocasiones hizo el propio Ministerio de Sanidad delegando en las Comunidades autónomas —aunque solo para— el desarrollo y ejecución de sus Órdenes Ministeriales. Al principio, toda la potestad —gubernativa, normativa e interpretativa— sobre el estado de alarma había quedado concentrada en manos del Gobierno de la Nación (según el art. 4.1 del Decreto 463/2020, de 14 de marzo, que proclamaba: «A los efectos del estado de alarma, la autoridad competente será el Gobierno»), y, en parte, en las del Parlamento estatal (tanto para autorizar las sucesivas prórrogas del estado de alarma, como para el refrendo de diversos Decretos-Leyes que en aquel tiempo se dictaron, según exige el art. 86 de nuestra Constitución (LA LEY 2500/1978)), dejando en manos autonómicas solo su gestión ordinaria (según decía el art. 6 del mismo Decreto), antes de que se adoptara la co-gobernanza (nacional y autonómica), según la Orden SND/387/2020, de 3 de mayo (LA LEY 6023/2020), por la que se reguló el proceso de cogobernanza con las Comunidades Autónomas y Ciudades de Ceuta y Melilla para la transición a una nueva normalidad (en cuyo Preámbulo se recuerda aquella delegación interpretativa de los arts. 4.3, 7.6 y 10.6 del Real Decreto de 14 de marzo, atribuida —solo— en favor de los Ministerios), para finalmente ser toda la potestad de nuevo descentralizada; aunque es de reconocer que también decía el propio Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, en su Disposición Final Primera (LA LEY 3343/2020): «Quedan ratificadas todas las disposiciones y medidas adoptadas previamente por las autoridades competentes de las comunidades autónomas y de las entidades locales con ocasión del coronavirus COVID-19, que continuarán vigentes y producirán los efectos previstos en ellas, siempre que resulten compatibles con este real decreto»; terminaba diciendo, como exigencia de tal conformidad con la normativa estatal. Un día después, el propio Ministerio de Sanidad dictaría la Orden SND/232/2020, de 15 de marzo (LA LEY 3364/2020), por la que se adoptaban medidas en materia de recursos humanos y medios para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, para decir (en su art. 21, bajo el título «Desarrollo y ejecución»): «Corresponde a las autoridades sanitarias competentes de cada comunidad autónoma dictar las resoluciones, disposiciones e instrucciones interpretativas que, en la esfera específica de su actuación, sean necesarias para garantizar la eficacia de lo dispuesto en esta orden». Y lo mismo, con idéntico tenor, haría luego en varias ocasiones y materias, mediante una suerte de subdelegación interpretativa, aunque siempre limitada al desarrollo y ejecución de lo dispuesto en las Órdenes Ministeriales.
Aunque ya por entonces a alguno sorprendiera este proceder del Gobierno (5) , estábamos ante la clásica y conocida interpretación auténtica, proveniente del propio poder normativo, y que, como vexata quaestio, siempre ha suscitado muchas dudas (desde la propia Roma, en que Justiniano y otros Emperadores después vinieran a interpretar sus propias leyes a fin de evitar que lo hicieran los jueces, o como también sucedió a Napoleón). Creyendo que su magna obra jurídica (el Digesto, el Code, …) sería culmen, definitiva e inmortal, pensaron que la ley quedaba agotada en su letra, plenamente coincidente con su espíritu y voluntad (que, no en vano, era la de ellos mismos, como autores, aunque solo simbólicos, de la ley —la voluntas legislatoris—). En su mentalidad, en su lógica, no había, pues, lugar para el comentario, la discusión, … Al ser la ley clara y completa, no era necesaria ninguna creatividad en su aplicación. Ni la interpretación, ni la integración de la ley tenían cabida en aquel ideado sistema legal perfecto (llegando Napoleón a decir en sus Memorias: «La ley debe ser clara, precisa y uniforme: interpretarla es corromperla»). El juez debía se mero transmisor de la norma («la bouche de la loi», en expresión conocida de Montesquieu, en su visión tan radical de la división de Poderes, sin duda harto justificada por una desconfianza hacia una clase judicial, antaño servil al monarca absoluto, en cuyo nombre e interés aquella clase sentenciaba).
