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Balance de la Ley Orgánica General Penitenciaria tras treinta años de vigencia. Necesidad de abordar algunas reformas

Balance de la Ley Orgánica General Penitenciaria tras treinta años de vigencia. Necesidad de abordar algunas reformas

María del Prado TORRECILLA COLLADA

Magistrada con destino en el Juzgado de Vigilancia Penitenciaria núm. 3 de Madrid

Diario La Ley, Nº 7250, Sección Tribuna, 28 de Septiembre de 2009, Año XXX, Ref. D-299, LA LEY

LA LEY 18121/2009

Normativa comentada
Ir a Norma LO 1/1979 de 26 Sep. (General Penitenciaria)
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Resumen
Se trata de abordar en este breve artículo el balance de la vigencia, durante treinta años, de la Ley Orgánica General Penitenciaria, de 26 de septiembre de 1979, haciendo especial hincapié en la importancia que supuso la creación de la figura del Juez de Vigilancia Penitenciaria, y la necesidad de abordar algunas importantes reformas en la misma.

I. INTRODUCCIÓN

Uno de los más importantes logros de la Ley Orgánica General Penitenciaria (LOGP), aparte de ser el culmen de la evolución en la ejecución de las penas privativas de libertad hacia un sistema progresivo, presidido por la finalidad resocializadora, fue que, por primera vez en España, instaura la figura del Juez de Vigilancia Penitenciaria.

Supuso un paso más hacia la auténtica judicialización de la ejecución de penas que exigía el art. 117.3 Constitución (CE) (LA LEY 2500/1978), y que hasta ese momento no se venía cumpliendo, pues tras la imposición de la pena, prácticamente la ejecución de la misma venía correspondiendo a la Administración Penitenciaria, con escasos controles de los Tribunales Sentenciadores [visitas contempladas en los arts. 526 (LA LEY 1/1882) y 990 Ley de Enjuiciamiento Criminal (LA LEY 1/1882) (LECrim.)], y, en su caso, de la jurisdicción contencioso-administrativa.

Al Juez de Vigilancia Penitenciaria le corresponde el control de la legalidad de la actuación administrativa, en el ámbito penitenciario, en los términos previstos en el art. 106.1 CE (LA LEY 2500/1978), pero debe darse un paso adelante en la plena judicialización de la ejecución de penas privativas de libertad y, por eso, las tesis que voy a defender en este artículo son las siguientes:

  • 1.º. La ejecución de las sentencias penales es competencia exclusiva de los tribunales de justicia, ejercida por los tribunales sentenciadores, jueces de ejecutorias y jueces de vigilancia penitenciaria.
  • 2.º. Es necesario que algunas competencias de la Administración Penitenciaria, singularmente en materia de clasificación de tercer grado, retornen en exclusiva a los jueces de vigilancia penitenciaria.
  • 3.º. Salvo en el aspecto concreto de la custodia física del recluso la Administración Penitenciaria actúa subordinada a los Jueces de Vigilancia Penitenciaria.

II. BALANCE DE LA LEY Y NECESIDAD DE ALGUNAS REFORMAS

Lo primero que hay que poner de manifiesto es la tardanza en la efectiva implantación de la figura Juez de Vigilancia Penitenciaria, que si bien se crea con la Ley de 1979, no empieza a funcionar hasta 1981, en virtud de acuerdos del Consejo General del Poder Judicial, y la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 los introduce orgánicamente en su art. 94 (LA LEY 1694/1985), dentro de la jurisdicción penal.

Una vez empiezan a funcionar lo hacen con una gran carencia de normas procesales, pues aparte de los arts. 76 (LA LEY 2030/1979) y 77 LOGP (LA LEY 2030/1979) y otros preceptos de dicha ley que desarrollaban sus competencias, sólo existía una escueta remisión a determinados preceptos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que hacían referencia fundamentalmente a las visitas penitenciarias, por lo que fue necesario que la Presidencia del Tribunal Supremo dictara unas Prevenciones de fecha 8 de octubre de 1981 sobre el ejercicio de la función encomendada a los jueces de vigilancia penitenciaria, viniendo posteriormente la LOGP en su disp. adic. 5.ª a realizar una escueta regulación de los recursos contra las resoluciones de los jueces de vigilancia.

Pues bien, parece intolerable que pasados treinta años de la vigencia de la Ley persista la ausencia de normas procesales específicas, incumpliendo así el legislador su propio mandato contenido en el art. 78 (LA LEY 2030/1979) y en la disp. trans. 1.ª de la citada Ley, habiendo sido suplida esta ausencia con los criterios comunes de actuación que fijan periódicamente en sus reuniones los Jueces de Vigilancia Penitenciaria.

