La necesidad de que la Justicia legal, en su faceta de servicio público burocrático, estuviera presidida por un órgano estatal superior que velara, controlara y supervisara ad intra la Administración de Justicia en su faceta orgánica y organizativa, fue lo que motivó al constituyente la necesidad de positivar al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) en el artículo 122 del Texto Constitucional (LA LEY 2500/1978). Era el órgano de gobierno de los jueces y magistrados integrantes del poder judicial.
El precepto constitucional delimitó su número y su forma de elección. La mayoría judicial debía ser seleccionada en los términos de una ley orgánica. La minoría jurídica componente, a propuesta de los órganos representativos de las Cortes, por una mayoría cualificada de tres quintos de las correspondientes Cámaras. Todos ellos, serían nombrados por el Rey para un período de cinco años.
El posterior desarrollo legislativo orgánico del precepto y dos sentencias del Tribunal Constitucional (47/1986 (LA LEY 1733/1986) y 108/1986 (LA LEY 11251-JF/0000)), vinieron a asentar los parámetros interpretativos del artículo del Texto constitucional, a fin de aclarar si, el CGPJ era un órgano constitucional autónomo, orgánico y funcionalmente independiente, representante del Poder Judicial, en el que la elección de los doce miembros judiciales, de acuerdo con lo constitucionalmente previsto, debía de hacerse por y «entre» miembros de la carrera judicial. Tanto en una como en otra sentencia, el Tribunal fue contundente a la hora de abordar las cuestiones planteadas.
En primer lugar, dejó clara la constitucionalidad del precepto. Los veinte vocales podían ser elegidos por las Cortes Generales. La forma de elección de los doce miembros integrantes de la carrera judicial, tal cual los determinase el legislador. En segundo lugar, estableció que el CGPJ no era representante de ningún «poder judicial». La existencia constitucional del Consejo no comportaba el reconocimiento por la Constitución de una autonomía de la Judicatura, entendida como conjunto de todos los magistrados y jueces de carrera, y, en consecuencia, la facultad de autogobierno de ese conjunto de magistrados y jueces cuyo órgano sería precisamente el Consejo. La razón estribaba en que ni tal autonomía y facultad de autogobierno se reconocían en la Constitución, ni se derivaban lógicamente de la existencia, composición y funciones del Consejo. Para llegar a la primera conclusión bastaba la simple lectura del Texto constitucional, pues lo único que consagraba era la independencia de cada juez a la hora de impartir Justicia. Tampoco, se imponía la existencia de un autogobierno de los Jueces por una deducción lógica de la regulación constitucional del Consejo. Lo único que resultaba de esa regulación constitucional era la creación de un órgano autónomo que desempeñaba determinadas funciones, cuya asunción por el Gobierno podría enturbiar la imagen de la independencia judicial, pero sin que de ello implicara que ese órgano era la expresión del autogobierno de los Jueces. Poco antes, ya había dicho igualmente el Tribunal Constitucional, en la sentencia 45/1986 (LA LEY 568-TC/1986), que tampoco el CGPJ gozaba de la reserva constitucional para dictar reglamentos sobre materia judicial.
El Tribunal sí quiso dejar patentes en dichas sentencias —con gran ingenuidad— que el CGPJ debía quedar ajeno a las luchas partidistas que se deban, por lógica, en un Estado de partidos y, apelando al siempre inaprensible y problemático, consenso constitucional, procurar, de una parte, la presencia en el Consejo de las principales actitudes y corrientes de opinión existentes en el conjunto de jueces y magistrados en cuanto tales, es decir, con independencia de cuales fuesen sus preferencias políticas como ciudadanos y, de la otra, equilibrar esta presencia con la de otros juristas que, a juicio de ambas Cámaras, pudieran expresar la proyección en el mundo del Derecho de otras corrientes de pensamiento existentes en la sociedad. La finalidad era que el Consejo reflejara el pluralismo (político) existente en el seno de la sociedad y, muy en especial, en el seno del Poder Judicial.
Las sentencias citadas que vertebraron los parámetros de constitucionalidad en la composición y actuación del órgano de gobierno de jueces y magistrados, no aprovecharon la oportunidad para resolver lo que no había sido solventado por el constituyente, postergando una cuestión esencial a la transacción oportunista de un parlamento esclerótico por la articulación absolutista del proscrito mandato imperativo intrapatidista.