Tal conjetura, propia de la osadía y de la vanidad, era, por supuesto, pura utopía. Pues de inmediato el tiempo, juez —éste sí— implacable, se encargaría de demostrar a los mismos que así pensaban que muchas veces la ley ni era clara ni lo preveía todo. No en vano, los primeros comentarios vertidos sobre aquellas magnas obras jurídicas aparecerían de forma casi coetánea, algunos de ellos incluso de manos de sus propios autores materiales: «Mon Code est perdú», parece ser que fue la reacción de Napoleón al saber que uno de los redactores del CC francés, Maleville, había publicado unos comentarios al mismo. Ya siglos antes, Triboniano, si no me traiciona la memoria, hizo lo propio con el Digesto.
Pero la vanidad y soberbia, que son tercas, idearon un sistema para intentar mantener aquella idea de que la ley es siempre clara y completa, y de que nadie, diverso del legislador, puede interpretarla o colmarla. Fue, precisamente, el sistema de la llamada interpretación auténtica, que a instancia de las dudas suscitadas por los propios jueces en cada pleito resolvía el mismísimo legislador (el propio Emperador, Justiniano y otros después, a través de Constituciones, Novelas y rescriptos; o en la Francia codificadora a través del Référé Legislatif, que tan imitado fue en otros países y codificaciones de aquel momento).
Pero, de nuevo, la realidad, que es más terca que cualquier voluntad humana, vendría a demostrar la inoperatividad de tal sistema, que congestionaba de trabajo al legislador a cada paso, a cada duda que le llegaba de cada juez en cada pleito. Fue entonces cuando surge la idea de una doctrina autorizada que haga las veces de aquel legislador-intérprete; ese fue, precisamente, el origen moderno de los Tribunales de Casación, o Supremos, cuya doctrina recibiría, no en vano también, el nombre de jurisprudencia, rememorando así aquella doctrina emisora de derecho nuevo, propia de la vieja guardia pretoria romana (la iuris-prudentia). También denominada aquélla como «doctrina legal», o como «doctrina oficial», en recuerdo de viejos tiempos y en reconocimiento del papel híbrido desempeñado por ella, pues no se concibe como pura ley, ni es simple doctrina científica: es la propia ley oficial y autorizadamente interpretada, lo que hace que la jurisprudencia vivifique a la ley, y la mantenga adecuada a la vida misma, sin tener que esperar a que sea el propio legislador, siempre lento y muchas veces perezoso, quien lo haga.
Pero también cabe la situación inversa, en que no haya tiempo de espera para una interpretación jurisprudencial. Esto último, precisamente, es lo que sucede en tiempos excepcionales de crisis, de extraordinaria y urgente necesidad, como los que España ha vivido, y sigue viviendo, en tiempos del estado de alarma provocado por el COVID-19. Si en «tiempo tranquilo» el legislador no ha dejado jamás de usar el mecanismo de la interpretación auténtica, más acuciante, urgente y necesaria se hace en tiempos en que la realidad social requiere de prontas aclaraciones, que la interpretación usual o forense, proporcionada por los jueces, no puede satisfacer. La propia realidad de la pandemia, provocada por el coronavirus, es cambiante a un ritmo veloz (según la evolución en el número de contagios, muertes, hospitalizados, …), lo que también contribuye a la necesaria adecuación de las normas a cada cambio, lo que solo puede conseguirse a través de aquel mecanismo de la interpretación auténtica, que, por todas estas razones, quedaría plenamente justificada. Pues ante tal urgencia, ¿quién mejor que el propio Gobierno para interpretar sus propias normas?; ¿y por qué no también las Autonomías, previa delegación del propio Gobierno?
Sin duda, una de las cuestiones más debatidas sobre la interpretación auténtica, admitida su legitimidad o razón de ser, ha girado en torno a su procedencia: si ha de venir del propio órgano con poder normativo que dictó la norma a interpretar, o puede provenir de otro diverso, incluso inferior. En juego estarían la división de Poderes y el mismísimo principio de jerarquía normativa (ambos consagrados en el art. 9 de nuestra Constitución (LA LEY 2500/1978)).