Otro punto de la Ley sobre el que conviene centrar la atención, y que creo que conviene reformar, es el de las concretas funciones que atribuye a los jueces de vigilancia, que a mi juicio, no están adecuadamente definidas, lo que ha supuesto conflictos con los Tribunales Sentenciadores y con la propia Administración Penitenciaria.

La definición de las competencias debe ser muy concreta y exhaustiva, huyendo de definiciones generales, como la que se contiene en el art. 76.2 a) de la Ley que establece que corresponde especialmente al Juez de Vigilancia: «Adoptar todas las decisiones necesarias para que los pronunciamientos de las resoluciones en orden a las penas privativas de libertad se lleven a cabo, asumiendo las funciones que corresponderían a los Jueces y Tribunales Sentenciadores», de la que parece desprenderse que una vez creados los jueces de vigilancia penitenciaria cesan todas las competencias de los Tribunales Sentenciadores, cuando en otros preceptos de la misma ley queda claro que éstos mantienen muchas competencias.

La concreción de las competencias debe partir, en lo que se refiere a su relación con los Tribunales Sentenciadores, en que son dos los órganos jurisdiccionales que confluyen en la ejecución de las penas privativas de libertad: el tribunal sentenciador y el juez de vigilancia. Así, el seguimiento de las ejecutorias sigue correspondiendo en nuestro sistema a los Tribunales Sentenciadores, o a los Juzgados de ejecutorias penales en donde han sido creados. En definitiva, que mientras se cumplen las penas privativas de libertad por los reclusos, éstos siguen estando a disposición de los tribunales sentenciadores, correspondiendo al Juez de Vigilancia sólo el seguimiento de ese cumplimiento mientras están en prisión, lo que ha motivado que recientemente el Tribunal Supremo haya entendido en sentencia de la Sala 2.ª de 5 de marzo de 2009 que la competencia para acordar la busca y captura del recluso que no se reintegra al centro penitenciario tras el disfrute de un permiso de salida, concedido por la Administración Penitenciaria (reclusos en tercer grado), o por el Juez de Vigilancia Penitenciaria (reclusos en segundo grado), es del Tribunal Sentenciador; y de que el Juez de Vigilancia se dedica casi exclusivamente a las penas privativas de libertad (y medidas de seguridad), careciendo de sentido la extensión competencial que el Código Penal de 1995 (CP) ha realizado a penas tales como los trabajos en beneficio de la comunidad.

Por lo que se refiere, a como deben concretarse las competencias en la relación del Juez de Vigilancia Penitenciaria con la Administración Penitenciaria, dicha concreción siempre debe estar presidida por el mandato constitucional del art. 117.3 CE que establece que: «El ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes, según las normas de competencia y procedimiento que las mismas establezcan». De este precepto constitucional se desprende que la ejecución de sentencias penales, que son las que contienen las condenas a penas privativas de libertad, corresponde a los jueces y tribunales, en nuestra legislación a los tribunales sentenciadores y a los jueces de vigilancia, por lo que, desde esta perspectiva, el papel que en la ejecución de penas privativas de libertad debe corresponder a la Administración es claramente «secundario» y «subordinado» a lo que resuelvan los jueces. Es lo que la doctrina tradicionalmente ha explicado señalando que las funciones que la Administración Penitenciaria tiene reconocidas son «delegadas» por los jueces, en definitiva, que únicamente les correspondería aquellas funciones que materialmente no pueden realizar los jueces, esto es, la custodia de los reclusos. Por eso, la Administración Penitenciaria no está legitimada para recurrir las resoluciones de los jueces de vigilancia, no interviniendo tampoco el Abogado del Estado en los procesos que se desarrollan ante los Juzgados de Vigilancia, lo que no podría ser entendido si ejercitara funciones propias y no delegadas. Al ejercer funciones delegadas, pues la ejecución corresponde exclusivamente a los jueces, carecería de sentido que la Administración, que está obligada a ejecutar las resoluciones de los jueces en esta materia, pudiera discutir las mismas. Desde este punto de vista, la única interpretación posible del principio constitucional es que todas aquellas materias relacionadas con el tratamiento penitenciario que, directa o indirectamente, se tienen en cuenta en la concesión de beneficios penitenciarios deben estar bajo el control y supervisión de los jueces de vigilancia, y, que, en definitiva, los reclusos no puedan salir temporal o definitivamente de la prisión sin autorización de los jueces, ya sea, por ejemplo de permiso, en tercer grado (salidas a trabajar o de fin de semana), etc.

