Un pájaro no canta porque tiene una respuesta, canta porque tiene una canción. (Maya Angelou)
La petición de quien por su propia voluntad demanda del poder constituído la realización de su propia muerte es un fenómeno nuevo en la historia reciente de la humanidad. Se han señalado como causas que han llevado en las sociedades desarrolladas actuales a esta situación: el avance de la tecnología médica que permite el mantenimiento artificial o vegetativo de la vida por tiempo indefinido, la mayor expectativa de vida, el aumento de personas mayores que viven solas y aisladas que ya no mueren en sus domicilios sino en hospitales, la transformación del propio concepto de familia o la exacerbación del principio de autonomía en todas las etapas de la vida.
La cuestión de la «muerte digna» revela la trascendencia social de una materia del más alto contenido moral que se resuelve como moralidad legalizada en posturas diversas y contenidos radicalmente diferentes, y en muchos casos con planteamientos políticos e ideológicos interesados que, en realidad, desvían la atención de la cuestión a la regulación legal de un derecho humano a no morir con sufrimiento, cuando es ésta afirmación sobre la que se da un consenso casi universal por el sentimiento común de piedad y compasión de cualquier ser humano por sus congéneres.
Se da así lugar a la falsa y, a veces artera, confusión que identifica el sentimiento piadoso y la práctica eutanásica no debidamente diferenciada de la obstinación o encarnizamiento terapéutico. ¿Acaso se le ocurriría a alguien contestar negativamente a la pregunta (capciosa) de si está a favor de que el médico le ayude a morir sin sufrimiento o dolor?
Las dos posturas principales sobre la intervención del poder en la etapa final de la vida son radicalmente diferentes, pues parte una de la regulación de un derecho individual a la muerte o de dejar de vivir (que niega, por tanto, un deber u obligación de vivir), y la otra, de la necesidad de actuaciones, principalmente médicas, que mitigan o anulan el dolor y el sufrimiento hasta el momento de la muerte, en el entendimiento de partida de que la vida es un valor no solo personal sino también social.
Son, pues, dos posturas ante el hecho de la muerte próxima e inminente, cuya regulación legal, no se nos escapa, resulta compleja, dada la existencia de multitud de situaciones singulares, lo que ya de por sí excluye la característica de generalidad ínsita a toda Ley, circunstancia que, a posteriori, exigirá una producción jurisprudencial importante.
La vida es en sí misma un bien jurídico protegido de interés preeminente en tanto que a diferencia de los demás derechos no se ejercita de manera determinada; no hay en sentido estricto un derecho a la vida por que ésta se desarrolla simplemente viviendo, siendo esta vivencia presupuesto lógico y ontológico de la existencia y disfrute de todos los demás derechos y libertades y de ahí que sea objeto de protección especial y tratamiento legal todo lo relativo a su comienzo (aborto) y su final (pena de muerte).
El TC no admite que la Constitución garantice en su art. 15 (LA LEY 2500/1978) el derecho a la propia muerte. Ello no impide, sin embargo, reconocer que, siendo la vida un bien de la persona que se integra en el círculo de su libertad, pueda aquélla fácticamente disponer sobre su propia muerte, pero esa disposición constituye una manifestación del agere licere, en cuanto que la privación de la vida propia o la aceptación de la propia muerte es un acto que la ley no prohíbe y no, en ningún modo, un derecho subjetivo que implique la posibilidad de movilizar el apoyo del poder público para vencer la resistencia que se oponga a la voluntad de morir, ni, mucho menos, un derecho subjetivo de carácter fundamental en el que esa posibilidad se extienda incluso frente a la resistencia del legislador, que no puede reducir el contenido esencial del derecho.
