Pocas cosas hay que despierten tanta antipatía como el término «forma» expresado en el contexto de cualquier relación jurídica. «Advertido el defecto de forma consistente en…», «No subsanado en plazo el defecto de forma se inadmite…», «Incurriendo la formulación de la pretensión en vicio de forma…» … Todas estas expresiones, incorporadas en cualquier tipo de resolución judicial o procesal, son causa de grave malestar, preocupación o desasosiego; primero en el profesional responsable, más tarde en el ciudadano afectado. Nunca concebimos demasiado bien aquello de que la razón necesita, para ser dicha, de unos trámites, presupuestos, requisitos…En suma: de un proceso. Nos apasiona el «procedimiento», el «paso a paso» …Salvo cuando nos lo aplican a nosotros; en ese instante, la garantía se vuelve cruel tormento, y el funcionario que nos la exige retorcido miserable de mezquina actitud. No negaré que existen individuos que disfrutan en sus desdichados apetitos del requerimiento constante e insufrible que a veces comporta la burocracia, pero son los menos; en general, y salvo excepciones, la gestión de un proceso y sus distintos estadios son solamente el resultado consecuente del escrúpulo que impone la legalidad; no los deseos malvados e inconfesables de la subjetiva tiranía reglamentaria.
La forma, lo dije antes, no es algo simpático. Pero, lamentablemente para todos: es un mal necesario; imprescindible. Aunque casi nunca lo advirtamos, los presupuestos o requisitos procesales, los actos de trámite, son en realidad la más nítida expresión de la legalidad, del Estado de Derecho que proclama el artículo 1.1 de nuestra Constitución (LA LEY 2500/1978). A pesar de su barniz administrativo, y pese a ser recibidas como un incordio por aquellos a quienes se les exigen, las cuestiones de forma son la esencia misma en la que descansa la validez de la decisión final que deba adoptarse. Un proceso jurisdiccional —o administrativo— no es un capricho, no es una «posibilidad», un mero y simple recurso estilístico o estético que nos impone el legislador para socavar nuestra paciencia y alimentar nuestra desesperación. No. El proceso es una condición mínima e indispensable sin la cual la resolución de cualquier conflicto quedaría abocada al más estrepitoso fracaso: ausente de legitimidad y sensiblemente perjudicada en su vigor. ¿Y por qué? ¿Cuál es la razón por la que el producto no sirve de nada sin su ecuación precedente? La «X» se despeja con dos palabras que sintetizan la eterna dialéctica entre el Derecho y su eficacia: seguridad jurídica.
Como es sabido, la seguridad jurídica se erige en nuestro sistema constitucional como un principio (artículo 9.3 CE. (LA LEY 2500/1978)) que comporta la certeza sobre el ordenamiento jurídico aplicable y los intereses jurídicamente tutelados, procurando la claridad y no la confusión normativa, así como la expectativa razonablemente fundada del ciudadano en cuál ha de ser la actuación del poder en la aplicación del Derecho (Por todas: Sentencia del Tribunal Constitucional, Pleno, n.o 37/2012, de 19 de marzo (LA LEY 19220/2012). Ponente: Su Excmo. Sr. D. Manuel Aragón Reyes). Así, son tres las notas que definen el principio: certeza, claridad y previsibilidad. Desde luego, no puede pretenderse una malversación de la seguridad jurídica y, en su nombre, proclamar el inexistente derecho a tener razón. Ni existe tal derecho, ni toda previsión en la aplicación de la ley deja de ser precisamente eso: una previsión; no un futuro anticipado. Por ello, la seguridad jurídica encuentra su contexto idóneo en el proceso, en la forma, en los trámites, sus presupuestos y consecuencias procedimentales.
Una buena norma procesal debe cumplir con todo lo expuesto: ser cierta, evidenciando en su dicción cuál es la regla proclamada; ser clara, expulsando de la redacción de la misma ambigüedades o confusiones que, en sede interpretativa, causen problemas en vez de solucionarlos; y, finalmente, ser previsible, es decir, permitir un cálculo apriorístico de cuál será la consecuencia procesal al acto de parte o, en su caso, del órgano judicial acometido. No obstante, esta exigencia de tratamiento de técnica normativa no se agota en sí misma, sino que se proyecta, también, sobre la aplicación de la ley, sobre las diferentes conductas que el órgano haya de realizar como contestación a las pretensiones planteadas. La seguridad jurídica es una obligación para el legislador, pero también para el aplicador legal, sea éste un juzgado, un órgano administrativo…Y es en este lado del escenario, en el que las normas se despiertan de su silueta, en el que la forma —la siempre desagradable forma— da sentido en toda su dimensión a la seguridad jurídica; ésta no pueda existir sin el proceso como éste no puede tener lugar sino es para ofrecer garantías a quienes en él se ven obligados a participar.
Por desgracia, con ocasión de la terrible pandemia que hemos sufrido —y sufrimos— en estos últimos meses, el Gobierno y distintos órganos institucionales, han procedido de forma urgente a dictar numerosísimas resoluciones, instrucciones, recomendaciones…Sin poner en duda el voluntarismo y bondad de esta normativa de excepción, pasado el peor período de la enfermedad, quizá sea el momento de preguntarnos acerca de cuál es el valor cívico que tiene la forma y si acaso no hemos incurrido en algunos excesos —o defectos— al pretender mantener la normalidad o recuperarnos de lo acaecido en este tiempo, renunciando —o pretendiéndolo— a cuestiones a la vista «menores» (formales) pero de innegable importancia para la resolución final de nuestros problemas, o lo que es lo mismo, para las cuestiones materiales (de fondo).
Por más que se pretenda, no existe un deslinde preciso entre la forma y el fondo. La única relación entre ambos conceptos viene dada por la instrumentalidad de la primera para el segundo; no por una comparación de rangos o, si se quiere, de relevancia decisiva. La forma —y todo su armazón procesal— es la condición preliminar e indispensable que supedita que el fondo pueda debatirse y resolverse con todas las garantías; retomamos las dos palabras sagradas: con «seguridad jurídica». Sí —debemos insistir— con esa «seguridad jurídica» que nos permite a todos, sin excepción, acudir a la tutela de nuestros derechos e intereses legítimos en los tribunales sin miedo a sufrir indefensión, a ser desconocidos en los pasos previos que permiten alcanzar la meta final. Sin garantías, sin formas, sin trámites…Sólo un camino presenta vía libre: el de la arbitrariedad. Y no está de más recordar que la arbitrariedad es la antítesis de la legalidad, la profundidad en la que el Derecho queda sustituido por la voluntad, y la Justicia sólo es un viejo reclamo, un falso ídolo sobre el que se alimentan creencias que nada tienen que ver con la libertad, sino con la servidumbre al, por absoluto, ilegítimo poder establecido.
No puedo negarle algunos motivos para el escepticismo a quienes sufran a diario la inmisericorde furia de la forma —¿Quién sabe si la mía?—; a quienes por ella hayan perdido expectativas; o a los confiados que en, el último momento, contemplaron para desgracia propia y ajena que aquel defecto inadvertido ha sido, tiempo después, la motivación de su derrota procesal, la causa de su lamento. La forma es antipática. Pero es necesaria. Teman a los formalistas y al rigor formalista —cosas distintas de la forma— pero no desconfíen del valor que ofrece el trámite, de la garantía que supone la legalidad, de la confianza que confiere la burocracia, de la previsibilidad que otorga lo reglado…La seguridad jurídica, como lo realmente importante, sólo es visible en el frío vacío que deja la ausencia.