Sin embargo, la regulación actual que contiene la LOGP no respeta plenamente la judicialización de la ejecución de penas prevista constitucionalmente y a la que me he venido refiriendo, pues prevé que la Administración Penitenciaria sea la competente para clasificar, y dentro de esa clasificación conceder el tercer grado penitenciario, lo que supone un amplio margen de libertad a los internos (salidas diarias a trabajar, permisos aprobados por la Administración y no por el Juez de Vigilancia, salidas de fin de semana, e incluso pernocta continuada fuera de la prisión en los supuestos del art. 86.4 Reglamento Penitenciario). A mi entender, la judicialización exige que la clasificación deba efectuarse por los jueces, aunque sea previa propuesta de la Administración, pues de la clasificación en uno y otro grado penitenciario, depende el elenco de derechos y deberes de los internos. Carece de sentido que, en la actualidad, se requiera autorización del juez de vigilancia para aprobar permisos de salida superiores a dos días a los internos clasificados en segundo grado, y que la Administración puede progresar al interno a tercer grado, sustrayendo la competencia del juez para la aprobación de salidas, sin intervención del mismo. También plantean problemas, desde el punto de vista del principio constitucional, algunas figuras introducidas reglamentariamente en materia de clasificación, como lo previsto en el art. 100.2 Reglamento Penitenciario de 1996, que prevé la posibilidad de mezclar elementos de varios grados de clasificación, lo que requiere aprobación del Juez de Vigilancia, sin perjuicio de su inmediata ejecutividad. Dicho precepto es contrario al art. 117.3 CE (LA LEY 2500/1978), en primer lugar, porque un precepto reglamentario no puede atribuir competencias a los jueces y, en segundo término, porque si se requiere aprobación del Juez para establecer este régimen mixto, es del todo punto ilegal y contrario a los más elementales principios jurídicos, que pueda ejecutarse antes de que se apruebe por el juez. 

Se debe proceder a modificar, por tanto, la regulación actual en el sentido expuesto, que es el único viable constitucionalmente, lo que serviría además para que cada uno de los actores personales intervinientes en la ejecución de las penas privativas de libertad tenga claro cuál es su papel, y se eviten malentendidos, como los que suceden actualmente, en que los Directores de las prisiones se toman como afrentas personales algunas decisiones de los jueces, cuando su papel es ejecutar y no discutir las resoluciones de la autoridad judicial. Incluso debería abordarse la dependencia orgánica de aquellos funcionarios penitenciarios encargados de adoptar decisiones tratamentales que inciden en derechos de los internos, que, como una suerte de policía judicial deberían depender de los jueces de vigilancia, pues en una materia, que es competencia exclusiva de los jueces, carece de sentido que dependan de la autoridad administrativa.

La regulación contenida en la LOGP se ha visto afectada en sus principios por la reforma operada en la misma y en el Código Penal por la LO 7/2003 de medidas de reforma para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas, creando así algunas disfunciones en el sistema.

En primer lugar, se establece el denominado período de seguridad en el art. 36.2 CP, para las penas graves, que son aquellas superiores a cinco años, lo que supone que cuando se cumple alguna de estas penas es necesario haber cumplido la mitad de la condena para poder acceder al tercer grado. Sin embargo, si lo que se quiere es establecer un sistema diferente de ejecución para las penas graves, lo coherente hubiera sido que para el cumplimiento de tales penas se hubiera establecido también un límite temporal diferente que al resto de penas para el disfrute de permisos de salida, o de la libertad condicional, siempre dejando a salvo que el juez de vigilancia, teniendo en cuenta la evolución penitenciaria, pudiera aplicarles el régimen general de plazos para el disfrute de beneficios. Otra distorsión en el sistema es la exigencia del pago de la responsabilidad civil para el acceso al tercer grado, que se ha introducido con «calzador», de forma improvisada, cuando realmente la responsabilidad civil nada tiene que ver con la ejecución penitenciaria de la pena privativa de libertad, se ha regulado con una deficiente técnica legislativa pues lo que en principio aparece como exigencia plena en el art. 72.5 LOGP (LA LEY 2030/1979) luego se matiza, y de una forma en la que se podría incurrir en la prisión por deudas abolida ya desde el Derecho Romano por la Ley Poetelia Papiria en el año 326 a.c. y que está prohibida por Tratados Internacionales suscritos por España.

Por otro lado, no se ha abordado una solución específica para los internos que cumplen penas por determinados delitos, como los sexuales, que penitenciariamente no plantean problemas de convivencia, pero cuya peligrosidad al salir en libertad, ya sea transitoriamente o de forma definitiva, es patente.

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