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Justicia, proceso y rigidez: una reflexión sobre el trámite

Álvaro Perea González

Letrado de la Administración de Justicia

Diario La Ley, Nº 9665, Sección Plan de Choque de la Justicia / Tribuna, 2 de Julio de 2020, Wolters Kluwer

LA LEY 8792/2020

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Resumen

El concepto del proceso sólo puede construirse desde su consideración instrumental a la decisión final que deba acontecer para las partes. Por ello mismo, es imprescindible apelar a la flexibilidad en la aplicación normativa de la ley procesal y, con ella, encontrar puntos de encuentro que favorezcan la mejor y más eficaz resolución de los conflictos privados. El trámite es un instrumento al servicio de la tutela judicial; no la tutela judicial en sí misma.

El concepto jurídico de «proceso» admite dos lecturas, no excluyentes, de distinto enfoque sobre la naturaleza del mismo; de este modo, podemos señalar la existencia de las nociones rígidas del proceso, que enfatizan la consideración del mismo como una sucesión lógica de trámites; y, por otro lado, cabe aludir a las concepciones finalísticas que, con una mayor dimensión, atienden al propósito del proceso, es decir, a lo que tratamos de obtener a través del mismo: una sentencia, la verdad…Piero Calamandrei y su obra son exponentes de esta última teoría conceptual.

Puede parecer una discusión ociosa, caprichosa, estéril…inútil a toda pretensión y huérfana de valor, sin embargo, la reflexión sobre el concepto del proceso, y más allá de ella, sobre la importancia del trámite, es esencial y determinante para no convertir al mismo en terreno infecundo al legítimo objetivo de las partes de encontrar con él la respuesta a la controversia que paradójicamente las une.

Se desconoce con demasiada y censurable habitualidad, pero la relevancia de un proceso —y de sus trámites— no es dada por la noción ontológica del propio proceso sino —visión de finalidad— por la utilidad que el mismo ofrece para acercar una aspiración específica. Por ejemplo: nadie recurre a un proceso monitorio para deleitarse en la exactitud del requerimiento de pago al deudor, en las precisiones o advertencias de éste; se acude a un proceso de esta índole porque existe un derecho de crédito defraudado (presupuesto objetivo previo) y una expectativa que desea ser satisfecha (cobrar). En suma, la existencia y vigencia del proceso es puramente instrumental; sólo hay proceso porque hay una realidad conflictiva que necesita ser resuelta o, al menos, decidida. Sin ella, el proceso y su virtualidad se mantienen disipados por la niebla de la indiferencia.

Los trámites de cualquier proceso son eso: marcas en un camino que permiten seguir hacia delante

Nada obsta a lo anterior, sin embargo, la sagrada importancia de la forma; el respeto a la legalidad procesal —norma pública— y la sujeción de las autoridades, funcionarios y partes a la misma es — como es fácil entender— no sólo una manifestación del Estado de Derecho, sino también y sobre todo una garantía insoslayable para el interesado que, con respeto a la previsibilidad que da la seguridad jurídica, puede intuir o conocer de forma cierta cuál será el paso siguiente, el trámite ulterior, la resolución que habrá de dictarse; en definitiva, se proyecta el proceso sobre la dimensión imaginativa del interés particular que se discute; un interés que no sabe cuál habrá de ser su destino final (estimación o desestimación) pero que, al menos, conoce la certidumbre que confiere el trámite —en tiempos pasados, rito—, esa marca en el sendero que permite continuar hacia delante y echar la vista atrás para contemplar el camino recorrido. Al fin, los trámites de cualquier proceso son eso: marcas en un camino que permiten seguir hacia delante, si bien, otorgándose a cada paso del trayecto su dosis de relevancia, sea ya para defenderse (contestar a la demanda), proponer prueba, o emitir la conclusión final. La forma hace el fondo. El fondo sólo tiene sentido si se respeta la forma.

¿A dónde conduce esta disertación sobre el proceso y su significado? No se lleve nadie a error; lo anterior sólo pretender arrojar luz sobre un inconveniente —causa y consecuencia de la propia expresión de proceso— que no es en verdad tal si la ley se interpreta con coherencia y huyendo del rigorismo simplista que tiende a hacer profundidad de lo que es meramente superficial: la cuestión —compleja— de la rigidez del trámite. Aquel famoso «Hágase justicia aunque perezca el mundo» («Fiat Iustitia pereat mundus») que, reformulado en el contexto procesal contemporáneo, podría pronunciarse como «Acontezca el trámite aunque perezca el objeto del proceso». En fin, problema no sencillo el de introducir flexibilidad e individualidad a lo que, por definición, no puedo sino ser rígido y abstracto.