La única función constitucional relevante de un órgano de gobierno de la magistratura es la de velar por su independencia
La única función constitucional relevante de un órgano de gobierno de la magistratura, ciertamente, es la de velar por su independencia. La suya propia y la de los miembros que componen la carrera judicial. Acertó, plenamente, el Tribunal Constitucional cuando manifestó que la Constitución de 1978 (LA LEY 2500/1978) no había regulado un Poder Judicial constitucional específico; solo había instituido la función jurisdiccional en cada juez y magistrado mediante el ajustamiento a lo particular del cosmos jurídico universal. Es evidente que los jueces carecen de la potencia de anular o siquiera suspender aquellas leyes poseedoras de vicios de inconstitucionalidad. Esta es la razón por la que, a pesar de que la Constitución nomina al Título VI «Del Poder Judicial» su articulado se reduce a tratar la potestad jurisdiccional y la Administración de Justicia.
La tradición europea no es ajena a esta alteración cuyos orígenes se remontan a las propuestas del filósofo y jurista francés, Nicolas Bergasse, donde en plena Revolución Francesa, llamó por primera vez «poder» a lo que era función judicial, reduciéndola a la potestad publica de resolver los conflictos privados mediante la aplicación de la «voluntad general» convertida en ley nacional. Son los antecedentes del s. XIX norteamericanos los que elevarán al nivel de poder constitucional la potestad judicial, permitiendo, incluso antes de la famosa sentencia de 1803 del Juez Marshall, que lo Judicial controle al Poder legislativo, convirtiéndose, de este modo, en la balanza del arquetipo diseñado por la Constitución de la Unión de 1787.
Pero si Madison fue más allá que Montesquieu, éste hizo lo propio con Locke, e idealizando la Constitución no escrita de Inglaterra, consagró la separación de poderes en el Estado, reduciendo el poder judicial a un poder presque nul. Y es que lo Judicial no necesita poder. Solo independencia.
Lo Judicial es el único poder estatal que carece de legitimación democrática directa. No se hace democrático, como se cree, por estar sujeto a Ley, sino por la confianza que la ciudadanía deposita en su independencia. Y la independencia del Poder Judicial, no solo se halla en la imparcialidad de sus miembros ante las influencias, promesas, prebendas o presentes con que les agasajen las partes de una contienda judicial, sino en la independencia del órgano que los controla y disciplina en sus carreras.
No puede haber independencia judicial sin la independencia del gobierno de los jueces. Y esta empieza por el modo original de constituirlos. Originalidad de origen, de elección por virtud de factores y competencias individuales. No de componendas entre poderes constituidos. Si bien, la potestad judicial no puede competir en dimensión democrática con los poderes legislativos y ejecutivos, nada obsta para que su base electiva, sin extenderse a toda la comunidad nacional, se conjugue democráticamente entre miembros de la carrera judicial (12) y aquel sector (8), social, activa y profesionalmente interesado, y comprometido en conseguir y mantener la independencia real y objetiva de la judicatura, por la dignidad de tan excelsa profesión jurídica. Profesionales de la abogacía, procuración, letrados de la Administración de Justicia y demás miembros partícipes activos en esta función estatal, como servicio público y en el Poder Judicial, como poder independiente e imparcial en su función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Si la dimensión democrática de este poder es menos extensa que la del poder legislativo o ejecutivo, es más intensa por ser advocativa o tutelar de una comunidad electoral pequeña.
La dignidad del Poder Judicial es la dignidad del Estado de Derecho
Lo que se expone sería una verdadera reforma en la elección de los miembros del gobierno de los jueces. Lejana y sin ninguna influencia del poder político. No debemos limitarnos a discusiones banales y académicas sobre cuál sería el quorum para la elección de los miembros del Consejo. La dignidad del Poder Judicial es la dignidad del Estado de Derecho. La confianza y credibilidad de la ciudadanía en la institución judicial, mantiene inactivos los resortes del desapego y la deslegitimación del sistema de instituciones públicas ordenadas a mantener la paz social y el orden democrático.
No se necesita ningún informe europeo ni ninguna reprimenda internacional para observar que la realidad del CGPJ debe ser objeto de reforma y no prisionera de intereses particulares partidistas, fuente, cada vez mayor, de desconfianza y desmoralización cívica. Pues, lo que inspira desconfianza a los ciudadanos no es el poder de los jueces, sino su falta de poder; no es su independencia incontrolada, sino su controlada dependencia de quien los promociona en sus carreras. Y aunque no sea la solución definitiva, mientras los aparatos de los partidos sean señores del Estado y del apéndice parlamentario, la única garantía de independencia judicial estará en el orgullo corporativista, en la consciencia de hacer lo justo y en la fe profesional de que lo justo es nombrar a los elegidos.
En nuestras manos está evitar lo que Rudolf Breitscheid, expresó en el seno del congreso del SPD en Leipzig de 1931, para justificar su posición totalitaria: «toleramos la violación de las formas democráticas, solo para salvar la sustancia de la democracia».
Advertidos estamos.