¿Cómo suena el timbre de nuestra casa? Lo sabemos y podemos representarlo mentalmente porque lo hemos oído; no una, probablemente, sino muchas veces en estos meses que abarcan desde marzo hasta la actualidad. Ese probable «ring» (expresión fonética) que nuestro cerebro es capaz de representar como una conexión entre significante y significado, ese «ring» que ha interrumpido nuestras reuniones de trabajo, o la atención doméstica a nuestros familiares, es el resultado de una experiencia comprobable: muchos de nosotros dejamos de hacer la compra en el supermercado de siempre y decidimos encargar nuestra cesta de productos a través de aplicaciones móviles o Internet, sustituyendo una labor tan cotidiana como habitual, por una nueva actividad en la que la relación del sujeto con el objeto ya no se sostiene sobre la arquitectura básica de la realidad tangible, sino sobre un nuevo esquema de conexiones y vinculaciones virtuales en el que un elemento se convierte en determinante: el «servicio».
Las modificaciones que se producen sobre el entorno de los seres humanos, en su gran mayoría, no emergen de forma disruptiva o súbita; la mayor parte de esas alteraciones en el día a día del ser acontecen silenciosamente y sin producir en nosotros una percepción particular sobre ese cambio que está teniendo lugar. Esta observación es aplicable de forma absoluta a los hechos físicos y psíquicos del individuo y se demuestra en nociones tales como la madurez o la vejez, de las que uno toma conocimiento a través del contraste vital con los acontecimientos pasados y no de la percepción inmediata de las causas generadoras.
Extrapolable la perspectiva anterior a los «hechos sociales», los cambios que sufre la comunidad son el producto de una evolución gradual que, por mucho que pueda estimularse en situaciones de «estrés» como una guerra o una pandemia, enraíza sus fundamentos en las lógicas evolutivas, en el principio económico de utilidad y, sobre todo, en el valor de la originalidad y creatividad que, con cita en Steinbeck, podemos definir como el «alma» del ser humano.
Sí; las personas, los seres humanos, considerados individualmente pero también en comunidad, somos realidades en constante mutación, víctimas y beneficiarios del cambio que se retrata consustancial a la misma comprobación del hecho vital como un recorrido acotado desde el prisma temporal; nacemos del cambio y perecemos en el mismo y la clave de esa transformación tendencialmente infinita, por tanto, no es el «cuándo», sino el «cómo»: ¿Cómo cambiamos?
El coronavirus SARS-CoV-2 con el que triste y desgraciadamente hemos de convivir es, en sus efectos sociales y comunitarios, mucho más que una enfermedad productora de problemas respiratorios graves y secuelas físicas vinculadas; el COVID-19 es, sobre todo, un «hecho» que ha impactado frontalmente sobre la mecánica social, interrumpiendo el funcionamiento ordinario de la misma, y provocando una emergencia sanitaria mundial, sin precedentes, capaz de situar a gobiernos, empresas y ciudadanos ante el vértigo del punto de «no retorno».
Con errores y lecciones aprendidas, en estos últimos meses, hemos ido adaptando nuestra vida a la coexistencia con la enfermedad, cambiando nuestros hábitos y provocando subsiguientes modificaciones en los hechos vitales de nuestras personas cercanas. El COVID-19 es cambio; súbito e inesperado, sí, pero también detonante precursor para otras transformaciones que latían en la sociedad y que, por diversas razones, aún no habían conseguido cristalizar en el marco real de nuestro presente. ¿Cómo cambiamos? El coronavirus ha sido en el caso de la Administración Pública —incluida, desde luego, la Administración de Justicia— un fenómeno decisivo para la adaptación de la comunicación bidireccional entre los mismos órganos públicos y la ciudadanía. A través de la digitalización de los medios de prestación (nota que se ha impulsado también con el proyecto de ley de Presupuestos Generales de Estado), la potenciación del teletrabajo (véase el reciente artículo 47 bis del Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público (LA LEY 16526/2015).) y la formación intensiva en herramientas y aplicaciones telemáticas, la Administración Pública ha comprendido —¡al fin!— que para el ciudadano lo relevante no era la «ventanilla» sino el «servicio»: su prestación, sentencia, informe, resolución… Si hay algo que ha conseguido cambiar el COVID-19 es el objeto nuclear en el marco conceptual de la Administración: el «servicio», finalmente, ha conseguido evidenciar lo que nunca debimos obviar: que la finalidad primordial de la Administración es «servir» —concepto dinámico— y no «estar» —concepto estático—.
¿Cómo suena el timbre de una ventanilla en una oficina pública? Podemos imaginarlo, pero la velocidad asociativa-cognitiva en nuestro cerebro es menor que con relación al ejemplo anterior. Para nosotros ese sonido no es reactivo sino proactivo, y por eso no lo interiorizamos como experiencia, como parte de nuestro acervo repetitivo de hechos trascendentales. La realidad es que nos da igual como suene ese timbre…Y ocurre inexorablemente así porque lo fundamental de esa oficina pública no está ni la ventanilla ni el timbre…está en el «servicio» que recibimos.
Vivimos una época difícil y compleja, en la que los cambios acontecen rápidamente en todos los extremos de nuestra circunstancia vital. Algunos los podemos contemplar, pero la inmensa mayoría encontrarán espacio en los próximos días, meses, años…De forma inconsciente, en silencio, con la invisibilidad que vertebra siempre lo decisivo…Cambios, transformaciones, nuevos entornos y realidades, pero una idea, central y poderosa, no perderá su sitio: la de «servicio». Ella llegó para quedarse, como el «ring» del timbre, el que hoy también, probablemente, toqué el mensajero que recibiremos en nuestro hogar.