El TC no admite que la Constitución garantice en su art. 15 el derecho a la propia muerte
Por su parte, el TEDH, en Sentencia contra el Reino Unido, de 29 de abril de 2002 (LA LEY 82382/2002)(caso Pretty, que constituye el «leading case» en esta materia), relativa a la petición de la señora Pretty (enferma de esclerosis lateral amiotrófica), de que no se iniciara ningún procedimiento penal contra su marido si éste, accediendo a sus deseos, la ayudaba a suicidarse. La contestación de las autoridades fue negativa y tras agotar los recursos internos acudió al TEDH, el cual también desestimó la demanda al considerar que no existía violación del artículo 2 del CEDH (LA LEY 16/1950) (derecho a la vida), puesto que el derecho a la vida no incluye, como contenido negativo del mismo, el derecho a la propia muerte, ni de la mano de un tercero ni con la ayuda de una autoridad pública.
Decidir, pues cómo vivir la etapa final de la vida entendida como proceso natural y excluida, por tanto, la opción voluntaria del suicidio —que es irrelevante desde el punto de vista penal—, es una opción individual de cada ser humano ante la enfermedad grave, terminal e irreversible. La disparidad de criterios se produce cuando para unos la opción se considera como parte propia de su libertad de actuación (agere licere), como un derecho individual fundamental de decidir sobre la propia vida que incluye, en consecuencia, la ejecución de la propia muerte por el sistema público sanitario o, al menos, el suministro de los medios y ayuda necesarios para ello; para otros, sin embargo, no existe tal derecho individual sino un derecho social a la sanidad y la salud que se concreta en una obligación prestacional del Estado por medio de los servicios públicos de sanidad, de proporcionar cuidados y asistencia paliativa a los enfermos terminales.
El iter legis sobre la muerte digna comenzó en España en la legislatura pasada (XIII) y continúa en la actual (XIV), en la que se han presentado tres iniciativas parlamentarias que responden a los diferentes modelos de entendimiento de la «muerte digna».
Así, en fecha 31 de enero de 2020, se publica la proposición del Grupo Parlamentario Socialista, de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia.
Y el siguiente 21 de febrero de 2020 se presentaron en el Congreso dos propuestas consecutivas; una por el Grupo Parlamentario Ciudadanos, de ley derechos y garantías de la dignidad de la persona ante el proceso final de su vida, y otra, por el Grupo Parlamentario Popular, de Ley relativa a los derechos y las garantías de la dignidad de la persona ante el proceso final de su vida.
Ya en el propio nomen iuris de cada una de las leyes propuestas se encuentran expresamente las dos posturas ideológicas ante el hecho de la muerte irreversible y terminal. La del PSOE, que regula la práctica eutanásica activa (directa e indirecta), y la de los otros dos partidos, Ciudadanos y Partido popular, que abogan por la regulación de una serie de derechos y garantías de la dignidad de la persona ante la muerte o proceso final de la vida. Conlleva, no obstante, este entendimiento que la propuesta de Ley del partido socialista revista carácter orgánico, en tanto se trata del desarrollo legislativo de una vertiente del derecho a la vida, y que la de los otros dos partidos políticos se configure como ley ordinaria ya que no se trata de la regulación legal de desarrollo directo de un derecho fundamental individual. En cualquier caso, si la iniciativa legislativa hubiese partido del propio Gobierno la elaboración del oportuno proyecto de ley hubiera permitido la emisión de informes de colegios y asociaciones de profesionales sanitarias, intelectuales, filósofos, especialistas en bioética y bioderecho y hasta del propio Consejo de Estado como superior órgano de consulta del Gobierno, propiciando de esta manera un debate público imprescindible en una sociedad democrática sobre un tema tan decisivo para el devenir de la propia sociedad.
No es, sin embargo, el objeto de este artículo efectuar un análisis pormenorizado de la proposición de ley, sino contribuir modestamente a centrar los términos jurídicos del debate sobre el final de la vida, así como poner de manifiesto las enseñanzas que se pueden sacar de la práctica de la eutanasia en otros países; entre ellas, especialmente, mostrar algunas consecuencias que pudieran derivarse de la aplicación de las prácticas eutanásicas, siendo este el campo en que se desenvuelve el debate acerca de la denominada «pendiente resbaladiza».