De solo admitirse que es el propio legislador quien puede auto-interpretarse con normas —las interpretativas— de igual rango a la interpretada, a todas luces habría que concluir que las interpretaciones hechas, durante el anterior estado de alarma, desde diversos Ministerios y a través de —simples— Órdenes Ministeriales, y a veces desde las Consejerías autonómicas, son todas ellas ilegítimas, incluso inconstitucionales.
En el planteamiento de aquella cuestión, sin embargo, creo que en cierto modo subyace aquella vieja idea de que interpretar una norma es buscar —y respetar— la voluntad del legislador. Así ha sido entendida la interpretación jurídica durante siglos, incluso hasta tiempos no muy lejanos (como subjetiva, como indagadora de la voluntad del legislador —la llamada voluntas o mens legislatoris—). Pero eran tiempos, recuérdese de lo arriba dicho, en los que el legislador —redactor material, o simbólico en el mayor de los casos, de la ley— era unipersonal y, por tanto, claramente identificable (un Rey, un Emperador,…); eran tiempos en que su voluntad era la contenida en la ley, de modo que, a fin de evitar cualquier tergiversación de su voluntad suprema, nadie podía interpretar su ley, que lo sería de la voluntad del legislador, o bien ésta solo podía ser interpretada por él mismo (a través de otras leyes suyas), o por quien por él fuese autorizado, cuya doctrina formaba auténtica jurisprudencia, fuente del Derecho (según quedó arriba recordado). Pero hoy, en que el legislador es pluripersonal (integrado por Parlamentos, Gobiernos, …), y en que, por tanto, las leyes son redactadas y debatidas por muchos (técnicos, comisiones, parlamentarios, políticos, …), ¿dónde y cómo hallar esa supuesta voluntad clara, unívoca, de nuestro actual legislador? (6) Amén de que tal indagación pueda a veces resultar útil (a través de la llamada interpretación histórica, especialmente llevada a cabo desde los llamados materiales prelegislativos), la finalidad de toda interpretación (más allá de la posible histórica), es hallar la verdadera voluntad de la propia ley (la llamada por algunos voluntas o mens legis —por oposición a la voluntas o mens legislatoris antes referida—, o lo que según la mayoría es la ratio legis). Porque una vez la ley es debatida, votada y, finalmente, publicada (en el Boletín Oficial pertinente), dicha ley se emancipará de su autor material, y de su iter formativo, se desprenderá, en fin, de su útero materno (cual criatura que se libera del vientre materno, decía Saleilles (7) ), para ser una norma (una especie de ente vivo), que rige en la realidad por sí misma.
Así lo dice actualmente, al menos en el caso español, el art. 3.1 CC (LA LEY 1/1889), que dirige y condiciona toda labor interpretativa, y cualquier elemento o criterio hermenéutico que se emplee sobre las normas (sea el gramatical, el sistemático, también el histórico, y hasta el propio criterio lógico), «atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas».
Demostrado, así, que la finalidad de la interpretación jurídica es hallar la razón de la ley misma, no parece que deban hacerse aquellas objeciones sobre la procedencia de la norma interpretativa, acaso como si interpretar una ley fuese monopolio de su autor material, lo que, en el fondo, sería tanto como prohibir cualquier otra interpretación (no solo normativa, sino también judicial, doctrinal, …). Rectamente, la legitimación para dictar normas interpretativas posteriores a la interpretada viene dada por su procedencia desde cualquier autoridad con potestas normandi, sea propia o delegada por la misma norma interpretada. Y esto último, precisamente, es lo que ocurrió con las normas habidas durante el primer estado de alarma provocado por el COVID-19, cuando ya desde el mismo Decreto 463/2020, de 14 de marzo, que vino a declararlo, el Gobierno en tal norma delegaba su potestad normativa interpretativa en favor de determinados Ministerios (recuérdense, los de Defensa, Interior, Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, y Sanidad, según decía aquel Decreto en sus arts. 4.3, 7.6 y 10.6 —arriba transcritos—) (8) ; y estos a su vez, en ocasiones, en favor de las propias Comunidades Autónomas (según quedó también antes advertido).