La supremacía del principio de legalidad procesal (artículo 1 Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (LA LEY 58/2000)) no puede exacerbarse hasta la consideración máxima de excluir la observancia del sentido normativo final que el proceso, desde una perspectiva amplia, tiene para ambas partes. Es decir, la legalidad no se impone sobre la pretensión; le da cauce; por ello —razón elemental olvidadiza— sólo cabe promover su aplicación desde la función ponderativa que pone en conexión la pretensión de las partes, la aleatoriedad del producto judicial final y, también, los elementos de (no) discusión que vislumbran el viso —a veces levísimo— de aquel acuerdo que puede permitir esquivar la contienda. Como en la vida misma, el conflicto puede evitarse a través de la creatividad, la paciencia y la flexibilidad. El Derecho es una creación humana y como tal se comporta.

Para desgracia de propios y ajenos —o quizá no de tantos—, la reflexión anterior goza de poca raigambre en el procesalismo español y, menos todavía, entre los aplicadores más directos del ordenamiento procesal: los Juzgados y Tribunales. Con contumaz perseverancia, es visible la aplicación rígida del proceso como si éste fuere un fin en sí mismo, servido al deleite de la puesta en marcha vacía de la norma, sin más pretensión que la sucesión de trámites, ni más objeto que la irracional utilización de la legalidad; aun cuando ésta acontece de espaldas a las partes e, incluso, al mismo proceso.

La rigidez del trámite, la dictadura del esquema procesal, es tal que, a veces, corremos el riesgo de convertir el proceso en un muro de piedra que hay que escalar para llegar a la decisión final, cuando, como es notable, no puede tratarse éste de un obstáculo sino —lo expresamos gráficamente antes— de un sendero, de un camino abierto. Por ello mismo, la introducción de herramientas que confieran flexibilidad al proceso —lejos de la bienintencionada vocación del aplicador formal— ha de ser una prioridad en las reformas procesales que tengan lugar en los próximos meses o años. Debe comprenderse que, igual que ocurre por ejemplo en el espacio concursal, la liquidez del trámite, e incluso el recurso al salto del proceso judicial al extrajudicial, no solamente no es una opción inválida o no deseable, sino que —todo lo contrario— permite racionalizar las pretensiones de las partes, integrarlas conforme a las pautas legales y, al final, ofrecer una mejor respuesta que, por más eficaz y consensuada, goce de mayor duración y respeto. Se cumpliría, en suma, la regla fundamental del proceso: su finalidad es su utilidad; una instrumentalidad sin la cual no hay proceso por no haber objeto. De nuevo, esa relación de dos hermanos que se necesitan desde la diferencia: la forma y el fondo.

La verdadera y útil norma procesal es aquella que coadyuva con las partes, junto a ellas, en la búsqueda de la verdad

Es sabida voluntad del prelegislador de ofrecer marco a una gran reforma que renueve el proceso en todos sus órdenes jurisdiccionales. En el civil, bienvenida sea, y, sobre todo, ojalá apele la misma a esa flexibilidad tan próxima y necesaria que nos permitiría, a muchos aplicadores, huir del recurso a la filigrana procesal de interpretación sistemática y, por fin, sentar a las partes ante la gran pregunta: ¿cómo puede ayudar el proceso a sus problemas? ¿qué tratamiento les podemos ofrecer? Lejos de lo que la ortodoxia se esfuerce en presentar, la verdadera y útil norma procesal es aquella que coadyuva con las partes, junto a ellas, en la búsqueda de la verdad. No podemos prometer el cumplimiento de la decisión final, pero, sin duda, la elasticidad y coparticipación de las partes ayudaría —mucho— a su respeto; forma y fondo, fondo y forma. Todo tiene que ver.

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Letrado Judicial|02/07/2020 12:53:24
Un artículo francamente acertado. En los Juzgados se tiende a un rigorismo y reglamentismo desaforado en la aplicación de la ley procesal, que perjudica la tutela del derecho material, lastra la eficacia de la justicia y solo sirve para restringir al acceso a la Sentencia. El proceso, como bien dices, es un medio, no un fin, en sí mismo. Algunos Letrados Admon Justicia cometen el error de tener esa concepción estricta del proceso como, por ejemplo, en el famoso tema de los apoderamientos electrónicos. Se trata de dar facilidades. Lo importante no es el trámite, es la Sentencia. Somo auxilio de los Jueces para el fin del proceso, la resolución del conflicto. La LOPJ es clara, por mucho que escueza a algunos que con resignación aplican su parcela de poder (el trámite) para imponer directrices procesales reglamentistas. La ley está plagada de trámites innecesarios, que se podrían simplificar. Pero la Administración, y la Justicia más aún, peca de prácticas decimonónicas rigoristas, con el pretexto de las garantías. Notificar comentario inapropiado
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