Con la locución «pendiente resbaladiza» se hace referencia a las consecuencias negativas de la regulación de la eutanasia y su práctica —principalmente en Estados como Bélgica, Oregón, Australia, Suiza y Holanda—, poniendo el énfasis en los abusos por actividades eutanásicas, entre ellos la imposibilidad de delimitar los casos deseables de los indeseables, los voluntarios de los involuntarios, proponiéndose como solución más radical que la única forma de evitar esos abusos es no regularla pues, en caso contrario, se producirá un deslizamiento progresivo a actos no voluntarios.
Dos puntos esenciales, referidos en particular al sujeto pasivo de la eutanasia, destacan entre los asuntos que se deslizan por dicha pendiente: el consentimiento de los sujetos pasivos, ya no solo enfermos graves y terminales sino también de quienes, aun sin padecer enfermedad, quieren morir, y la despenalización del delito de auxilio al suicidio.
Ninguna duda existe de que sin consentimiento no cabe la eutanasia; sin embargo, es lo cierto que puede darse una sutil coacción del consentimiento de las personas bien por carecer de un nivel aceptable de autonomía, en el sentido de que son muy dependientes de otras, bien por carecer de capacidad para manifestar y otorgar su consentimiento, con origen en un estado de depresión, abatimiento o pérdida de facultades cognitivas, todos ellos asociados al dolor y al sufrimiento, que disminuyen de forma notable la capacidad de decidir libremente.
Un paso más allá se da con el consentimiento de quienes basan su decisión en el deterioro físico y en la carencia de sentido de su existencia, o de quienes padecen dolencias psíquicas. Pues, ¿cómo se puede medir el sufrimiento psíquico?
El caso de Holanda resulta paradigmático en relación a la cuestión de la pendiente resbaladiza, precisamente por tratarse de un modelo que exacerba hasta el límite la autonomía del paciente.
La Corte suprema holandesa sentenció en 1984 a favor de la despenalización de la eutanasia activa siempre que la petición se realizase únicamente por el paciente siendo su consentimiento libre y voluntario y, además, que la eutanasia, sobre un paciente terminal y con sufrimiento intolerable, deberá ser el último recurso.
Esta sentencia llevó al gobierno a la creación de una Comisión ad hoc, que lleva el nombre de su presidente, Remmelink (profesor y fiscal general del Estado), que emite su primer informe en 1991 y que conduce a una reglamentación de la eutanasia en 1993; no obstante, con posterioridad otra sentencia de la Corte suprema de 1993, absolvió al psiquiatra acusado de auxilio al suicidio que procuró la muerte de un paciente cuya única enfermedad era una fuerte depresión, lo que llevó a ampliar la ley en el sentido de poder aplicar la eutanasia a un paciente que desease morir, aunque no fuese enfermo incurable en estado terminal, y aun se admitió su práctica en caso de incapaces y de niños con enfermedades graves o recién nacidos con defectos congénitos. El segundo informe Remmelink se emite en 1995, y el tercero en 2001.
En noviembre de 2000, se aprobó la «Ley de verificación de la terminación de la vida a petición y suicido asistido», en vigor en 2002, que permite que la eutanasia se puede practicar también por clínicas privadas.
Desde entonces se ha producido un crecimiento importante el número de peticiones de eutanasia, pasándose de los 1882 casos materializados en 2001 a los 6091 casos en 2016, igual al 4% del total de muertes registradas ese año (148.973).