Con todo, en el actual Decreto 926/2020, de 25 de octubre, sobre el nuevo estado de alarma, ya no se habla, expresamente al menos, de una delegación interpretativa en favor de las Autonomías. En su lugar se delega en ellas para «modular, flexibilizar y suspender» las medidas adoptadas por el Gobierno estatal en aquel nuevo Decreto (cfr., el párrafo de su Preámbulo arriba transcrito, así como su art. 10, para referir tal facultad de modulación, flexibilización o suspensión a los arts. 6 a 8, recuérdese, previstos para una mayor restricción geográfica y de grupos de personas dentro de Cada Comunidad Autónoma). Luego, implícitamente al menos, se está delegando en las Administraciones autonómicas para interpretar aquel nuevo Decreto desde la nueva realidad, tan cambiante a cada momento y en cada lugar de nuestra geografía.
Así las cosas, el problema vendría en delimitar qué se entiende por «modular, flexibilizar y suspender», o lo que es igual, el modo en que las Administraciones autonómicas pueden interpretar y aplicar aquellas medidas contenidas en el Decreto estatal. Es, no en vano, otra de las cuestiones polémicas acerca de la interpretación auténtica: la de si deben ser meras aclaraciones de la norma interpretada que se muevan dentro de su sentido literal (dando, pues, como resultado una interpretación meramente declarativa, aunque sea restrictiva o —como mucho— lata), o si pueden llegar a más, modificando, alterando lo que en la norma interpretada literalmente se decía, yendo más allá, o más acá, de la letra de ley (y dando así lugar en su resultado a una interpretación modificativa, sea restrictiva o extensiva, de la norma así interpretada por la posterior); para muchos, que así también lo manifestaron durante el estado de alarma (9) , esto último sería abusivo, por entender que interpretar es aclarar, no cambiar ni corregir el sentido literal de la norma interpretada.
Demostrado, sin embargo, en mi opinión, que la finalidad y el límite de toda interpretación jurídica es hallar la razón de la ley misma, sin limitarse a su letra, a su interpretación gramatical (según impone el art. 3.1 CC (LA LEY 1/1889)
in fine), no parece que deban hacerse tales objeciones a que una norma posterior interprete, incluso correctivamente, otra anterior: si el legislador, al amparo del art. 2.2 CC (LA LEY 1/1889), puede derogar leyes anteriores (que es lo más), ¿cómo no va a poder interpretarlas, incluso corregirlas en su sentido literal (que es lo menos)? Resulta, incluso, curioso que se cuestione tal resultado interpretativo en quien ostenta la potestad normativa, cuando, en cambio, son numerosos y bien conocidos los casos de interpretación modificativa y correctora realizada por manos de la propia interpretación judicial (como, a vuelapluma se me ocurren, la progresiva objetivación del art. 1902 CC (LA LEY 1/1889) hasta terminar prescindiendo de la exigencia de culpa para responder por los daños causados; como el tema de la accesión invertida, por el que se invierte la aplicación del art. 361 CC (LA LEY 1/1889); o como la interpretación que el TS hace del art. 1137 CC (LA LEY 1/1889), para invertir absolutamente lo que el art. 1137 CC (LA LEY 1/1889) dice literalmente;…). A veces, incluso, la interpretación correctora de los jueces ha llegado a crear jurisprudencia ex novo, de la nada, casi sin apoyo normativo (como en su día fue el caso del transexual a partir de una interpretación generosísima del art. 10 de la Constitución (LA LEY 2500/1978), carente por sí de aplicación directa); o bien, como reverso extremo, puede tal interpretación llevar a la derogación tácita de alguna norma, que, permitida por el propio art. 2.2 CC (LA LEY 1/1889), siempre se alcanza por vía interpretativa. Y si todo ello ha venido a hacerse por manos de los jueces, ¿cómo, entonces, no va a poder hacerlo quien sí tiene potestas normandi, propia o delegada?