Así las cosas, en Holanda con el paso de los años aparece una suerte de plano inclinado o pendiente por la que se desliza una amplia permisividad para la práctica de la eutanasia aumentando de forma casi ilimitada los sujetos pasivos, pues pueden serlo las personas que no lo han solicitado (la petición no tiene que realizarse por escrito), neonatos sin perspectiva de calidad de vida, menores de 12 a 16 años con consentimiento paterno, mayores de 55 años edad con problemas de especial vulnerabilidad, ya sean de salud o financieros («agotamiento de vida»), debatiéndose en la actualidad si pueden ser sujetos pasivos quienes simplemente alegan su petición en el «cansancio vital» originado por haber vivido ya lo suficiente, discutiéndose solamente si el límite se ha de fijar en 55 o en 75 años. A esta permisividad contribuye también la amplia discrecionalidad del médico para valorar el sufrimiento del paciente.
El informe Remmelink destaca que en los años transcurridos un 32% de los médicos manifiestan haber practicado la eutanasia sin haber pedido el consentimiento del sujeto pasivo, y que un 47% de los casos de eutanasia no se documentan ni se notifican.
Por lo que respecta al suicidio asistido su tipificación penal tiene como finalidad —como pone de manifiesto el TEDH en la sentencia referida—, evitar que se puedan dar situaciones de abusos, esto es, que se pueda aplicar el suicidio asistido a personas que no lo hayan solicitado expresamente o a aquellas cuya petición venga viciada; proteger, por tanto, a aquellos que se encuentran en una situación de especial vulnerabilidad y dependencia, pues con la estimación de esta solicitud se estaría concediendo una especie de impunidad, con carácter previo, a quien va a cometer un delito, siendo evidente el grave quebranto del Estado de Derecho.
La tipificación del suicidio asistido busca evitar situaciones de abusos
En España, ya en 1994 las consecuencias negativas de la despenalización fueron advertidas por el Ministro Belloch, en respuesta a la interpelación al Gobierno sobre la despenalización de la eutanasia; decía entonces el Ministro de Justicia, recogiendo la opinión del Consejo asesor de Sanidad: «este tipo de leyes —las que plantean con carácter general, la despenalización—, nos parecen tremendamente peligrosas, pues el establecimiento de cualquier tipo de norma general y pública sobre eutanasia produce siempre un efecto contrario al primariamente buscado, ya que acaba volviéndose en contra del paciente que se ve, de algún modo coaccionado —bien que silenciosa e indirectamente— a pedir la eutanasia cuando se encuentra en situación muy comprometida… la posición del gobierno la que parece más prudente, más adecuado a la situación (actual) optar por la vía de la pena atenuada».
La proposición de ley de regulación de la eutanasia en España, precisamente por tomar como referencia básica o principal la regulación de los países antes citados, deberá de fijar mecanismos que impidan los efectos perversos de la denominada pendiente resbaladiza. Por último, y aun siendo muchas las dudas y objeciones jurídicas que presenta la proposición de ley, algunas reflexiones se hacen precisas. Si el sistema público de salud de atenciones y cuidados paliativos no cubre aún a la mitad de la población ¿no sería prudente disponer antes de una cobertura universal como paso previo a una regulación de la eutanasia con el fin de ofrecer otras alternativas previas al último remedio que constituye la eutanasia?
¿Cómo se ha de entender, en una ley que se pretende en extremo garantista, la reserva a las Comisiones de control y evaluación —que se crean en cada autonomía para decidir sobre cada caso de petición de eutanasia—, de la aprobación de sus respectivos reglamentos internos, uno por cada una de las 17 Comunidades autónomas existentes, más los Ceuta y Melilla?
Ante un tema tan trascendental para la sociedad presente y la futura no se deberían desdeñar otras posibilidades, tales como la elaboración de una sola ley de carácter integral sobre las actuaciones y derechos de todas las personas al final de la vida; o bien, siguiendo el camino de Bélgica, dos leyes coordinadas, la que regule la aplicación, en primer lugar, de medidas y cuidados paliativos, y la segunda consecutiva, que regule la práctica eutanásica, como último remedio.
Y, en cualquiera de los resultados legislativos que pudieran darse ¿qué garantía añadida a la práctica de la eutanasia se añadiría con la despenalización del auxilio al suicidio?