Así sucedió durante el estado de alarma declarado en España el 14 de marzo, donde la inicial delegación interpretativa hecha desde un principio en el art. 4.3 del Real Decreto 463/2020 (LA LEY 3343/2020), en favor de algunos Ministerios, fue luego refrendada, por modificaciones hechas en aquel mismo Decreto (en sus arts. 7.6 y 10.6, introducidos por el Real Decreto 492/2020, de 24 de abril (LA LEY 5698/2020)), para así permitir la ampliación o la restricción de las medidas adoptadas inicialmente en él según las competencias de cada Ministerio (siendo siempre lógico protagonista de tal delegación el Ministerio de Sanidad).
Y, ¿acaso no podría ocurrir de nuevo ahora, durante el nuevo estado de alarma, por manos interpretativas de las Autonomías, previa delegación del Gobierno? En mi opinión, así podría ser hipotéticamente, por delegación expresa del Gobierno, pero, a la vista del Decreto aprobado, difícil parece que así sea; por lo que, a la postre, parecen resultar infundados aquellos temores y críticas vertidos desde diversos sectores políticos (arriba indicados):
A pesar de la generosidad y amplitud contenida en aquellas expresiones empleadas por el nuevo Decreto de estado de alarma (recuérdese, las de «modular, flexibilizar y suspender»), en concreto, cuando se entra en los detalles de tal delegación potestativa autonómica, el margen de actuación permitido a lo largo y ancho de aquel Decreto en favor de las Autonomías no es tan amplio y generoso como a primera vista pudiera parecer: en general, aquella delegación siempre se condiciona a «la evolución de los indicadores sanitarios, epidemiológicos, sociales, económicos y de movilidad, previa comunicación al Ministerio de Sanidad y de acuerdo con lo previsto en el artículo 13», que exige el acuerdo con el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, bajo la presidencia del Ministro de Sanidad (según dice el Decreto en sus arts. 7.2, 9.1 y 10, que, a su vez, se remite a las medidas de los arts. 6 a 8, antes vistas); lo que, por ejemplo, ha impedido que unilateralmente la Comunidad de Madrid se haya confinado durante tan solo el puente de noviembre, por un plazo inferior a los 7 días naturales que impone el art. 9 del Decreto de estado de alarma, si no ha sido previo beneplácito del Gobierno estatal... Porque, en particular también, los márgenes de decisión autónoma —y autonómica— se mueven dentro de un marco que la propia norma estatal delimita de modo imperativo; así, junto al ejemplo indicado de los 7 días naturales como plazo mínimo, hay otros, como el de permitir una restricción geográfica interna, dentro de cada Comunidad Autónoma por decisión de sus gobernantes (art. 6), pero, lógicamente, no fuera de ella, mucho menos si limita con fronteras extranjeras, de otra Nación, fuera de España; o que se puedan limitar aún más los grupos de personas, pudiendo las Autonomías imponer que sean menos de 6 (art. 7.2), pero nunca más; o el margen que el Gobierno permite en el popularmente llamado «toque de queda», donde, tras fijarse su transcurso entre las 23,00 y las 6,00 horas (según el ap. 1 de su art. 5), permite que las Administraciones autonómicas lo modulen, pero dentro de las franjas previstas, impuestas, por el propio Gobierno de la Nación: «que la hora de comienzo de la limitación prevista en este artículo sea entre las 22:00 y las 00:00 horas y la hora de finalización de dicha limitación sea entre las 5:00 y las 7:00 horas» (dice el mismo art. 5, ahora en su ap. 2);…
En todo caso, la permanencia, la modificación o, en su caso, la suspensión del estado de alarma seguirán estando en manos del Gobierno de la nación: en las Autonomías quedará moldear las medidas estatales dentro de los estrechos márgenes vistos que la propia norma estatal actual permite, en ellas quedará suspender algunas de tales medidas, pero no así declarar terminado el estado de alarma, que solo corresponde declarar al Gobierno, con el oportuno refrendo parlamentario, y en ningún caso podrán declarar otro nuevo estado de alarma, con medidas aún más estricticas o severas que las actuales, pudiendo solo instarlo al Gobierno, como así ha sucedido en alguna ocasión (en algunas Comunidades que vienen reclamando un confinamiento domiciliario); todo ello en aplicación del 5 de la L.O. 4/1981, de 1 de junio (LA LEY 1157/1981), sobre estado de alarma.
Nada más, y nada menos.